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A mí no me mueve el odio

Alimentar un odio es como tomar veneno y esperar que sea el otro el que se muera.

Cualquiera que haya guardado un resentimiento el tiempo necesario sabe que, aun cuando se obtenga el efecto deseado, se descalifique al otro, se consiga la tan ansiada y acariciada venganza, el veneno que circula dentro de uno mismo es lo realmente tóxico. Cuando se suelta ese resentimiento, cuando se hace el esfuerzo difícil pero consciente de cortar el lazo con el lastre del rencor, el equipaje queda más liviano.
El odio es un problema, y si no lo fuera no habría tanta gente –gente joven, especialmente– haciendo meditación, leyendo sobre budismo, tratando de vivir en el presente, buscando maneras para quitarse la mala sangre que corroe y que esclaviza. Y que a menudo se contagia, alcanzando proporciones epidémicas.
No sé cuántos lectores, como yo, pasaron parte de la adolescencia leyendo ciencia ficción. Los libros que recuerdo no eran utopías, sino más bien lo contrario. El futuro era un lugar inhóspito, tecnológicamente avanzado pero habitado por criaturas terroríficas, en el que las fuerzas malignas a las que se enfrentaban los buenos (siempre había buenos en los libros) venían de otros planetas o, inclusive, de otras dimensiones.
No estaban tan equivocados los autores de mis lecturas juveniles en que el futuro sería inhóspito y hasta cierto punto terrorífico, pero se equivocaron en creer que la amenaza vendría de afuera. En lugar de entregarnos la cura contra el cáncer, la vacuna definitiva contra la malaria o los cultivos que son resistentes a todas las plagas, la tecnología ha hecho enormes avances para poner a nuestra disposición nuevas y eficaces plataformas para que compartamos nuestros odios, los elevemos y los perfeccionemos en un círculo vicioso que no es círculo, sino más bien espiral que crece y se propaga.

La tecnología ha hecho enormes avances para poner a nuestra disposición nuevas y eficaces plataformas para que compartamos nuestros odios.

Como destruir es más fácil que construir y como, paradójicamente, los seres humanos nos enganchamos más cuando algo nos ofende que cuando nos atrae, en estas elecciones presidenciales, a los candidatos y los partidos que agudizan las contradicciones y meten el dedo en la llaga de nuestros miedos parecen premiarlos las encuestas. Y digo “parece” porque las encuestas también muestran un importante contingente de colombianos que no han decidido su voto y en el cual tengo depositada mi esperanza.
No es que no me gusten los candidatos Iván Duque y Marta Lucía Ramírez. Al contrario. Admiro su preparación y su dedicación, aunque no coincida con su proyecto de país y aunque crea que se situaron del lado equivocado de la historia en el proceso de paz. Pero votar por ellos, para mí, sería avalar el odio que irradia del Centro Democrático y emana, en primer lugar, de los trinos del expresidente Álvaro Uribe.
Los colombianos que estamos cansados de la confrontación armada lo estamos también del debate hiperbólico e incesante desde la derecha, de su visión apocalíptica y calamitosa, del ruido de tambores de guerra que amenaza con regresar. Ese es el país del pasado y uno al que no quiero regresar.
Y, claro, el discurso del odio le presta un gran servicio también al candidato Gustavo Petro, que alimenta con gran elocuencia y articulación el resentimiento y la lucha de clases, insistiendo en que el sistema está irremediablemente dañado y para recomponerlo se necesita un salvador, una figura esclarecida que sea capaz de hacer borrón y cuenta nueva. Alguien que llegue a purificar –o a lo mejor desmantelar– las corrompidas instituciones democráticas. A ese país no quiero llegar.
Dicen que alimentar un odio es como tomar veneno y esperar que sea el otro el que se muera. Por eso, a mí el odio no me mueve. Me inspira, en cambio, lo que creo que inspira a muchos otros colombianos: el compromiso con lo que se ha construido hasta ahora, la capacidad para convocar y no para dividir, la audacia para soñar y el propósito realista para ejecutar.
ADRIANA LA ROTTA
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