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Tenemos más territorio que Estado

Copar, como corresponde, las zonas dejadas por las Farc es uno de los retos del posconflicto.

Jaime Castro
Nunca la autoridad pública ha logrado ejercer sus atribuciones en el millón doscientos mil kilómetros cuadrados del territorio nacional, razón por la que extensas regiones son tierra de nadie –‘no man’s land’– en las que sentaron sus reales la guerrilla, el paramilitarismo, el narcotráfico, la minería ilegal y las ‘bacrim’, que sustituyen al Estado, pues imponen su “autoridad” y el “orden” que les conviene, “protegen” a la población, cobran “tributos”, “administran justicia” y perciben cuantiosas rentas ilícitas. 
Por eso, la terminación del conflicto con las Farc no será sinónimo de paz si el Estado no ocupa el lugar que le corresponde en las zonas que durante décadas fueron de la organización hoy desmovilizada y cumple sus deberes. Este es el mayor o uno de los mejores retos del posconflicto.
Infortunadamente, la gestión del Estado que garantice seguridad y promueva el crecimiento económico y el cambio social se echa de menos una vez más y empieza a comprometer los resultados del Acuerdo Final.
Así lo registran periódicas noticias de los medios y el completo informe de la Misión de la OEA que apoya el proceso y fue elaborado después de “959 viajes a terreno” en varios departamentos durante seis meses ('Eln, el grupo que más sacó ventaja de zonas dejadas por Farc': OEA). Según esa documentada relación de hechos, los “vacíos de poder” creados en las “antiguas zonas Farc están siendo llenados por otros actores” que por la fuerza someten a sus habitantes.
En primer lugar, por un veterano actor del conflicto con el que hay cambios “en el control de territorios mediante procesos que parecen articulados entre Farc y Eln”. También, por reductos de la organización antes rebelde “que no han depuesto las armas”, cambian de brazalete o se integran a grupos de delincuencia común. Igualmente, por los “empresarios” del narcotráfico y la minería ilegal y por organizaciones criminales de todos los pelambres. Inclusive, por algunos exparamilitares. Unos y otros se disputan cruentamente los espacios libres.
A veces celebran “pactos de no agresión” o acuerdos para operar conjuntamente. Controlan la circulación terrestre y fluvial, colocan minas antipersonas y reclutan menores: niñas entre los 10 y los 13 años a las que convierten en compañeras sentimentales y niños que utilizan como informantes o cobradores de extorsiones. Ese clima de violencia e inseguridad es una de las causas del asesinato de los líderes sociales.
Preocupación comparable por la seguridad de esas zonas expresaron Jeffrey Feltman, secretario adjunto de la ONU para asuntos políticos, y Alfredo Molano, miembro de la Comisión de la Verdad, quien escribió: “En el campo... la situación está a punto de estallar, y estallará”. A lo anotado agréguense los cultivos de uso ilícito, que deterioran aún más la situación, porque, como dice Rafael Pardo, “mientras haya coca, la paz no es sostenible”. Sin embargo, su ministerio solo tuvo recursos para sustituir esos cultivos en 50.000 de las 100.000 hectáreas que prometieron recuperar, si lograban ayudar con 40 millones de pesos a cada una de las 100.000 o más familias cocaleras que aceptaran la sustitución voluntaria acordada en La Habana.
Si el Estado no copa los espacios dejados por las Farc, podemos estar ante “la imposibilidad de pacificar el país y ante un eventual regreso a la guerra” (Mauricio García Villegas) y cumpliríamos la sentencia de Marco Palacios, exrector de la Universidad Nacional: “En Colombia hay una guerra verdadera y muchas paces artificiales”.
JAIME CASTRO
jcastro@cable.net.co
Jaime Castro
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