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Reforma judicial verdadera

Se precisa formar jueces sabedores de que su misión no es “procesar”, sino fallar.

Es muy diciente que en el curso de esta larguísima campaña política, las ideas sobre “reforma judicial” giren casi todas alrededor de las llamadas “altas cortes”: un tema que puede ser importante, pero no el único, en el empeño de hacer realidad el mandato constitucional, vigente desde 1886, de alcanzar una “pronta y cumplida justicia”.
Es claro que hasta hoy no hemos logrado ajustar debidamente esa estructura, ni siquiera con fallas conceptuales. Varias veces le oí decir al maestro Echandía que no entendía por qué se hablaba de Corte “suprema” en un régimen centralista como este, ya que ello solo existe en los regímenes federales y en oposición a las “cortes estatales”.
Es válida la discusión sobre la proliferación de tantas cortes aun cuando la solución no puede ser reducirlas a una. La “inflación” de altos tribunales se le debe a la Constitución del 91, que creó una serie de nuevas “magistraturas” de discutible eficiencia –con la honrosa excepción de la Corte Constitucional– sin que se hubiera dado el debate previo.
Incluso en lo relativo a la Corte Constitucional hay que decir que si bien debe mantenerse, ello no implica aceptar que antes del 91 en Colombia no existió control constitucional, porque en verdad fueron cien años de jurisprudencia constitucional –de la Corte Suprema y del Consejo de Estado– los que se echaron por la borda.
Adviértese también que, aun cuando no se ha planteado, no sobraría un reexamen constitucional de los denominados “organismos de control”, tanto en su integración como en sus funciones, dado que, en muchos casos, demasiados organismos judiciales y hasta administrativos cumplen idénticas funciones frente al mismo hecho.

A menudo se oye, a manera de dogma, que no se puede “tocar” esa Constitución. ¿Si desde su origen era tan buena, por qué la han modificado tanto?

En cuanto a su forma de elección, también hemos ensayado todos los sistemas posibles, pero el menos conveniente ha sido el de la Carta del 91, que, por la puerta de atrás, introdujo el clientelismo en la Rama Judicial.
A menudo se oye, a manera de dogma, que no se puede “tocar” esa Constitución. Y lo dicen quienes, como presidentes o como parlamentarios, han participado en el curso de estos 27 años en sus cerca de 50 reformas. Bien podría preguntarse: ¿si desde su origen era tan buena, por qué la han modificado tanto? O como en una popular telenovela colombiana: “¿Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha?”.
Ahora bien. El camino para alcanzar una justicia pronta pasa por revisar la aludida integración y funciones de las altas cortes, pero, obvio, comprende igualmente temas mucho más sencillos que no exigen reforma constitucional y a veces ni siquiera cambios legales.
Como tenemos un pesado volumen de leyes que no se cumplen, lo primero sería depurar toda esa legislación incoherente con frecuencia dictada al vaivén de las coyunturas mediáticas: ¿quién recuerda hoy al veedor del tesoro, con tanto bombo creado por la Constituyente?
A menudo se insiste en que urge avanzar en la cultura de la legalidad, lo que supone leyes claras, expeditas, sensatas y que todo el mundo respete. Quien hoy revise los diversos códigos de procedimiento encontrará que en el papel, ningún proceso debería durar más de 2 años. Por eso, la mejor reforma sería cumplir lo que rige hoy en materia de términos procesales. Y, si bien el éxito de la tutela se debe a que los jueces ordinarios la fallan muy rápido, en la propia Corte de cierre ya se dan lapsos de varios años para decidir.
Entonces, ¿cómo lograr que los jueces ordinarios sean tan eficaces como lo son cuando fungen como jueces de tutela? Ese es el asunto central, que no se resuelve con normas sino con un cambio de mentalidad que incluya a los jueces, a las facultades de Derecho y de algún modo a la sociedad.
Se precisa formar jueces sabedores de que su misión no es “procesar” –o sea, mantener un proceso– sino fallar. Ejemplo de esa mentalidad: lo sucedido en los últimos años, en que se recurre de manera arbitraria al fácil expediente de declarar ciertos delitos como de lesa humanidad, para salirle al paso a la ineficiencia en el cumplimiento de los términos procesales.
ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ
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