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1853

La Constitución de 1853 fue profundamente innovadora, logró verdaderas conquistas hoy ignoradas. 

A un lado del University Parks, en Oxford, como escondida por mucho tiempo, la enorme puerta de hierro ganó de pronto visibilidad. Y con ella se hicieron visibles los números que ocupan el centro del enrejado: 1853. ¿El año de su diseño? No lo sé. Parece ser la fecha en que la universidad comenzó a negociar los terrenos hoy ocupados por el parque.
Al descubrirla sorprendido la semana pasada, en uno de mis recorridos diarios en bicicleta, aquella fecha me remitió de inmediato, en esa forma tan parroquial de pensar que identifica a tantos emigrantes, a un acontecimiento olvidado en Colombia: la Constitución de 1853. No es parte de nuestros anales históricos. No tiene monumentos que la recuerden. No se la reclama como símbolo de conquista alguna.
Otras constituciones han tenido mejor suerte en el imaginario colectivo ya sea para alabarlas, ya para denigrarlas. La de 1863 se confunde con los ideales del radicalismo liberal. La de 1886, con los valores conservadores de la Regeneración. Los simpatizantes de una han solido ser enemigos de la otra, y viceversa, con las pasiones de todo fanatismo. La de 1991 se convirtió desde su aprobación en el emblema de una nueva Colombia.

Fueron entonces verdaderas conquistas, hoy ignoradas o despreciadas. Se consagró constitucionalmente la abolición de la esclavitud. Se proclamó la
libertad religiosa.

La Constitución de 1853, sin embargo, fue profundamente innovadora. Con ella, nuestro país se ubicó entonces en lo que el historiador James Sanders ha llamado “la vanguardia de la civilización”.
Désele un repaso. Para comenzar, la Carta expresó que la Nueva Granada se constituía en una “república democrática”, en momentos en que la democracia estaba lejos de tener aceptación universal en el mundo occidental. Los precedentes eran contados y de existencia efímera, como las repúblicas proclamadas en Francia y Roma tras las revoluciones de 1848.
“Democrática” no era solo una figura decorativa. Venía acompañada de otras instituciones, sobre todo del sufragio universal masculino, adoptado precisamente por la Carta de 1853. También adoptó el voto secreto y las elecciones directas.
Fueron entonces verdaderas conquistas, hoy ignoradas o despreciadas. Ninguna otra constitución en las Américas había aceptado el sufragio universal masculino de manera expresa y en lenguaje de derechos como lo hizo la de 1853. Escasamente un par de ellas lo habían hecho en Europa.
Hubo otras medidas de similar o mayor significado. Se consagró constitucionalmente la abolición de la esclavitud. Se proclamó la libertad religiosa. Para casi todos los cargos públicos, la única exigencia era la de ser ciudadano –con la excepción de la presidencia y la vicepresidencia, cuyos aspirantes debían, adicionalmente, haber nacido en el país y tener más de treinta años de edad–.
Tan importante como su contenido fue el proceso por el que fue adoptada. Frente a la idea generalizada según la cual todas nuestras constituciones habrían sido fruto de la guerra, e impuestas por uno de los partidos que marcaron nuestra historia, la de 1853 fue aprobada en el Congreso, en legislaturas de dos gobiernos distintos, con la aprobación de representantes de todos los partidos.
Su discusión se inició bajo el gobierno de José Hilario López, y su aprobación final se produjo bajo la presidencia de José María Obando. Un apogeo reformista. El 21 de mayo de 1853, tras un discurso del senador Florentino González, fue firmada por el presidente Obando en ceremonia bastante concurrida.
Su vida fue corta pero su legado, inmenso. Al sancionarla, Obando destacó sus virtudes por ser mensajera de paz, “bandera de reconciliación” y “símbolo de progreso”. Aspiraciones truncas que siguen formando parte de la agenda nacional.
La Constitución de 1853 merece un lugar más visible en nuestra historia.
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