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¡Bogotá! ¡Bogotá! ¡Bogotá!

Odio la ciudad que hoy tenemos: apática, insegura, sin compromiso ni magia.

Odio la ciudad que hoy tenemos. Como odia una persona a alguien que siempre ha amado y que ahora prefiere detestar para soportar su ausencia. Siento pena y dolor cada vez que salgo a sus calles y veo trancones, ladrones, carros ocupando el espacio indebido, transeúntes caminando por donde no es permitido y niños trabajando en los semáforos. Entre otras cosas.
Pero no siempre la odié. Crecí escuchando que el mejor español se hablaba acá y que no había un tamal con chocolate más rico en alguna otra parte. Pasé mi niñez y juventud viendo fotos y videos que mostraban las calles de chapinero y de la carrera séptima con sus viejas casonas republicanas; viejos con sombrero y corbata leyendo el periódico mientras esperaban un tranvía, y mujeres y niños bien arropados paseando con tranquilidad.
Se prefería el ajiaco, se tocaba el piano y en algunas reuniones aún se bailaba el pasillo; se sentía la herencia de los Caros, Cuervos, Pombos y Silvas (y así se cantaba en los colegios). No éramos distrito especial aún, pero éramos una ciudad grande que crecía todos los días.
Era una Bogotá distinta, romántica. Todos podían ser bogotanos: rolos, costeños, caleños, llaneros, pastusos y paisas. No importaba. El que pisaba Bogotá huyendo de la violencia o por voluntad propia tenía la opción de sentirse bogotano.
Un 9 de abril descubrimos que no éramos tan grandes ni tan nobles. Quemamos nuestros propios edificios, iglesias y el tranvía, el comercio fue saqueado y cientos de paisanos quedaron esparcidos por las calles. La historia de Bogotá quedaba dividida nuevamente.
Hasta ahí lo que leí de pequeño en los libros: eran historias bonitas y tristes, pero eran las historias de la ciudad que seguía amando.
Luego llegaron otros tiempos. Vi con alegría a los mimos tomándose las esquinas para ayudar a las personas a cruzar las avenidas; un señor chistoso de barba, pero sin bigote, salía en los noticieros mostrándoles una tarjeta roja, con un dedo pulgar hacia abajo, a quienes se portaban mal. También andaba con una pirinola de arriba abajo diciéndonos que solo salíamos adelante si todos ayudábamos. Y le creímos.
Otro señor después nos enseñó que el espacio público se debía respetar y que era mejor usar la bicicleta que el carro. También le creímos.
Pero tuvimos otros gobernantes, otra generación nacía en Bogotá y muchos problemas se nos vinieron encima. Cómo podía seguir amando a una ciudad que había cambiado tanto, que era diferente a esa Bogotá que cristalicé –en una especie de amor stendhaliano– cuando escuchaba sus historias. Cómo podía sentir lo mismo por esa ciudad que permitió que se la robaran, que se volvió tan egoísta y que alejó cualquier sentimiento de pertenencia.
Odio la ciudad que hoy tenemos: apática, insegura, sin compromiso ni magia; con carencia de entusiasmo y exceso de desconfianza. Quiero que nos devuelvan a la Bogotá que vi hace muchos años y la que de niño me hacía gritar con emoción las últimas líneas de su himno: ¡Bogotá! ¡Bogotá! ¡Bogotá! y que en el estadio algunos domingos alternábamos por ¡Santa Fe! ¡Santa Fe! ¡Santa Fe!
Somos víctimas y victimarios de lo que es hoy Bogotá; somos la causa y el efecto de esta Ciudad Gótica sin héroes, que no podremos mejorar si seguimos actuando igual, si continuamos pensando que esta es una ciudad de nadie y para todos, y si seguimos siendo indulgentes con los que la destruyen.
En este caso, lo opuesto al odio no es el amor, es la apatía. Los invito a que odiemos lo que no nos gusta de esta ciudad y empecemos a construir la Bogotá que todos queremos amar.
ALEJANDRO RIVEROS GONZÁLEZ
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