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¿Concentración o meditación?

Como denominemos este pasivo ejercicio es secundario, lo importante es hacerlo disciplinadamente.

Gustavo Estrada
Existe claridad sobre el significado corriente de ‘concentración’: “Luis está concentrado leyendo”. Y hay también acuerdo sobre lo que, en general, es ‘meditación’: “María está meditando cuidadosamente sobre las alternativas a su problema”. ¿Qué tienen estos vocablos en común dentro del territorio de la atención total, tan de moda en el siglo XXI?
Dejando de lado el lenguaje diario, ‘concentración’ y ‘meditación’ se utilizan ambas para describir la práctica de sentarnos en un sitio tranquilo, con los ojos cerrados, una postura cómoda y una actitud despreocupada, para dedicarnos por largos ratos a observar los movimientos de la mente. El octavo hábito del camino del Buda, conocido como ‘samadhi’ en los idiomas sagrados del budismo, se convierte en español, dependiendo del traductor, en cualquiera de estas dos palabras.
Las definiciones del diccionario, sin embargo, podrían confundir: concentrarse es fijar la atención en un tema específico; meditar, pensar en algo, atenta y detenidamente. Para efectos de esta nota, concentración y meditación, por igual, son la observación continuada en un dispositivo o ancla; el dispositivo mental puede ser, por ejemplo, el flujo de aire a través de las fosas nasales o, incluso, los pensamientos que atraviesan la misma mente, casi siempre dispersa.
¿Qué sucede en nuestro cerebro cuando nos sentamos —quietos, callados, calmados, aislados— a practicar concentración o meditación? Que estamos inhibiendo —apagando, acallando— todos nuestros revoloteos, sean deseos desordenados, inclinaciones adictivas, aversiones, odios o preocupaciones obsesivas; en otras palabras, estamos pasivamente haciendo gimnasia con todos nuestros mecanismos nerviosos inhibitorios. Tan pronto como los desvaríos reaparecen, los volvemos a ahuyentar, ayudados con la técnica que estemos aplicando en esa sesión.
Con la práctica intensa y continuada de esta concentración-meditación, eventualmente desarrollamos, sin darnos cuenta, hábitos tan saludables como parar de comer mucho antes de estar hastiados, rechazar la tercera copa de vino o alejar de la cabeza los miedos o las antipatías inútiles.
Hasta mediados del siglo XX, las señales nerviosas se interpretaban como órdenes excitadoras eléctricas que una neurona enviaba a su vecina para que aumentara su actividad: ¡apúrese, muévase! Sin embargo, cuando la neuroquímica surgió como una disciplina científica, se reconoció que las células nerviosas, además de instrucciones para que la neurona receptora hiciera más, también enviaban señales inhibidoras para que hiciera menos: ¡frene, suelte el acelerador!
Entonces quedó claro que el sistema nervioso, un conjunto de órganos y estructuras de complejidad extraordinaria, era tanto excitador (que estimulaba) como inhibidor (que frenaba) y tenía una colección infinita de semáforos, con verdes, rojos y una descomunal gama de amarillos.
Tanto los deseos desordenados y las adicciones, por una parte, como las aversiones y las fobias, por otra, son desarreglos de los mecanismos inhibitorios; como resultado de tales desbalances, no paramos de comer cuando ya estamos saciados y continuamos asustados cuando las causas de una amenaza han desaparecido. La concentración y la meditación son pues gimnasias para tales mecanismos, que con la práctica repetida, retornan a su funcionamiento correcto.
Los términos ‘meditación’ y ‘concentración’ son pues intercambiables; este columnista tiene preferencia por la palabra ‘meditación’ para referirse a ambos. La reflexión sobre este tema tiene como propósito resaltar las dos aproximaciones que disponemos los humanos para aquietar la mente: la primera, ‘concentrando’ la atención, sin juicio alguno, en lo que la mente está haciendo. La segunda, fijándola en una función como la respiración o en un punto específico del cuerpo; esto es, ‘meditando’ alrededor de un ancla. La forma como denominemos este pasivo ejercicio es secundaria; lo importante es hacerlo disciplinada y continuadamente.
Una mente que revolotea, como se mantiene casi siempre, es similar a un niño inquieto e impaciente; la mente y el niño pueden aplacarse de dos formas alternas. Con la primera, el muchacho se comporta bien si le hacemos notar que está siendo observado; la mente se sosiega si la vigilamos, sin juicios de ninguna clase. Con la segunda, el chiquillo se calma si le dan un juguete; la mente, por su parte, se apacigua con un dispositivo mental para que se entretenga. No hay mucho para estudiar sobre esta sencillez: solamente practicar, practicar, practicar…
GUSTAVO ESTRADA
Autor de ‘Hacia el Buda desde Occidente’
Gustavo Estrada
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