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Obviedades

¿Será posible que exista gente que no piense cosas que en la realidad serían despreciables?

No va a encontrar en esta columna nada novedoso, más bien cosas obvias. Trata sobre algo igual de obvio que escribió Carolina Sanín en Twitter: “La pedofilia no es un crimen. Es un crimen actuar sobre ella, es decir, el abuso sexual a menores. Pero ningún deseo es punible en tanto deseo, ni es tampoco bueno o malo. Así que reaccionemos contra los violadores de niños, no contra los pedófilos. No es lo mismo”.
Lo raro es que algo evidente haya causado tanta polémica, y más viniendo de Sanín, muy de abrir la boca para causarle escozor a esta sociedad mojigata. Todos tenemos nuestras formas de llamar la atención, la de ella es tocar temas álgidos con crudeza, y la discusión no es si su táctica funciona o no, sino el efecto que genera en nosotros. Porque no dijo nada nuevo ni escandaloso. Más o menos, expuso que si usted piensa mal pero no hace nada con eso que tiene en la cabeza, no está cometiendo un delito. Lo que pasa es que nos quedamos con la primera frase, que afirmaba que la pedofilia no era un crimen, y, como solemos leer más con nuestros prejuicios que con la cabeza, armamos la polémica. Es decir, hicimos exactamente lo que ella quería.
Lo bonito de la mente es que es el único lugar donde estamos solos. En tiempos en los que Google sabe dónde estamos y lo que compramos, la cabeza es nuestro último refugio. Siempre ha sido así, y mientras no se inventen un dispositivo para leerla, en ella podrá pasar de todo.

Somos tan planos en nuestra vida cotidiana que en la cabeza nos convertimos en nuestra mejor versión y en la peor.

Somos tan planos en nuestra vida cotidiana que en la cabeza nos convertimos en nuestra mejor versión y en la peor. Somos más valientes, más inteligentes, más generosos; más perversos también. Ganamos un Óscar, vencemos nuestros miedos, dejamos callado a alguien con una respuesta brillantísima, nos comemos a la pareja del otro.
Yo fantaseo con que juego mejor que Messi y llevo a Colombia a ganar un mundial; con que mi saldo en la cuenta de ahorros pasa de pesos a euros y que con esa cifra puedo no solo jubilarme, sino ayudar a gente que lo necesite. Pienso además otras cosas, bastante más oscuras, que no voy a compartir, y sé que mientras permanezcan allí no habrá lío. Si la vida está llena de reglas y convenciones, escapar en la cabeza nunca ha hecho daño a nadie más que al que fantasea.
Es cierto que a veces, el sistema falla y eso que tienes encapsulado explota un día, pero pasa muy rara vez. Es ahí cuando terminamos matando a alguien o tirándonos de un décimo piso, la altura perfecta para asegurarnos de no quedar vivos y, al mismo tiempo, de que la agonía de la caída no sea tan larga. Pero si tomamos en cuenta que somos siete billones de personas y vivimos más o menos en armonía, lo que tenemos es una sociedad que funciona pese a sus pensamientos más terribles.
El mundo se ha construido a punta de abusos, de que el fuerte pase por encima del débil; el rico, del pobre; el blanco, de las otras razas, y en ese juego de excesos los que llevan del bulto son los niños. Si este mundo está jodido, en buena parte es porque está lleno de adultos a los que arruinaron cuando niños. No está bien ni está mal, solo es así. Y, a veces, esos adultos arruinan a otro niño, como si estuvieran cobrándole una deuda a la vida. No necesariamente lo violarán, pero lo harán de una manera que lo deje marcado para siempre. Dañar a un niño es peor que matar a un adulto porque lo matas en vida.
Yo creo tener mi cabeza en regla, así que la dejo perderse a ratos para que haga lo que quiera, y cuando ha sido suficiente, la llamo de vuelta. Por eso, con frecuencia me pregunto si se puede vivir sin pensar vainas raras, llevando en la mente la misma sonrisa que les damos a las personas que no nos interesan. ¿Será posible que exista gente que no piense cosas que en la realidad serían despreciables? ¿Será esa misma gente la que crucificó a Carolina Sanín?
ADOLFO ZABLEH DURÁN
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