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El poderoso encanto de lo tangible

Las cosas son evocaciones estéticas y de emociones, de dolores, tragedias, derrotas y victorias.

Debo confesar mi inmensa pasión por lo tangible. Y la fuerza tan profunda que los objetos materiales generan. No hago referencia –como es obvio para alguien que lleva décadas vistiéndose de Aturo Calle– a la falsa alegría de poseer aquello que manda la moda o el símbolo marcario de turno. Es mucho más poderoso.
Una bola de piquis de esas multicolores o, mejor aún, una mara –palabra que usábamos para describir en la adolescencia a las niñas más hembras– conecta lo material, unas pequeñas esferas de vidrio de cinco centavos, con la trascendencia existencial de una generación, de una sociedad, de una historia individual y colectiva.
Ese es el poder de lo tangible. Quienes creemos que lo material y su preservación son decisivos para comprender la esencia de la humanidad tuvimos un banquete –literalmente– con la serie ‘Una historia de la humanidad en 100 objetos’, de Neil McGregor, director del Museo Británico, quien, usando piezas de la colección de dicho museo, ilustra la evolución humana en los últimos 2 millones de años. Más asombroso aún es que la hizo por la radio de la BBC. Se requiere mucho para que a viva voz uno sea capaz de transmitir verbalmente a la audiencia la magnitud del significado de una cosa.
Las cosas importan, y mucho. Las cosas son evocaciones estéticas y de emociones, de dolores, tragedias, derrotas y victorias. No en vano el M-19 se robó la espada de Bolívar, el gran símbolo de la gesta independentista del Libertador. No en vano los nazis saquearon y se apropiaron del arte de Europa para tratar de darse un aura de supremacía cultural. No en vano un multimillonario japonés pagó recientemente 110 millones de dólares por una obra de Jean-Michel Basquiat.
Gracias al poder irresistible que ejercen los objetos existimos los coleccionistas de cosas grandes y pequeñas, baratas y caras, y también de pendejadas. Queremos apoderarnos, absorber existencialmente eso que encierra la aparente banalidad y lo efímero de lo material. Es una vanidad asociada al deseo de inmortalidad. Son cosas que, en su mayoría, tienen un diálogo con uno mismo.
La sensualidad de acariciar un bronce de Morales u observar por un microscopio de mediados del siglo XIX o detallar las serpientes que definen los brazos de una silla de cerámica de la cultura Tolima se podría definir como un orgasmo cultural. La casa de Gustavo Gómez –la cual no conozco– y la mía se deben de parecer mucho. Libros, discos, objetos, estampillas regados por todas partes.
Además, nos toca lidiar con nuestras mujeres, que en su practicidad se desesperan por no saber qué hacer con todas esas cosas, que para ellas bordean la definición de basura inservible. Pocas mujeres están en el panteón de los coleccionistas porque ellas no gastan plata en objetos innecesarios o ridiculeces, como hacemos nosotros. Una primera edición de ‘Tintín’ de los años 20 es claramente menos importante que mercar o comprar pañales. Gracias a Dios existen ellas, o a los coleccionistas nos encerrarían en una clínica siquiátrica.
La importancia de los objetos –la manifestación tangible de la cultura– está amenazada al mismo tiempo por la destrucción a cargo de los extremismos religiosos y por la incontenible virtualización de la cultura, que vuelve intangible y digital la materialidad de las cosas. Y nada reemplaza el tocar, el ver, el sentir. Las cosas no solo hablan, también dialogan. Pero como con las personas, tienen que estar ahí, al alcance de la mano.
Dictum. Cristo es una importante adición a la lucha por la paz. Si el liberalismo quiere tener relevancia, más vale hacer consulta interna y no entregarse a las maquinaciones usuales.
GABRIEL SILVA LUJÁN
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