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Enemigos de la democracia

El populismo y la demagogia son el cáncer que corroe la democracia moderna.

La democracia es la mejor forma de gobierno de nuestro tiempo. Les sirve por igual a los ciudadanos de bien y a sus detractores. En su concepción más pura y sencilla, según el pensador francés más lúcido del siglo XX, Raymond Aron, la democracia es la organización política de competencia pacífica para ejercer el poder donde el arte del compromiso y los partidos políticos son imprescindibles. La ventaja de la democracia, sostenía Aron, es que se trata de un régimen “no creado para asegurar la eficacia de los poderes, sino para defender a los individuos contra los excesos del poder”. En manifiesto contraste con las dictaduras totalitarias de origen marxista y maoísta, que justifican la eliminación de los opositores y la imposición de un partido político único al conjunto de la vida social y económica de las naciones.
La democracia, como toda obra humana, es imperfecta. Algunos factores de inestabilidad tienen origen interno, como el fuego amigo entre grupos políticos ávidos de poder, la disociación entre el poder político y el económico, la corrupción oficial y la debilidad manifiesta de los partidos de gobierno. El desmedido carácter conciliador estatal y la defensa simultánea de todos los intereses creados para evitar la polarización nacional conducen, invariablemente, a la parálisis gubernamental y a la consecuente precariedad de su accionar. El populismo y la demagogia son el cáncer que corroe la democracia moderna, que lucha, inerme y frágil, para mantenerse a flote. Las demás causas de la debilidad de la democracia provienen de sus enemigos directos, quienes, mediante la estrategia de tierra arrasada, pretenden cambiar el orden establecido para su propio y exclusivo beneficio político, económico y social.
En España, la democracia, representada por la monarquía constitucional, está amenazada por el auge del nacionalismo y el separatismo catalán. La Gran Bretaña se encuentra al borde del colapso político y comercial por un referéndum que no ha debido ser, y que le pondría fin a su membresía en la Unión Europea y al Acuerdo de Viernes Santo, que cesó el encarnizado conflicto fratricida en Irlanda del Norte. Francia hace agua por el auge y la velocidad de propagación y sorpresiva persistencia de los ‘chalecos amarillos’, el movimiento colectivo galo de protesta social del momento.
En Colombia, el movimiento guerrillero –transformado de tiempo atrás en actividad terrorista– y el narcotráfico son los principales enemigos de la democracia, fenómenos que se retroalimentan entre sí y amenazan la integridad territorial y la seguridad del Estado. Estas prácticas criminales florecen agazapadas y protegidas por los países vecinos y caribeños de ideología cubano-castrista y por el manto excesivamente garantista de nuestro Estado social de derecho. El Eln ahora pretende destruir los cimientos democráticos de nuestra nación, con el aleve y sangriento ataque terrorista contra las instalaciones de la Escuela de Cadetes de Policía Francisco de Paula Santander, que todos a una, como en Fuenteovejuna, debemos repudiar y condenar.
El país nacional y el país político deben rodear y apoyar, sin vacilaciones ni mezquindades, al comandante en jefe de las Fuerzas Militares y mandatario de todos los colombianos, Iván Duque, para que mantenga su mano firme y liderazgo en esta difícil hora. El execrable ataque terrorista del Eln no fue un hecho ‘lícito’ de rebelión, como reivindican con infame cinismo sus determinadores, sino un acto de barbarie que debe ser juzgado y condenado de acuerdo con las normas aplicables del derecho internacional y el ordenamiento jurídico colombiano. Para derrotar el terrorismo no hay protocolo que valga, salvo la firme determinación de preservar la democracia.
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