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¿Repensar su conveniencia?

La Contraloría no debe ser una ‘asustaduría’ más, sino un organismo que dé resultados tangibles.

Si algo debe quedar de las peripecias de todo orden que se han dado para elegir nuevo contralor general es la necesidad de abrir un amplio debate sobre este ‘ente de control’ acerca de su naturaleza, funciones, papel real para prevenir y sancionar la corrupción administrativa, y hasta replantear su misma existencia.
Entre las recomendaciones para ordenar el Estado, la Misión Kemmerer, en 1923, le sugirió a Colombia crear un organismo de naturaleza técnica para vigilar la inversión, eficiencia y pulcritud en el manejo de los recursos públicos. Fundamentalmente, se trataba de controlar cómo se invertía cada peso del erario no solo para evitar que se lo robaran, sino para que lo hicieran en las mejores condiciones para el servicio público.
No sabemos en qué momento de nuestra historia esa entidad, que debía ser puramente técnica –como los tribunales de cuentas que existen en otras partes–, se convirtió en un gran fortín burocrático y político apetecido por la clase política y convertido en factor decisivo en el ejercicio electoral.
Mediante el “control previo” que le permitía intervenir en la génesis de los procesos administrativos, la Contraloría comenzó a entrometerse en la toma de decisiones administrativas. Inicialmente pudo evitar actos que atentaran contra el erario. Pero pronto derivó en fuente de corrupción como una especie de ‘control extorsivo’, por ejemplo con los llamados auditores que exigían dinero o prebendas para firmar los cheques a empleados y contratistas. La Carta del 91 eliminó el control previo y estableció el posterior, pero lo conservó por la puerta de atrás a través de los “controles de advertencia”.

No sabemos en qué momento de nuestra historia, la Contraloría, que debía ser puramente técnica, se convirtió en un gran fortín burocrático.

Una de las reflexiones que debemos hacernos es que si la corrupción ha crecido en las proporciones de que se habla ahora, ello obedece en buena parte, entre otras causas, a la ineficiencia de la Contraloría.
Ese organismo fue creado para evitar la corrupción, no para criticarla a punta de discursos. Si se dice, verbigracia, que la corrupción cuesta 50 billones de pesos al año, lo que los ciudadanos deberían saber es cuándo, cómo y, sobre todo, quién o quiénes se robaron esa plata. Y si están o no en la cárcel y sus bienes, embargados.
La Contraloría no debe ser una ‘asustaduría’ más, sino un organismo que dé resultados tangibles y rápidos. Y, desde luego, está el debate de si hay proporción entre lo que cuesta sostenerla –con grandes poderes que se le dieron en el 91, como suspender gobernadores, alcaldes o ministros mientras se adelanta el proceso pertinente- y los resultados en materia de recuperación de bienes–. Todos los estudios muestran que el balance es rojo. El lema podría ser menos discursos y más acciones efectivas contra autores determinados.
En cuanto a la elección de contralor, también tuvimos varios sistemas. Hasta el 91 correspondía a la Cámara de Representantes, en desarrollo de su función constitucional de vigilar la gestión fiscal. Y hubo buenos y malos contralores. A partir de ese año se atribuyó tal facultad al Congreso en pleno, con intervención de las altas cortes. Algunos de los postulados por ellas terminaron en la cárcel. Y ahora, con el ‘equilibrio de poderes’, se introdujo el mecanismo del ‘concurso’, que no pasa de ser un remedo de transparencia. En últimas, la decisión sigue siendo política, pero con el rótulo de meritocrática.
Vale la pena rescatar el hecho de que esta vez no hubo guiño presidencial.
Acabamos de ver hasta el renacer del ‘club de los expresidentes’ para jugársela en esa elección. Una prueba adicional del presidencialismo excesivo o de la “presidencia imperial” de que hablara Vásquez Carrizosa: que solo en Colombia los presidentes nunca dejan de serlo. ¿Por qué no ensayar la fórmula mexicana del periodo de 6 años, a condición de que después se dediquen a otras cosas como escribir sus memorias o cuidar especies en vías de extinción, como ciertas serpientes o lagartos?
¿Y por qué no repensar la existencia misma de las contralorías, incluidas las regionales?
ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ
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