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Al redil

No es Putin el único político que tiene iglesia con su nombre. Muchos van a otras aunque no lo sepan

Del presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, podrán decir lo que sea –“lo que se sea”, como decía un amigo mío de la infancia–, cosas terribles, horrores sin cuento. Y quizás todo es cierto, quién lo va a negar, nadie. Pero en términos políticos y maquiavélicos, y perdón por la redundancia, en términos de la habilidad para conseguir sus objetivos, Putin ha resultado ser un fenómeno, un genio.
De ahí, creo yo, que viva siempre con esa expresión festiva en el rostro: esa especie de rictus cínico y desfachatado que lo acompaña a todas partes; esa fría, esa gélida mirada que es a la vez la de un emperador o un patriarca bizantino (y él puede ser sin problema las dos cosas) y un inmejorable heredero de Stalin, del que su abuelo fue cocinero. De él y de Lenin fue cocinero, nada menos y nada más, mejor ni averiguar el menú.
Putin es, sin pudor, todo lo que el mundo de hoy no perdona ni tolera, casi todo: es machista y misógino, es homofóbico, es políticamente incorrecto. Dice y hace lo que se le dé la gana, para eso está allí; es autoritario, es implacable. A Ángela Merkel, por ejemplo, que les tiene pavor a los perros, le lanzó el suyo hace años de manera sutil en una reunión bilateral en su casa de campo, en Sochi.

Hay gente, muchísima, que hace de la política un acto de fe: un rapto de militancia ciega y tozuda en una iglesia antes que otra cosa, aferrada a un pastor y a sus dogmas mesiánicos

La pobre canciller apenas podía moverse en su silla, aterrada, mientras Konni, la labradora negra de Putin, la husmeaba y le daba vueltas y le mostraba los dientes. Él después dijo que había sido un gesto de cortesía; un malentendido, pues no sabía que la señora Merkel les tuviera miedo a los perros. En la final del Mundial de 2018, mientras diluviaba sin parar, Putin escampaba dichoso bajo una sombrilla. Era el único.
Pero la verdad es que esta columna, aunque no lo parezca, no es sobre Putin; no del todo, digamos. Solo que seguí con mucha curiosidad su reciente visita a Serbia, en la que por supuesto había una gran cantidad de mensajes implícitos y simbólicos relacionados con la historia, pues fue ese vínculo tan profundo entre Moscú y Belgrado una de las causas principales de la Primera Guerra Mundial, hace ya más de cien años.
Lo que más me interesó de la visita de Putin a Serbia, sin embargo, fue una noticia menor, casi una anécdota que algunos medios internacionales usaron para ilustrar con ella el cubrimiento de lo que parecía más bien una apoteosis, la llegada de un santo o un semidiós o una estrella de rock. Así fue recibido el presidente de Rusia allí, con alfombra roja. O como dijo algún despistado, “como si fuera el Papa”.
Tanto que un pueblo en el norte del país, Banstol, decidió levantar una iglesia, un templo ortodoxo con el nombre de Putin. De una vez, para que no queden dudas. Y por tenebroso que suene, justo por eso, me pareció que ese es un símbolo perfecto del poder ruso en el mundo de hoy, claro, pero también es un símbolo del poder en sí mismo: un retrato de la política, de cómo la viven y la ejercen tantos en tantas partes, más allá de Rusia.
Y no solo por lo obvio, por los rituales o porque todo al final, empezando por las religiones, sea siempre un hecho político. No, no. Pero hay gente, muchísima, que hace de la política un acto de fe: un rapto de militancia ciega y tozuda en una iglesia antes que otra cosa, aferrada a un pastor y a sus dogmas mesiánicos, ahuyentando con una tea cualquier argumento, cualquier discusión, cualquier diferencia.
Se trata muchas veces de la peor forma del fundamentalismo que hay, la de quienes creen no estar en él. Un fundamentalismo laico en el que se va de rodillas, como borregos al redil.
No es Putin el único político que tiene una iglesia con su nombre hoy, no. Muchos otros también, aquí y allá. Basta ver a sus feligreses.
catuloelperro@hotmail.com
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