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La historia oficial

La ‘historia’ siempre es un relato oficial, cuando debería ser el relato del progreso humano civil.

Alejandro Tagliavini
Con mucha razón, Franz Oppenheimer –maestro de Ludwig Erhard Albert y discípulo de Jay Nock– rechazó la idea del supuesto contrato ‘social’, de John Locke, coactivamente impuesto sobre ciudadanos que no sabían de su existencia al nacer, afirmando en su libro ‘Der Staat’ (1908) que “El Estado… es una institución social, forzada por un grupo victorioso de hombres sobre un grupo vencido”, que así impone su monopolio de la violencia en un territorio dado.
Y por ello es destructivo, ya que la violencia es siempre destructiva, como ya lo analizaron los filósofos griegos, incluido Aristóteles. Por esto, y no por otra cosa –ni por ideología ni por cuestiones de fe–, debe disminuirse el peso del Estado.
Como ‘fotografía’ actual de esta realidad, Rusia deja claro que la ley internacional es la fuerza al iniciar las mayores maniobras militares de su historia –incluida la URSS–, que transcurrirán del 11 al 17 de septiembre con la participación de China y unidades de Mongolia. Cerca de 300.000 uniformados, mil aviones, helicópteros, aparatos volantes no tripulados, hasta 80 buques y 36.000 tanques y otros tipos de transporte.
Así, la ‘historia’ –que suelen imponer los gobiernos en los planes ‘educativos’ obligatorios– es el relato oficial, cuando la historia debería ser el relato del progreso humano civil. Las guerras oficiales han sido ‘liberadoras’ y sus enemigos, delincuentes a tal punto que, por caso, ya en 1919, luego de la Primera Guerra Mundial, los victoriosos quisieron juzgar al káiser Guillermo II. Luego sí prosperaron tribunales en Núremberg y Tokio para juzgar a los criminales de guerra de Alemania y Japón, finalizada la Segunda Guerra Mundial.
Por cierto, no juzgaron los crímenes de los aliados, como el bombardeo de civiles en Dresde y otras ciudades alemanas, y el uso de bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, ni las violaciones masivas cometidas mayormente por militares soviéticos, pero también de a miles por los ejércitos aliados.
En los albores de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) –es decir, de los oficialistas unidos–, el Consejo de Seguridad recomendó una corte permanente. La idea no prosperó hasta el genocidio yugoslavo (1991-1995) y ruandés (1994). Entonces se celebró en 1998, en Roma, una conferencia diplomática sobre el establecimiento de una Corte Penal Internacional (CPI).
Ahora, el gobierno de EE. UU. ha arremetido contra la CPI, amenazando con sanciones al tribunal situado en La Haya, si continúan con la investigación sobre crímenes de guerra de estadounidenses en Afganistán. La Administración Trump estudia prohibir a los jueces y fiscales la entrada a EE. UU., procesarlos en la justicia estadounidense o imponer sanciones a fondos que pudieran tener en su sistema financiero. Las sanciones se extenderían a cualquier empresa o Estado que colabore con la CPI contra ciudadanos estadounidenses.
El gobierno de EE.UU. planea dar pasos en el Consejo de Seguridad de la ONU para restringir los poderes de la CPI, incluyendo que no ejerzan su jurisdicción sobre los estadounidenses y los nacionales de aliados que no hayan ratificado el Estatuto de Roma. Durante el primer mandato de George W. Bush, EE.UU. no ratificó el Estatuto que creó la CPI –tampoco Israel–, tribunal que cuenta con 123 Estados firmantes y cuya supuesta misión es llevar ante la justicia a los autores de crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio.
ALEJANDRO A. TAGLIAVINI
Miembro del Consejo Asesor del Center on Global Prosperity, de Oakland, California
www.alejandrotagliavini.com
Alejandro Tagliavini
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