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Un cuento sin carros, ni trenes ni barcos

Sé, porque me consta y todos en la región lo claman, que la carretera Ocaña Gamarra se necesita.

La estación de tren estaba desocupada. Los andenes, impecables, lustrosos, pero nadie por ahí. Sobre la vía férrea se podría un carromato sin pudor alguno, mientras su hermano gemelo parecía gozar de buena salud; recién brillado, daba la impresión de que saldría a la hora en punto a cumplir su itinerario. Pero no había pasajeros. Eran las cinco de la tarde, y el calor todavía era intenso. Recorrí el lugar como se recorre un museo abandonado, y solo cuando traté de entrar a las oficinas donde esperaba encontrar el cadáver momificado de un telegrafista de los años cincuenta, una voz me preguntó con tono severo qué quería. Corría el año 2005.
Le dije que cuando chico viajé en el tren y que recordaba esa estación, que recordaba la tropa de vendedores que ofrecían mecato a los viandantes, que recordaba cuando rociaban con agua fría la caldera hirviente, su sonido particular y el vapor esparciéndose por el aire caliente. Entonces el señor llamó a su compañero, sacaron tres sillas mecedoras Thonet que parecían originales, y nos sentamos a conversar de otros tiempos.
Me dijeron que llevaban siete años cuidando esa estación desocupada, porque había un rumor de que en algún momento volverían los trenes. Uno de ellos me dijo que su padre era pensionado de los Ferrocarriles Nacionales y que estaba lleno de cuentos. Que su padre recordaba, incluso, los tiempos en que el puerto estaba vivo. Creo que se llamaba Carlos y era de Ábrego, y debía tener cincuenta años en ese momento. En vacaciones su padre a veces lo llevaba a viajar.
Atardeció. Me fui hacia el hotel donde me hospedaba, pensando en el abandono, en la capacidad de destrucción que tienen nuestros políticos. Estaba en Gamarra.
Me hospedaba justo en la calle contigua al puerto, que en realidad era como otro monumento al abandono. El río estaba crecido. Hacía poco se había volteado un bongo cargado de combustible, y por ahí rondaban periodistas de televisión que habían llegado en carros de alquiler cuatro por cuatro porque la ciénaga se había desbordado. Solo los más temerarios se atrevían a recorrer esos 16 kilómetros de fango y de agua y de trocha hasta Aguachica. Había unos periodistas de un diario local de Cúcuta que se demoraron en llegar casi once horas porque después de Ábrego había un derrumbe, había paso restringido después de Ocaña y aparecía la guerrilla por los lados de Diego Hernández.
Lamenté muchas veces el abandono y maldije mentalmente a nuestros políticos por ineptos, y rogué para que algún día Gamarra volviera a ser un puerto importante, y porque volvieran los trenes a la estación, y por una carretera en buen estado.
Y pasó el tiempo. Y pasó el tiempo, y pasó el tiempo. Y ahora que parece que se recuperará la navegación, que volverán los trenes y harán una carretera decente para comunicar Norte de Santander con el río, resulta que todo está mal.
No sé qué pasa, como casi nunca los colombianos lo sabemos. No sé quién es responsable de qué. Lo que sí sé, porque me consta y porque todos en la región claman por ello, es que esa carretera se necesita. Y ese puerto se necesita. Y esa estación de tren se necesita. La conectividad del país es uno de los mayores impulsores del desarrollo.
Con toda la exposición mediática que ha tenido el tema de la carretera Ocaña-Gamarra, los únicos perjudicados serán los habitantes de Ocaña y Gamarra –una vez más Gamarra–.
Y mientras tanto: ni carros, ni trenes ni barcos.
CRISTIAN VALENCIA
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