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El problema de Occidente con la raza

Separar en la xenofobia los argumentos racistas de los culturales o religiosos puede ser difícil.

Ian Buruma
Por razones obvias, la vista de una turba de alemanes persiguiendo a extranjeros por las calles y alzando los brazos en saludos hitlerianos es particularmente inquietante. Sucedió hace poco en Chemnitz, una descolorida ciudad industrial en Sajonia, a la que en la ex-República Democrática de Alemania se proclamaba como ciudad socialista modelo (se llamó Karl Marx Stadt entre 1953 y 1990). La policía pareció incapaz de detener los disturbios, iniciados por la muerte de un cubanoalemán apuñalado en una pelea con dos hombres de Medio Oriente.
Pero no es un problema inherentemente alemán. Más tarde decenas de miles de alemanes se congregaron en un concierto de rock en Chemnitz para protestar contra la violencia xenófoba. Y las turbas de Chemnitz tenían mucho en común con los neonazis, seguidores del Ku Klux Klan y otros extremistas que hace un año provocaron un caos en Charlottesville (Estados Unidos). Las dos ciudades están manchadas por la historia: las dictaduras nazi y comunista en Chemnitz, la esclavitud en Charlottesville. Y si bien las causas del extremismo violento en ambos lugares fueron múltiples, es indudable que el racismo fue una de ellas.
Muchos estadounidenses blancos, especialmente en el sur rural, viven en condiciones duras, con escuelas deficientes, malos trabajos y pobreza relativa. Pero el sentido de superioridad racial sobre los negros les daba algo a lo que aferrarse. Por eso la presidencia de Barack Obama fue un golpe a su autoestima: sintieron que el estatus se les escapaba. Donald Trump explotó sus sentimientos de ansiedad y resentimiento.
Muchos alemanes del este, habituados desde pequeños al autoritarismo y sin capacidad o voluntad para aprovechar las oportunidades educativas y ocupacionales de una Alemania unificada, ahora se vuelven hacia demagogos de ultraderecha que culpan de todos sus problemas a inmigrantes y refugiados, especialmente a los procedentes de países musulmanes.

Esos sentimientos siempre han estado al acecho en los márgenes de las sociedades occidentales, especialmente en Estados Unidos, donde la supremacía blanca tiene una larga y tortuosa historia.

El temor a la pérdida de estatus que aflige a blancos de todo Occidente se agrava tal vez por el ascenso del poder chino y la sensación de que Europa y Estados Unidos están perdiendo su preeminencia global. Es posible que sea esto lo que Trump quiso decir cuando declaró en Varsovia el año pasado: “La pregunta fundamental de nuestro tiempo es si Occidente tiene voluntad de sobrevivir”.
Esa pregunta plantea otra: qué entiende Trump por “Occidente” y si una defensa de Occidente ha de ser necesariamente racista. Hubo un tiempo a principios del siglo XX en que los enemigos de Occidente (muchos de ellos en Alemania) lo definían como liberalismo anglo-franco-estadounidense. A los nacionalistas de derecha, también muchos de ellos alemanes, les gustaba describir a Londres y Nueva York como ciudades ‘judeizadas’.
Según esta visión, a las sociedades liberales las gobernaba el dinero en vez de las prerrogativas de la tierra y la sangre. El filósofo húngaro-británico Aurel Kolnai escribió en los años treinta un libro famoso titulado La guerra contra Occidente; se refería a la guerra de los nazis contra las democracias occidentales.

Cuando la persona más poderosa del mundo occidental incita la violencia colectiva, es evidente que Occidente, comoquiera que uno lo defina, está en serios problemas.

Pero así como ahora los populistas holandeses y escandinavos usan los derechos de los homosexuales y el feminismo como armas simbólicas para atacar al islam, los líderes de derecha han adoptado a ‘Occidente’ como algo que es preciso proteger de las hordas musulmanas. Esos líderes suelen hablar del ‘Occidente judeocristiano’, lo que unido a su entusiasmo por los gobiernos de derecha en Israel los protege contra acusaciones de antisemitismo, tradicionalmente vinculado con la ultraderecha.
Separar en la xenofobia los argumentos racistas de los culturales o religiosos puede ser difícil. No es común que los políticos den muestras de racismo tan francas como la de un joven y prometedor político holandés llamado Thierry Baudet, que antes de la elección del año pasado advirtió contra la “dilución homeopática del pueblo holandés” por los extranjeros. O como la funcionaria republicana de Pensilvania que hace poco llamó “babuinos” a los jugadores negros de fútbol americano.
Hasta fines del siglo XIX, el antisemitismo se presentaba en términos religiosos: los judíos habían matado al Salvador Jesucristo, usaban la sangre de niños cristianos para hacer matzá para sus festines de Pésaj, etcétera. Pero esto cambió con el surgimiento de teorías raciales pseudocientíficas: en cuanto se trazaron distinciones biológicas entre los judíos y los “arios”, ya no hubo forma de escapar de la trampa racista.
Un tema recurrente entre las personas que creen que los musulmanes son una amenaza a la civilización occidental es la negativa a reconocer al Islam como una fe religiosa; lo consideran en cambio una cultura, a la que declaran incompatible con los “valores occidentales”. Precisamente lo mismo que se dijo muchas veces acerca de la “cultura” judía en el pasado.
Aunque personas de extracción musulmana las hay muy distintas y venidas de muchos países (lo mismo que los judíos), la hostilidad al islam puede todavía ser una forma de racismo. Quienes tienen relación con él, por práctica o por nacimiento, son elementos extraños que hay que expulsar.
Y este tipo de intolerancia no se detiene en los musulmanes. Dudo de que las multitudes que en Chemnitz salieron a cazar a cualquiera de apariencia vagamente no europea pensaran mucho en cuestiones de fe o cultura. La consigna de la multitud vociferante fue “¡Alemania para los alemanes, fuera extranjeros!”.
Los neonazis en Charlottesville celebraron la cultura sureña exhibiendo símbolos de la vieja Confederación y atacando a negros (la razón de ser de la Confederación era proteger la supremacía blanca). De eso se trataban las manifestaciones. Pero los participantes también gritaban “¡los judíos no nos reemplazarán!”.
Esos sentimientos siempre han estado al acecho en los márgenes de las sociedades occidentales, especialmente en Estados Unidos, donde la supremacía blanca tiene una larga y tortuosa historia. Ocurre muchas veces que políticos de derecha insinúen compartir esos prejuicios, para obtener más votos. Pero cuando Trump declaró que las turbas en Charlottesville incluían “algunas personas muy buenas” y llamó “violadores” a los inmigrantes mexicanos, puso el racismo en el centro de la escena política. Cuando la persona más poderosa del mundo occidental incita la violencia colectiva, es evidente que Occidente, comoquiera que uno lo defina, está en serios problemas.
IAN BURUMA
*Editor de ‘The New York Review of Books’, es autor de ‘A Tokyo Romance: A Memoir’.
Copyright: Project Syndicate, 2018.
Ian Buruma
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