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Vuelas

Era el sueño, sí, no lo niegues. Es un buen momento para olvidarse de casi todo para entregarse.

Estás atrapado a no sé cuántos miles de pies de altura. Da lo mismo: miras por la ventanilla, y el mundo que conoces está abajo, muy abajo, lejos, muy lejos. Te has desprendido de ese mundo que te da seguridad, y recuerdas al amigo incrédulo y desafiante que sin embargo se declaraba ateo de tierra firme. Solo de tierra firme.
Sientes un movimiento, un pequeño salto, y piensas en tus hijos. Pero no avanzas en la elaboración de tu miedo. No alcanzas a imaginar cómo les darían la noticia de la desgracia, porque todo vuelve pronto a la normalidad y sigues flotando en esos copos enormes que, en todo caso, no son de algodón.
Juegas a adivinar a qué corresponde aquel parche que es de un verde más intenso que todos los demás verdes. Juegas a recorrer con tus ojos ese camino que se pierde entre ese bosque que tal vez está allí desde siempre, que nadie sembró, que nadie riega, que nadie cuida, que no necesita del hombre para existir ni para llamar la atención.
De repente descubres un pequeño hilo de agua: una serpiente larga y delgada que se mueve a su antojo entre los verdes. Caprichosa.
Como un contorsionista, sostienes la taza de café en una mano, y con el dedo pulgar de la otra marcas la página en la que vas. Con la pierna izquierda tratas de elevar un poco esa mesa desplegable que ha perdido el apoyo. Con el pie derecho empujas el maletín cada vez que se rueda bajo la silla de aquel desconocido que ocupa el puesto de adelante y se ha reclinado mucho más de lo que quisieras.
Quizás te venza el sueño en algún momento, aunque siempre has dicho que te cuesta mucho dormir en los aviones. Has leído tres veces la misma página del libro de Harari. Has estado a punto de soltar el libro en ese instante largo en el que los ojos se te cerraron mucho más tiempo que el que utilizas para parpadear. Era el sueño, sí, no lo niegues. Es un buen momento para olvidarse de casi todo para entregarse.
Cuando anuncian que están próximos a aterrizar piensas que, a la larga, el tiempo se pasó de prisa. No importa la suma de horas que llevas sobre la espalda. Anticipas el olor de la humedad que bañará tu piel apenas abran la puerta del avión. Sueñas con esa calle empedrada que quedó allí como un testigo de otros tiempos y muy pronto volverás a recorrer, de vuelta a esa tierra que te acoge como un útero y te devuelve la tranquilidad.
FERNANDO QUIROZ
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