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Soñar con la primavera

Los valores de la primavera solo pueden apreciarse después de haber sufrido los rigores del invierno

El inicio de la primavera es el título de una hermosa novela escrita por Penelope Fitzgerald. La he leído mientras añoraba días primaverales al final de un largo, frío y oscuro invierno que parecía eterno. Hay quizás novelas más primaverales. Su misma autora escribió su primer libro a los sesenta años de edad, lejos de lo que llaman la ‘primavera de la vida’, o quizás en la primavera de su propia vida.
Primavera. La sola palabra, inspiradora de poemas, evoca alegría. “Doña Primavera, / de aliento fecundo, / se ríe de todas / las penas del mundo”, escribió Gabriela Mistral.
¿Por qué se aprecia tanto la primavera?
La pregunta parece banal. No lo debe ser para quienes nacimos en el trópico, donde la primavera era apenas una noción de texto escolar.
Recuerdo mis clases de geografía sobre aquellas estaciones, tan ajenas como inexistentes, en la línea ecuatorial. Con algo de imaginación hubiese sido más instructivo enseñarlas de manos de Cervantes: “La primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua”.
En el trópico, en épocas cuando los colombianos viajeros por el mundo escaseaban, era necesario hacer enormes esfuerzos para poder apreciar el valor de la primavera. A través quizás de tarjetas postales, en las que además el invierno se retrataba con frecuencia en los encantos equívocamente angelicales de la nieve.

Algunas sociedades parecen inmersas en inviernos eternos, soñando eternamente con la primavera. Y el mundo todo parece a ratos condenado a vivir para siempre bajo el signo cíclico de las estaciones.

De paso, las estaciones se asociaban casi siempre con países ricos y desarrollados. Es posible que los distintos ritmos del tiempo que los cambios de estaciones imponen a la vida cotidiana hubiesen condicionado actitudes frente al trabajo, hábitos de acumulación y emprendimiento.
Pero hay también algo muy cíclico en las estaciones que parecería chocar con la misma idea de progreso, esa “rueda continua” a la que alude Cervantes, tras la que “sola la vida humana corre a su fin ligera más que el viento”. Frente al ocaso del otoño, Rubén Darío invitó a soñar en su famoso poema: “Y de nuestra carne ligera / imaginar siempre un Edén / sin pensar que la Primavera / y la carne acaban también”.
En verdad, los valores de la primavera solo pueden apreciarse después de haber sufrido los rigores del invierno. Mientras más duro es este, más gozamos aquella. Un invierno miserable alimenta como pocos las ilusiones de un rayo de sol, del aire fresco y cálido, de una naturaleza alegre y colorida, nostalgias del trópico bendecido por la falta de estaciones.
Algo similar ocurre en la trayectoria de las sociedades. Aunque algunas sociedades parecen inmersas en inviernos eternos, soñando eternamente con la primavera. Y el mundo todo parece a ratos condenado a vivir para siempre bajo el signo cíclico de las estaciones.
La novela de Penelope Fitzgerald se abre en un mes de marzo, que marca el inicio de la primavera. Pero abre con un relato nada primaveral: tres niños abandonados por su madre en una estación de tren. La historia que sigue transcurre en buena parte en otras estaciones del año: un aborto espontáneo en caluroso verano; el arribo a Moscú en la “muerte del invierno”; los ardores del otoño, que anticipan el cierre de puertas y ventanas, selladas hasta la primavera.
Poco a poco, sin embargo, aparecen señales de primavera. Para Frank, el protagonista de la novela, la señal más inequívoca era una “voz de protesta”, la del agua que irrumpía al deshacerse el hielo invernal convertido ahora en arroyos de vida. Pronto, las casas, enmudecidas desde el otoño, se abren a los ruidos callejeros.
“Es todavía invierno”, dice uno. “Es casi primavera”, responde otra voz esperanzadora.
EDUARDO POSADA CARBÓ
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