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Soso testigo en ‘El olvido que seremos’

En esa dolorosa –pero lúcida– reminiscencia estuvimos nosotros, mi familia y yo. Dos veces.

Andrés Candela
Infinidad de veces el título lo sugiere el propio texto. Es una parte del artículo, del ensayo, incluso, puede llegar a ser el pensamiento de un personaje; mas, por primera vez, necesitaba que fuera un epígrafe recto como aguja de brújula puesta sobre el suelo para que me trazara el camino de esta extraña y grata procesión en la cual se me han mezclado lejanos recuerdos de mi “primera Medellín”, dilemas teológicos, terrenales, mundanos, que han sido llevados de la mano por una idiosincrasia repetitiva y, en ocasiones, tormentosa para ser refrendada sin chistar como tonta ceguera escogida.
Pero, un impío evangelista, por fin –considero–, recopiló, hiló y trazó sus dolores personales para alumbrar también el duro historial de una ciudad que aún es incapaz de realizar una purificadora catarsis: Medellín –pese a infinidad de esfuerzos–, en silencio y bajo la cómplice oscuridad de “todos los gatos pardos”, ha preferido lucrarse más con fútbol, doble moral de barro y mafia, mientras sus demonios pululan, se agitan y se multiplican.
Me ocurrió desde febrero, cuando decidí sacar de un absurdo y rígido orden de llegada aquellos libros escritos por amigos, colegas o conocidos. Allí, muchos turnos por debajo del correspondiente, rompió fila, en febrero de este año, ‘El olvido que seremos’; y un poco más adelante de la mitad, cuando yo estaba exhortado en uno de sus pasajes más divertidos del manicomio (muy angustioso para el autor en su momento), el libro decidió –por decirlo de alguna forma– sincronizar el trance opiáceo en el cual habían inducido al protagonista con una inyección puesta a la fuerza con la también narcotizada sensación vivida por Roger Waters en un momento de su vida antes de un concierto para convertirse después en una de sus canciones más conocidas: 'Comfortably Numb' (“Confortablemente insensible”).

En mi familia habíamos sido testigos de los momentos más álgidos de la obra y aturdidos cómplices por omisión en la mañana del 25 de agosto de 1987.

Dos sensaciones idénticas, pero en escenarios y circunstancias muy diferentes. Sin embargo, ‘El olvido que seremos’ fue capaz de llevarme más allá de una circunstancial sincronización de música y lectura para mostrarme que –en mi familia– habíamos sido testigos de los momentos más álgidos de la obra y aturdidos cómplices por omisión en la mañana del 25 de agosto de 1987.
“Lo que pasó después yo no lo vi, pero lo puedo reconstruir por lo que me contaron algunos testigos, o por lo que leí en el expediente 319 del Juzgado Primero de Instrucción Criminal Ambulante, por el delito de homicidio y lesiones personales, abierto el 26 de agosto de 1987…”, relata Héctor Abad en el capítulo ‘Cómo se viene la muerte’. Y, ahí mismo, en esa dolorosa, pero lúcida reminiscencia estuvimos nosotros, mi familia y yo –dos veces– como atolondrados testigos.
* * * *
“… en la esquina de Argentina con El palo se bajaba mi hermana para correr una cuadra completa antes de que le cerraran la puerta del colegio. Ella se despidió, se bajó del auto y antes de que cerrara la puerta, mi mamá, desde su puesto, gritó: “¡Lo mató, lo mató!” y se cubrió el rostro. Mi papá, en un acto completamente inconsciente y desmedido, aceleró. Por mi ventana –muy rápido– vi un hombre de bruces contra el suelo en medio de un charco de sangre que parecía brotar desde el propio subsuelo como si fuera una fuga de agua en un tubo roto. Sus papeles quedaron esparcidos por todas partes mientras el sicario –de no más de 20 años– se subía a un Mazda verde oliva. Por algunas calles del barrio Boston nos fuimos detrás de aquel Mazda hasta que mi mamá se percató de que yo aún estaba en la parte de atrás llorando y que aquella persecución era un acto temerario sin sentido”.
“Al final del día teníamos que volver a pasar por el mismo lugar para recoger de nuevo a mi hermana; más adelante, en casa de una compañera. Cuando lo hicimos vimos varias personas sobre la calle y ya, por las noticias, sabíamos quién era el hombre que habían asesinado en la mañana y su nombre estaba en un tablón grande como de funeraria a la entrada de Adidas”.
“Le hicieron sonar el pito varias veces a mi hermana para que bajara; después, unos doscientos metros detrás de nosotros, ¡nuevamente disparos! “¡¿Dónde, dónde?!... ¡Hijos de puta!”, gritaba mi papá ofuscado porque mi hermana no salía, porque ya no debía hacerlo; mi mamá, quien siempre ha sido un manojo de nervios, había vuelto a ver el Mazda verde oliva estacionado más arriba y casi de inmediato pasó una moto muy cerca de nosotros”. Habían asesinado al doctor Héctor Abad Gómez; luego, más tarde, muy propio de la atrevida ignorancia de la edad, ¡celebré porque en las noticias habían dicho que no habría clases en ningún colegio de Medellín el miércoles 26 de agosto y yo, como de costumbre, no había hecho tareas en toda mi desperdiciada tarde!
* * * *
“… nunca podré aceptar con tranquilidad el asesinato de mi padre”. Héctor Abad Faciolince, ‘El olvido que seremos’.
ANDRÉS CANDELA
Andrés Candela
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