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Época de predicadores

La humanidad parece no poder prescindir de profetas, políticos y charlatanes que ofrecen paraísos.

Algo de lo cual la humanidad parece no poder prescindir es de todos esos profetas, predicadores, políticos y charlatanes que desde que los pueblos tienen memoria cumplen la función de difundir mensajes y ofrecer paraísos a quien se les pase por el frente.
No tengo idea de cómo funcionarían aquellos que convencieron durante milenios a los egipcios de que el faraón era dios y la felicidad colectiva dependía de sus designios insondables, que incluían hacer enormes pirámides que servían como último refugio para sus restos. Conocemos más, por nuestra tradición bíblica, de los métodos pedagógicos de los profetas que hablaban en nombre de Yahvé combinando hábilmente el mensaje del amor con el del terror. Ese Dios bíblico era terrible, siempre ponía pruebas extremas a quienes amaba: a Abraham le pidió que acuchillara a su único hijo en un altar; al pobre y temeroso Moisés lo mandó sacrificar a todos los primogénitos egipcios, y por un pequeño desliz no le permitió llegar a la tierra prometida; a Saulo lo tumbó del caballo y lo dejó ciego... para solo poner unos ejemplos.
Durante siglos se contaron las mismas historias antes de que quedaran escritas en los libros sagrados, y quienes las narraban, fueran grandes sacerdotes, gobernantes o cuenteros, las supieron usar para crear un sentimiento de unidad y obediencia a quienes estuvieran en el poder político o religioso, que en muchos pueblos fue y sigue siendo lo mismo: la clave de su grandeza y, con frecuencia, de su desgracia.
Más tarde, los griegos y los romanos inventaron la política y con ella, a los políticos que comenzaron a hacer lo mismo que hacían los otros predicadores, ya no en los templos, sino en el ágora ateniense o en el Senado romano, investidos por sus conciudadanos del derecho a fabricar verdades y convertirlas en leyes para la felicidad pública. Antes, por supuesto, debían predicar sus fantasías, convertir a los escépticos, conquistar el voto, que es el gran hallazgo de la democracia. Aunque en estas sociedades que sentaron las bases de nuestra cultura occidental había decenas de divinidades, parecería que su especialidad no era la de hacer promesas de vida eterna, así que ese oficio poco divino se lo dejaban a la gente. Justo en ese ambiente surgieron los demagogos que tanto fastidiaban a Aristóteles, por mentirosos.
Aunque el tema es fascinante, no hace falta ser exhaustivo para constatar que en este aspecto nada ha cambiado. En época de Semana Santa y campaña electoral, los predicadores están desbordados, cada uno con su verdad propia, con su dogma debajo del brazo, con todos los trucos de la modernidad a su alcance: la publicidad, las redes sociales, las plazas, las iglesias, la radio, la televisión, las tertulias familiares, las tiendas, los bares. Y vemos en los noticieros que la humanidad está siempre ocupada en esto: los independentistas catalanes, los del brexit, los del Estado Islámico, los de Putin, los de Duque, los de Petro, los de Trump.
Cada quien sabe dogmáticamente cómo podemos ser felices todos los demás, cada uno tiene claridad sobre lo que debemos creer para ir al cielo, para acabar con la pobreza, para que haya justicia, para enterrar de una vez por todas la corrupción y la impunidad.
En los escenarios donde predican siempre hay alguien detrás: un jefe, una fotografía gigante, una escultura, un texto o un fantasma que nos recuerda que cada frase y cada promesa deben ser calibradas cuidadosamente para no ser engañados una vez más. Que quien ofrece legalidad no tenga atrás a quienes han violado la ley, que quien ofrece austeridad no viva como un príncipe, que quien promueve la limpieza no tenga las manos sucias y quien predica la vida no haya sido un ángel exterminador. Ante tantos mensajes verdaderos y contradictorios, solo nos quedan el escepticismo sensato y el ejercicio de la razón.
FRANCISCO CAJIAO
fcajiao11@gmail.com
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