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Un cuento de Navidad

Enmudeció con el diagnóstico que le dieron: insuficiencia renal crónica degenerativa e irreversible.

Gabriel Silva Luján
Dora y Evelio fueron pareja. Evelio era un emprendedor, moderadamente exitoso, con una sensibilidad social de aquellas que lo podían llevar a la quiebra por exceso de generosidad. Un poco ingenuo, creía en la bondad intrínseca de la humanidad y sentía que la Navidad debería ser como antes: un momento donde la llegada del Niño Dios era una invitación a seguir su ejemplo de humildad, amor y sacrificio.
Dora, una bloguera sobre temas de moda que contaba con varios miles de seguidores, era harina de otro costal. Vivía y moría –casi que literalmente– con cada tuit o cada ‘posting’ en el que la mencionaran. Un comentario adverso en las redes sociales podría llevarla a una depresión. De la misma forma, cuando lograba superar alguna meta en número de seguidores estallaba en una euforia imparable que la conducía, irremediablemente, a reventar la tarjeta de crédito y arrasar con las últimas colecciones en las tiendas más caras. La sobriedad y el ejemplo de frugalidad de su marido no servían de nada. A pesar de ser tan distintos, Evelio la amaba.
Evelio quería un hijo. Sentía, cada vez con más desasosiego, que el abismo que existía entre sus caminos profesionales acabaría por distanciarlos tanto que ya no tendrían nada en común. Tomó la iniciativa y se lo dijo a Dora. En su usual desparpajo, le contestó: “Evel, amor, te chiflaste, ¿a qué horas vamos a lidiar con un bebé?”, y pasó a relatarle cómo una marca elegante la había escogido para que los promocionara en las redes. No demoró mucho en cambiar de opinión. Tener un bebé le permitiría innovar. Abrir un nuevo capítulo en su blog y reinventarse en el rol de mamá ante sus seguidores.
Evelio recordaba con precisión el día que Dora se marchó. Se fue tres días después del chequeo médico del primer año de los gemelos. No dijo una palabra. Ella enmudeció con el diagnóstico que les dieron sobre los bebés: insuficiencia renal crónica degenerativa e irreversible. Empacó y se marcho llorando a mares. De eso hace siete años.
Él crio a esos muchachitos con abnegación y la ayuda de su ‘hermanita menor’ –en realidad, bastante mayor que Evelio– que contaba con la experiencia de haber levantado, sanos y bien educados, a cuatro ‘pelaos’. Sus sueños de gran empresario quedaron truncados porque no podía correr el riesgo de quedarse sin ingresos y que los avatares propios de la vida independiente le impidieran hacerse cargo de los costosos procedimientos terapéuticos de sus niños.
Llegó, otra vez, el temido chequeo de fin de año. Mediante pruebas exhaustivas se determinaba cuál era el avance del desarreglo que silenciosamente venía destruyendo los riñones de los ‘pelafustanes’, como les decía. El médico –gran amigo de la familia– le dio a Evelio la mala noticia. Los muchachos no llegarían a Navidad. Solo el trasplante de un riñón proveniente de alguien con una muy estrecha relación genética podría salvarlos. Pensó en Dora. Por primera vez se arrepintió de no haberla buscado antes. Ahora su obsesión era encontrarla.
Usó todos los métodos posibles, en especial las redes sociales. Escudriñó en Facebook, Instagram, Wikimujeres, en cuanto buscador y servicio existían; les preguntó a parientes de ella sobre su ubicación; buscó en los reportes policiales; nada, era como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.
Ella, finalmente, recibió el mensaje de urgencia unos días antes de Navidad. Como pudo, logró llegar al que había sido su hogar. Encontró a sus dos hijos a carcajadas correteándose por la sala y tratando de descubrir qué contenían los paquetes debajo del árbol. Preguntó a su cuñada si no era la hora de la diálisis. “No, Dora, ya no la requieren”. Dónde está Evelio, indagó. “Evelio murió, hace unas semanas. Los niños saben que él fue al cielo a buscar un milagro para ellos. Llegaste tarde”.
GABRIEL SILVA LUJÁN
Gabriel Silva Luján
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