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Desafío para las universidades

Hay otro asunto más delicado: el derivado de la asombrosa revolución tecnológica.

EL TIEMPO registró en su momento que la ministra de Educación, María Victoria Angulo, había estallado en llanto tras lograr un acuerdo con los estudiantes. No era para menos, pues tal final feliz estuvo precedido de 16 agotadoras reuniones. Como resultado, la educación pública superior recibirá algo más de 4,5 billones de pesos en los próximos cuatro años. Bien por el Gobierno, bien por los estudiantes.
El movimiento que lideraron estos jóvenes tiene similitud con el que adelantaron los llamados ‘chalecos amarillos’ hace poco en Francia. Fueron insistentes y no estuvieron solos. Los acompañaron la sociedad y los saboteadores infiltrados de extrema derecha y extrema izquierda –a los que el filósofo francés Bernard-Henri Lévy llama “camisas pardas”–, que desdibujaron el movimiento con actos violentos contra vehículos públicos, monumentos y tiendas, y perjudicaron a la ciudadanía en general. Tanto allá como acá, fue necesario que el presidente de la república escuchara a los descontentos.
Sin embargo, con esta batalla no se ganó la guerra, pues continuará en otros frentes. Quiero decir que, además del problema financiero de las universidades –públicas y algunas privadas–, hay otro asunto más delicado y de mayores implicaciones: el derivado de la asombrosa revolución tecnológica, cuyos desafíos son verdaderamente preocupantes.
En la mayoría de las universidades privadas, la reducción de matrículas se acentúa cada semestre, lo cual motiva justificada alarma. Quizás la incierta situación financiera del país esté incidiendo en la aparición de dicho fenómeno. Lo que sí es seguro es que existen otros factores –al igual que ocurre en casi todos los países– causantes de incertidumbre acerca del futuro de las profesiones.
Hoy, ya se evidencia reducción de la demanda laboral en algunos campos, acompañada de irrisorias remuneraciones. Muchos jóvenes prefieren las carreras tecnológicas a las tradicionales. Por eso, a la disminución de matrículas se suma la deserción, asunto tratado recientemente en estas páginas por el exrector Carlos Angulo Galvis.
En su libro ‘La cuarta revolución industrial’, el economista alemán Klaus Schwab presagia que “antes de lo que muchos prevén, el trabajo de profesiones tan diversas como abogados, analistas financieros, médicos, periodistas, contadores, aseguradores o bibliotecarios podría ser parcial o totalmente automatizado”.
Por su parte, el historiador del futuro Yuval Noah Harari, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en su última magistral obra, ‘21 lecciones para el siglo XXI’, despierta perplejidad al describir lo que debe esperarse en el campo de la educación en las décadas que se avecinan. Afirma, por ejemplo, que muchas de las cosas que los chicos aprenden hoy serán inútiles en 2050. Recogiendo el pensamiento de varios connotados pedagogos, concluye que las escuelas deberían dedicarse a enseñar las cuatro ces: pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad. Según él, todo hace suponer que cambiar de profesión cada década será una necesidad, para lo cual los profesores actuales carecen de la flexibilidad mental que el siglo XXI exige, dado que son producto de un sistema educativo caduco.
Como complemento de lo anterior, cito al reconocido periodista argentino Andrés Oppenheimer (‘¡Sálvese quien pueda!’), quien también vislumbra que las universidades corren el peligro de volverse irrelevantes, sobre todo si solo ofrecen programas de carreras tradicionales. Además, la mayor parte de las clases presenciales irán siendo remplazadas por cursos en línea. Entonces, los estudiantes no tendrán que asistir a la universidad, no tendrán que pagar costosas matrículas y podrán educarse a través de plataformas independientes.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES
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