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Paz ética, sí; patética, no

La bancarrota ética es el primer obstáculo de la Colombia pos-Habana.

La bancarrota ética es el primer obstáculo de la Colombia pos-Habana. Una ética que no es patrimonio exclusivo de los moralistas, ni monopolio de las religiones ni de los radicalismos ideológicos. Que sigue vigente y no debe ser motivo público de vanagloria. Pero que escasea, sobre todo aquella que es pública y se echa de menos en el manejo del Estado.
En nuestra lucha diaria por la consolidación democrática del país, la elevación de los estándares éticos de la política es la llave maestra. Solo la ética puede ennoblecer la calidad de la política y devolverle la majestad y el pudor a su ejercicio. Porque los valores éticos son incluso el fundamento de la eficiencia de la democracia como sistema político, y los liderazgos éticos son los llamados a apoderarse de la política. Eso lo dicen las encuestas a nivel global en relación con lo que piensa la generación de los millennials.
En los últimos años se ha intentado cambiar la narrativa para ponerle el sello de la responsabilidad, la probidad, la rendición de cuentas y la transparencia a lo público. Pero, como bien recordaba en estas páginas el exfiscal Gómez Méndez, el énfasis ha sido excesivo en el cambio de normas. Muy poca enseñanza de ética pública, poca prevención y una obsesión en un derecho penal soslayado por la impunidad y la cultura de la ilegalidad.
El rechazo moral y social es tan importante como la aplicación de la justicia. La llamada institucionalidad informal ha corrido la frontera ética para diversos comportamientos que son, para unos, prácticas políticas comunes, o prácticas comerciales atrevidas para otros. Para estos últimos, la corrupción es un asunto ajeno al sector privado, propio de las alcantarillas de la política. Tal vez por ello la corrupción nos está robando la identidad a los colombianos, como lo afirmó un exalcalde de Palermo respecto de la mafia italiana, en pleno auge de la Cosa Nostra.
La mala política se reproduce y engendra malos políticos. Porque lo grave es que esos pozos sépticos donde se ejerce la política como empresa con ánimo de lucro producen instituciones, leyes y malas políticas. Y ello explica la reacción cultural a esas normas, porque, como ha dicho Savater, “si las normas están hechas para beneficiar a unos pocos, todo el mundo se apresura a transgredirlas”.
La dignidad de la persona humana como objetivo de la política hace de la democracia un imperativo, porque la promoción, garantía y protección de los derechos humanos son el fundamento ético de la democracia. La ética de la libertad, por ejemplo, demanda que cada ciudadano esté protegido frente a la arbitrariedad y tenga acceso a un sistema judicial independiente, eficiente y probo.
La corrupción distorsiona la asignación de recursos y los incentivos dentro de la sociedad, resquebraja la fibra social y mina los soportes morales de la sociedad. La corrupción mata más que la guerra y es droga maldita que alucina a un ejército de avivatos beneficiarios de un Estado incapaz de derrotarlos. Es además el más oneroso de los impuestos. En un país en paz, derrotar la corrupción es un imperativo para combatir la pobreza.
Un grupo guerrillero que renuncia al explosivo coctel de las armas y la política le debe apostar a la ética de la paz como fundamento de su acción política. Si la paz es entendida como expresión superior del respeto por los otros, es imperioso revivir los valores éticos de la sociedad, que hoy lucen fosilizados. Necesitamos una paz ética, no una paz patética en la que los corruptos sigan reinando.
No hay derecho. La lucha valiente del gobernador encargado de La Guajira, Jorge Enrique Vélez, no puede ser una hazaña épica de un héroe aislado. Allí deben estar el Estado y la sociedad entera, respaldándolo.
Fernando Carrillo Flórez
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