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Señales de alerta

La clase política como la conocemos está sobre aviso en Brasil y en muchas otras democracias.

Adriana La Rotta
NUEVA YORK. El 7 de octubre, los brasileros decidieron en las urnas la mayor renovación del Congreso de ese país que se ha visto en las últimas tres décadas.
Vean estas cifras: 407 de los 513 representantes a la Cámara intentaron reelegirse en sus curules, pero menos del 50 por ciento de ellos lo consiguieron. En contraste, tanto en las elecciones del 2014 como en las del 2010, ese porcentaje había sido superior al 70 por ciento. Algo inclusive más dramático sucedió en la Cámara Alta brasilera, donde el 85 por ciento de los senadores que pidieron repetición recibieron de los votantes un sonoro y rotundo no.
Que la sorpresiva renovación del Congreso brasilero vaya a resultar en que haya mejores congresistas y mejores leyes es altamente improbable. Para empezar, el partido que apoya al ganador de la primera vuelta de las presidenciales, el ultraderechista Jair Bolsonaro, multiplicó su bancada por siete.
Pero mi punto es otro: los electores que están a punto de ungir a un candidato que añora las épocas de la dictadura y cree que los problemas de Brasil se resuelven a sangre y fuego son los mismos que rechazaron a los congresistas, hartos de su corrupción, su politiquería y sus triquiñuelas.
La clase política como la conocemos está sobre aviso –en Brasil y muchas otras democracias–, y quienes persistan en no leer las señales van a perder no solo sus sillas, sino que van a acabar definitivamente con la confianza de los ciudadanos en las instituciones.
Es importante entender lo que está pasando en Brasil porque en Colombia, la Comisión Primera de la Cámara –que, como el resto del Congreso, se posesionó hace escasos tres meses– acaba de intentar una jugada que no parece tener una motivación distinta que la de beneficiar a ciertos grupos políticos.

La rebelión antisistema que está en marcha en Brasil no es una realidad tan ajena, así los miembros más cuestionables de nuestra clase política y de la del vecindario pretendan lo      contrario

La propuesta de igualar los periodos de alcaldes y gobernadores con el del presidente de la república, y con ello extenderles el periodo a los mandatarios locales hasta el 2022, fue votada por nada menos que 24 de los 38 miembros de la comisión encargada de los asuntos constitucionales. Y no hay que hacer mucho esfuerzo para adivinar a qué grupos políticos pertenecen quienes se alinearon con la inusitada propuesta: partido de ‘la U’, Cambio Radical, Partido Conservador, Centro Democrático y algunos liberales.
A juzgar por las reacciones que ha desatado, no parecería que la propuesta, tal y como está, vaya a tener una larga vida. Pero eso no borra el hecho de que, con apuro y sin mucho ruido, se esté pretendiendo permitirles a alcaldes y gobernadores atornillarse a sus puestos. La reforma aprobada en comisión va en contravía de lo que, con buen juicio, establecieron los constituyentes del 91 para evitar el “efecto locomotora” –como lo llama Humberto de la Calle– de una élite política que jala los vagones y acaba con la autonomía regional.
Pero lo más grave de la pretendida reforma es que desnuda los apetitos clientelistas de quienes llegaron al Capitolio y sigue menguando su credibilidad y la de todo el gremio. Y uno tiene que preguntarse si será que no se dan cuenta de lo que está en juego o será que su fe en las maquinarias es tan auténtica que piensan que los votos que recibieron en marzo realmente les pertenecen.
Eso creían muchos parlamentarios que pretendieron reelegirse en Brasil y terminaron arrastrados por una ola de rechazo que ha sido tan sorpresiva como son insospechadas sus consecuencias.
La rebelión antisistema que está en marcha en Brasil no es una realidad tan ajena, así los miembros más cuestionables de nuestra clase política y de la del vecindario pretendan lo contrario. Tampoco es un futuro inevitable. Pero las señales de alerta se están encendiendo, y hay que estar muy ciego para no verlas.
ADRIANA LA ROTTA
Adriana La Rotta
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