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El todo y las partes

No cabe duda de que ha llegado el momento de una reforma profunda de la Ley 30.

Francisco Cajiao
Ya Aristóteles tenía claro que el todo es más que la suma de sus partes, y este principio se aplica de manera muy precisa a la educación. Por eso resolver el problema de la educación superior no implica que de inmediato tendremos un mejor sistema educativo en Colombia.
Ha sido muy importante la movilización de los estudiantes a lo largo de este mes, y, aunque todavía no hay noticias claras sobre el resultado de la negociación con el Gobierno, sería deseable continuar con las actividades académicas antes de concluir el año, pues no tiene sentido reclamar grandes sumas de dinero para luego tirarlas al caño, como sucedería si se cancela el semestre. Eso, por supuesto, no impide que se continúen las conversaciones, dándoles un alcance que supere los asuntos coyunturales.
No cabe duda de que ha llegado el momento de una reforma profunda de la Ley 30, que tiene más de un cuarto de siglo, en el que los cambios tecnológicos, sociales y culturales han sido enormes. Colombia diseñó un sistema de educación superior que apenas compensaba los mínimos de un país que aún no se imaginaba (como tampoco es capaz de hacerlo ahora) un destino de modernidad. Para poner solo un ejemplo, en 1992, año de la ley, no se había establecido internet en Colombia (Cetcol apareció en 1994), y, por lo tanto, era imposible calcular las inversiones que se requerirían en sistemas y telecomunicaciones.
La discusión sobre lo esencial no puede concluirse en un par de semanas ni de meses, pero, sobre todo, no puede abordarse sin mirar qué ocurre con el resto del sistema educativo. Más de la mitad de los cuantiosos recursos que demanda una educación universitaria de buena calidad se pierden, pues la tasa de deserción sigue rondando el 50 por ciento y la de graduación no llega al 40 por ciento en algunos casos. Y esto sucede también en las instituciones públicas.
Se trata de un fenómeno complejo relacionado con factores socioeconómicos, pero, en muy alto grado, con problemas que provienen de la educación básica. Basta ver los resultados de las pruebas nacionales e internacionales en relación con capacidad de leer y escribir, pensamiento matemático y pensamiento científico. Desde la primera infancia se cultivan las capacidades, actitudes y el gusto por el conocimiento, la ciencia, el compromiso de desarrollar soluciones para mejorar la vida individual y colectiva. Si allí los niños se limitan a obedecer, estar quietos y repetir incansablemente contenidos triviales y rutinas de sumisión, sería imposible que mágicamente se conviertan en talentos productivos a los 15 años.
Esto lo saben de sobra los países más desarrollados del mundo, y por eso abordaron reformas educativas verdaderamente audaces, mientras que nosotros seguimos poniendo pequeños y conflictivos parches sin orientación precisa. Está bien hablar, por ejemplo, de jornada única, pero es ingenuo esperar de ella resultados si no hay un currículo que marque el norte. No en vano, la Unesco define el currículo como un acuerdo político y no como una malla de asignaturas y contenidos inconexos y sin significado alguno.
Nadie mejor que la actual ministra de Educación, a quien la urgencia no le ha dado tiempo para ocuparse de lo importante –que conoce muy bien–, para abordar en su conjunto la discusión sobre un sistema educativo que no es más que un archipiélago de subsistemas que no se comunican ni se alimentan. Los maestros son producto de las universidades, los estudiantes de primaria alimentan la educación secundaria, las vocaciones del futuro se maduran desde la primera adolescencia, la participación ciudadana comienza en el gobierno escolar, y la salud de los niños se inicia antes del parto.
Necesitamos encontrar salidas para los problemas inmediatos de la educación superior, pero las soluciones reales no se conseguirán sin articular los mil pedazos de nuestra educación en un todo coherente.
fcajiao@gmail.com
Francisco Cajiao
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