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Mi alumno africano

La de Abdoulaye es la historia de millares de jóvenes africanos que buscan una vida digna en Europa.

Andrés Candela
Hasta el sol de hoy, cuando he comenzado a escribir esta columna, no tenemos aún noticias de él. Desconocemos su paradero y no tenemos tampoco ningún poder que le pueda ayudar con sus papeles para seguir estudiando en Francia. Literalmente, a todos los profesores que hemos tenido la suerte de tenerlo en clase, nos jode sentirnos tan impotentes y nos duele no saber absolutamente nada de él desde hace días.
Todos, sin excepción, sucumbimos ante el encanto de su humanidad, cordialidad, humildad y el atinado sentido de la delicadeza en su educación. En la primera semana ya era conocido en sala de profesores por sus intervenciones en las diferentes cátedras; y yo, poco a poco me convertí en su alumno, su espía, observador, en un profesor que envidia y anhela toda la paz personal de Abdoulaye; es decir, él tenía que estar ya en mi lugar, ilustrándonos con sus atinadas formas de ver el mundo y todas sus experiencias; él es un guía y vigía prudente de nuestra ridícula frivolidad, él es, asimismo, un observador e indiscutible maestro de la supervivencia humana.
Recuerdo que −como en cada comienzo de semestre− sabía de sobra lo que me encontraría en el momento de cruzar la puerta: estudiantes completamente enajenados con sus teléfonos móviles; otros, que son siempre un poco menos, preparando sus computadores en la interfaz de la sala, y los restantes, que pueden pasar desapercibidos detrás de sus pantallas un semestre completo; mas allí, y delante de todos, con una piel tan brillante como plumaje de cuervo, se levantó él cuando entré: “¡Mucho gusto, señor!”, comenzó en español. “Vengo de un muy pequeño poblado en África, pero estoy feliz de poder estar en Francia y hoy en su curso”. Meramente atiné a agradecer aquel gesto, que me tomó por sorpresa por primera vez en mis años de experiencia. ¡Jamás un alumno se había presentado de esa forma desde el primer día!
“Veremos el programa y, en ocasiones, nos saldremos de él. Indiscutiblemente, leeremos y escribiremos mucho, pero −como siempre lo pido− ¡los textos deberán ser presentados a mano! ¡No acepto textos impresos...!”. ¡¿y quién dijo miedo?! Como en cada semestre, se desató un boicot contra mis decisiones; una, la revolución en contra de la pobre e intimidante hoja en blanco y el desdichado lapicero, que ya muy pocos estudiantes usan; mientras que él, desde su silla, sin teléfono y sin nada que lo dominara, sonreía encantado contemplando tan patética escaramuza de un primer día de clases.
* * * *
“Hoy regresó Abdoulaye”, me dijo una colega en el santuario que tiene toda sala de profesores que se respete: la máquina de café. Luego, caminando en el campus con sus compañeros, lo vi tan sonriente como siempre. “¿Qué te ocurrió, se solucionó tu problema con los papeles?”, le pregunté cuando los demás continuaron, y él se quedó hablando conmigo.
Literalmente sentí que se me encogía el corazón cuando escuché solo el comienzo de su historia...
Abdoulaye es la calcada historia de millares de jóvenes africanos que son capaces de remar desde África con tal de buscar y forjar una vida medianamente digna en Europa al precio que sea. “Profesor, había tanto sufrimiento y tanta pobreza donde yo vivía que remar más de diez horas con el riesgo de morir ahogados ya no atemoriza absolutamente a nadie. Todo dentro de esos botes es sinónimo de libertad y ganancia; incluso, morir se convierte en un lucro muy tentador”, me dijo clavándome una mirada negra como el petróleo.
* * * *
Algún día −quizás pronto−, Abdoulaye se dará cuenta de que el autoexilio, aunque esté lleno de sueños, esplendorosas promesas y aparentes comodidades, requiere mucha disciplina cuando los seductores recuerdos del país y las personas que hemos dejado atrás no se rinden de robarnos suspiros.
Andrés Candela
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