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Qué es la ética

Inculcar la ética es algo que reclama la sociedad, pues la carencia de ella facilita la corrupción.

En una de mis columnas llamaba la atención sobre la necesidad y conveniencia de que se enfilaran baterías hacia las escuelas formadoras de abogados, con el fin de que se enseñara la ética profesional, tal como lo establece el Decreto Ley 80 de 1980. Posteriormente, el ministro de Justicia recomendó la misma estrategia, con miras a evitar la corrupción del sector.
Por su parte, mi amigo, el profesor Moisés Wasserman, en columna titulada ‘¿Enseñar ética?’, considera que ese es un imposible fáctico. “No sé de dónde sacó el ministro –dice– que se puede enseñar ética”. Y añade: “No se enseña ética, así como un curso de apreciación musical no forma ejecutantes virtuosos. Para ser virtuosos hay que tocar violín, para ser ético hay que hacer ética”.
Poniéndoles atención a estas frases del profesor Wasserman, salta a la vista que son juicios peregrinos. Esto de que “para ser ético hay que hacer ética” no es un buen recurso para demostrar que esa materia no se puede enseñar, pues para hacer algo bien hay que haberlo aprendido. Recuérdese que la ética no se hace, se piensa. Ergo, para aquel que no ha aprendido ética le será difícil discernir éticamente.

Si la conciencia está supeditada a nuestra inteligencia, esta es susceptible de ser educada, de ser ejercitada para hacer el bien.

En la década de los 60, un prohombre de las ciencias jurídicas, el maestro Abel Naranjo Villegas, enseñaba ética en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. Conservo la pequeña joya que publicó en 1968 con el título de ‘Disertaciones sobre ética’. En la introducción advierte que toda ética propone imperativamente lo que debe ser, es decir, lo que es bueno. Lo que se denomina ética profesional –añade– es la aplicación de un determinado sistema ético a los diversos actos posibles en una profesión u oficio, advirtiendo que ese sistema es como un plano que permite llegar a un sitio determinado, sin extraviarse. Me imagino que esas lecciones de ética contribuyeron a que muchas generaciones de abogados ejercieran su profesión pensando en “lo que debe ser”, actuando bajo el mandato de lo correcto, de lo ético.
Los que hemos trajinado en el campo de la ética sabemos que existe una corriente nihilista que niega la posibilidad de enseñar la materia. No obstante, en la práctica, inculcar la ética es algo que reclama la sociedad, pues la carencia de ella facilita el extravío, la corrupción. Bien se advierte que la sociedad actual padece de penuria ética.
Es bueno contarles a mis lectores que el éthos es el sitio donde nos refugiamos para rumiar nuestras intenciones, para asumir determinaciones. Ese lugar es nuestra conciencia. Pese a que aún no se ha podido identificar su ubicación en el cerebro, lo cierto es que es en él donde se aloja. Según el filósofo contemporáneo Varga, la conciencia no es un ente misterioso; es sencillamente nuestro propio entendimiento en cuanto se ocupa de juzgar la rectitud o malicia de una acción. En otras palabras, para que nuestra conducta sea completamente moral debe haber sido sometida al juicio de la conciencia. Obrar así –afirmaba Aristóteles– es actuar conforme a la recta razón.
Si la conciencia está supeditada a nuestra inteligencia, esta es susceptible de ser educada, de ser ejercitada para hacer el bien. El actuar ético no es un asunto de pálpito ni de iluminación divina, sino que está sujeto a enseñanzas y a normas de conducta. Siendo así, el comportamiento correcto, bueno, es producto del ingrediente aportado por la conciencia y del ingrediente (leyes y normas) aportado por la sociedad, llámese Estado, Iglesia, gremios profesionales. Si actuamos solo de acuerdo con disposiciones externas, más por miedo al castigo que por repulsa a las malas acciones, nuestro proceder carece de la esencia ética.
En resumen, creo que la ética sí se puede y se debe enseñar.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES
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