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Falta mucho pelo pa’ moña

El Gobierno se debe esforzar más en una política pública de educación superior para la equidad.

Francisco Cajiao
Este dicho parece mandado hacer para describir la pretensión de que Ser Pilo Paga sea política pública. Es como si apoyar 50 deportistas para ir a unos juegos olímpicos fuera la política pública para el deporte, o asignar una partida enorme para tapar goteras de algunas instituciones educativas se convirtiera en la política de infraestructura educativa.
Los problemas de la educación superior son más complejos y no se reducen a mejorar las cifras de cobertura en un par de dígitos. De nada sirve registrar más matriculados en el sistema si luego el aparato productivo no los incorpora a la fuerza laboral. Tampoco es claro si los estándares de calidad que hoy se aplican de manera homogénea a toda clase de instituciones son los más pertinentes, teniendo en cuenta que elevan significativamente los costos que el Estado no reconoce a las universidades públicas y los estudiantes no pueden pagar en las privadas.
La calidad, desde luego, es un requisito esencial para asegurar que un profesional pueda desempeñarse con éxito en aquello para lo cual se preparó. Pero esa calidad tiene un costo importante, pues como está definida depende de la alta titulación de los profesores, de las inversiones en infraestructura y de la tecnología y la producción intelectual de altísimo nivel. Así, la única alternativa es una inversión del Estado, grande y sostenida, en por lo menos una década.
Ser Pilo Paga ha sido un programa de gobierno interesante. Su espíritu es bueno al reconocer que en los sectores más pobres y lejanos hay mucho talento que debe ser estimulado. Pero no alcanza para premiar todo el talento que hay, así que se vuelve excesivamente selectivo y, por tanto, excluyente. Exclusión que no es por sí misma perversa, como no lo es participar en un concurso millonario de televisión, pero suficiente para poner en duda su carácter de política pública universal. Entre otras cosas, porque las pruebas Saber, siendo muy valiosas, son incapaces de medir talento, iniciativa, creatividad o liderazgo.
El programa es costosísimo, porque ofrece al ganador la oportunidad de elegir el premio, que incluye ir a las universidades privadas de matrículas más altas. Desde luego, los jóvenes –inteligentes como son– eligen la mejor opción, teniendo en cuenta no solo la calidad, que se supone homogénea, si es que la acreditación institucional tiene algún valor objetivo, sino la promesa de movilidad social implícita en el acceso a las universidades privadas de más alto costo.
Aún es pronto para saber si esa promesa de valor se cumple, o si las élites económicas son impermeables a la capacidad intelectual. Eso se conocerá en cuatro o cinco años haciendo el seguimiento de egresados.
La Ley 30 de 1992 requiere revisiones profundas, pues la realidad ha desbordado los límites de la norma. Ya no es clara la diferencia entre universidades e instituciones universitarias. No se sabe para qué son los registros calificados si no son garantía de calidad. No se sabe bien por qué todas las universidades deben publicar en revistas indexadas internacionales. No es claro si el Sena es o no una institución de educación superior. Se quedó en veremos el sistema de educación terciaria. No sabemos la diferencia entre un técnico profesional, un tecnólogo y un técnico laboral. Hay una desfinanciación de las universidades públicas y problemas de gobernabilidad en muchas de ellas. Mientras tanto, los empresarios dicen que no se está formando la gente que necesita el aparato productivo.
El Gobierno tendría que pensar que si ha de llevar al Congreso una política pública de educación superior para la equidad, tendría que esforzarse un poquito más. Y los candidatos a la presidencia podrán incluir en sus promesas nuevas modalidades de este programa, con ingredientes que corrijan errores, para someterlo al voto de los electores.
FRANCISCO CAJIAO
fcajiao11@gmail.com
Francisco Cajiao
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