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Cuando la muerte llega así...

En el momento de perder un amigo, filosofar sobre la muerte no es posible.

A mis 74 años me confronto cada vez más con la muerte de los amigos y de las amigas que se fueron antes que uno. Y es cuando pensar en la vida se transforma en pensar en la muerte y, entonces, en reconocer la densidad y riqueza del ayer y lo frágil y precario del mañana. Sí, lo frágil y precario del mañana, e incluso del hoy. Y al mismo tiempo, la riqueza de la amistad y lo doloroso cuando esta partida se instala irremediablemente y para siempre en los recuerdos de lo vivido. Lo vivido sin más mañana.
Lo extraño es que nadie nos prepara para esto, cuando justamente son eventos profundamente ligados a la vida e imposibles de evadir. Y mucho menos cuando la muerte llega así, casi de repente, recordándonos que es otra versión de la vida, una vida que se nutre de ella. Pero en el momento de perder un amigo, filosofar sobre la muerte no es posible, o por lo menos es muy difícil. Es necesario primero domar el dolor, dormir el dolor y pedirle calma para entonces poder pensar en la muerte, en la muerte de los y las que más uno ha querido y, claro, en la muerte de una.

A veces pienso que los que se van deberían partir con sus objetos entrañables y no dejarnos esta tarea inaplazable de decidir lo que se va y lo que se queda.

Y sí, acabo de perder un muy querido amigo que me remite a casi 40 años de amistad, cuando nos encontramos en la U. Nacional, yo recién desempacada de este París del final de los años 60 y él, unos años más tarde, recién llegado de la Universidad de Lovaina. Muy rápidamente, una especie de complicidad se instaló entre nosotros. Quizás porque compartíamos el mismo lenguaje, y no me refiero al español, que aún yo hablaba muy mal, ni al francés, que tratábamos de evitar, sino a este lenguaje tal vez más universal que nos permitía compartir ideas sobre el conocimiento –me acuerdo de largas sesiones de debates sobre los obstáculos epistemológicos de Bachelard–, sobre el papel de una universidad como la nuestra en los profundos cambios que necesitaba el país, sobre el poco compromiso de la psicología con las urgencias del momento, sobre Freud y Lacan y mis aún tímidas protestas por la ausencia de las voces de las mujeres en la revolución permanente de la cual nos reclamábamos en ese momento.
Y la plaza Che, y el jardín de Freud, y las marchas, y los miles de horribles tintos de las cafeterías, y las escapadas de los viernes por la tarde en las cálidas aguas termales de Machetá, donde elaborábamos las más bellas teorías de psicología a partir del ocio y de la felicidad. Y luego me pregunto cómo organizar las memorias, los objetos y las interminables bibliotecas de psicología que dejan atrás como testigos mudos de una vida dedicada a la docencia y al conocimiento. A veces pienso que los que se van deberían partir con sus objetos entrañables y no dejarnos esta tarea inaplazable de decidir lo que se va y lo que se queda.
Ya hace unos años se había ido otro querido amigo mío, también de la universidad, y no me acostumbro; claro, no sé si hay que acostumbrase. Además, no tengo un camino para interpretar la muerte. Un camino como puede existir para los wayús, que añoran a sus muertos en Jepira, allá arriba, donde termina el país y comienza el mar, en el cabo de la Vela.
Para mí, asumir los duelos es un ejercicio difícil porque se resume en aceptar que las funerarias y los cementerios se volverán lugares frecuentes de visita y que las despedidas superarán de lejos los nuevos encuentros. Y entonces una infinita tristeza se instala irremediablemente en los meandros de la vida.
Nota: acababa de escribir esta columna cuando llegó la tragedia de Mocoa, y pienso en las irreparables pérdidas de tanta gente que también va a tener que domar y calmar el dolor para lograr volver a encontrar un futuro posible y rehacer sus vidas.
FLORENCE THOMAS
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad
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