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Presidencialismo y reforma política

La oposición se crea con decisiones políticas, como lo hizo Virgilio Barco en 1986.

En Colombia, la expresión ‘reforma política’ ha sido de uso habitual al tramitar proyectos de ley o de reforma constitucional sobre partidos, elecciones, régimen de los congresistas o regulación de las relaciones Legislativo-Ejecutivo. Con esa fórmula, en el siglo XIX, Rafael Núñez recopiló una serie de escritos políticos, la mayor parte contra el radicalismo liberal, más o menos un anticipo de la Regeneración.
El tema está otra vez de moda no solo por los Acuerdos del Colón, que van en la dirección de democratizar la vida política, sino por las propuestas, casi todas buenas y bien intencionadas, de la Comisión de Reforma Electoral y de las que, en igual sentido, ha presentado el Ministro del Interior, muchas de ellas en textos normativos como el Estatuto de la Oposición. Buen número de estas normas se esperaban de tiempo atrás, y otras ya existen.
Lo primero que habría que decir es que más allá de su establecimiento legal, la oposición es y debe ser un hecho político. Ojalá no nos pase con esto lo ocurrido con los partidos políticos, que tenían existencia real cuando no estaban reglamentados –hasta 1957 ni siquiera figuraban en la Constitución– y se fueron desdibujando pese a la prolífica normativización actual. O sea, entre más normas, menos realidad. Porque la oposición se crea con decisiones políticas, como lo hizo Virgilio Barco en 1986, al instaurar el esquema Gobierno-oposición: dando garantías y no puestos a los partidos que combatían sus programas.
Pero la mayoría de innovaciones –si se aplican– van en la dirección correcta. Temas como el derecho de réplica, la igualdad en el acceso a los medios de comunicación –hoy de menguada influencia dado el auge de las redes sociales–, la cuasi prohibición del clientelismo, la representación de las minorías en el Congreso, la financiación de los partidos y las campañas, los días concedidos a la oposición para fijar el orden del día en las cámaras, la estimulación del control político sobre los actos del Gobierno y la Administración podrían airear la vida política.
Hay, sin embargo, otro tópico en este aspecto, referente al exceso de presidencialismo, que llevó a algunos, como el expresidente López y el ya fallecido Tito Livio Caldas, a plantear la necesidad de implantar una especie de régimen parlamentario.
En Colombia, toda la vida política gira en torno a la figura del Presidente, quien no solo nombra los altos funcionarios del Ejecutivo, sin control del Congreso, sino quecolegisla, incide indirectamente en la integración del poder Judicial, en la conformación de ternas para Fiscal, Procurador, Contralor y magistrados de la Corte Constitucional y del recién creado y aún no instalado Consejo de Disciplina Judicial.
Sobre el nombramiento de ministros, valdría la pena enmendar el error de la Constitución del 91, al impedirle al Presidente designar como tales a los congresistas. Es mejor que asuman ellos directamente sus responsabilidades políticas y no en cabeza de sus recomendados.
Indirectamente, el Presidente termina incidiendo hoy en las decisiones de las autoridades regionales, vía manejo de regalías o autorizaciones en Planeación y Hacienda, o sea que en la práctica no se cumple la fórmula constitucional de la descentralización administrativa originada en 1886. Y véase cómo hasta magistrados de altas cortes en cuya nominación no interviene el Gobierno se posesionan ante el jefe del Estado.
Mientras no tengamos un verdadero sistema de partidos, es obvio que no se puede pensar en un régimen parlamentario, porque ello conduciría al caos. Vale, sí, entre tanto, ensayar fórmulas para atenuar el desbordado presidencialismo.
En la línea correcta para formar partidos, bueno sería acoger la propuesta de lista cerrada y eliminación de la circunscripción nacional para Senado, dejándola solo para las minorías. ¿Podría lograrse vía fast track? ¿Se darían la pela los partidos aplicándola para las elecciones parlamentarias del 2018?
ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ
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