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Venezuela

¿Usted albergaría gratis a 20 personas desconocidas en su propia casa?

Mery (c) con algunos de las 20 personas que viven en su casa en el noroccidente de Bogotá.

Mery (c) con algunos de las 20 personas que viven en su casa en el noroccidente de Bogotá.

Foto:Juan Jaimes / EL TIEMPO

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Una estilista bogotana decidió alojarlas en su vivienda en el barrio Bonanza sin cobrarles nada.

Cindy Morales
Por fuera la casa de Mery Suárez es como cualquier otra del barrio Bonanza en Bogotá. Garaje techado con una cerca perfectamente pintada en blanco. Amplías ventanas, una fachada de ladrillos cafés y oscuros ya permeados por las lluvias de la ciudad, y una terraza donde siempre se está secando ropa.
En apariencia, nada fuera de lo común pasa en esa vivienda. Nadie imaginaría, por ejemplo, que la casa en realidad son dos. Una casa con dos pisos donde viven los dos hermanos de Mery con sus respectivas familias. Y la otra, en realidad un tercer piso improvisado, donde en menos de 60 metros cuadrados viven 23 personas.
Ninguna de ellas se conoce desde hace tiempo. Siendo honestos se cumplirán apenas cuatro meses cuando los primeros en llegar a esta casa se vieron por primera vez. Los más nuevos acaban de cumplir cuatro días. Pero estos desconocidos tienen al menos tres cosas en común: todos llegaron caminando a Bogotá, todos son de Venezuela y todos adoran a Mery.
Ella no sabe explicar qué la movió a trasladar sus cosas, desbaratar su salón de belleza, reacomodar toda su casa e inventarse muebles que hagan las veces de camas. Solo dice, cada vez que se lo preguntan, que el día que supo sobre el campamento en El Salitre, uno de sus hijos la animó a llevarles algo. Durante la noche lo pensó y decidió que en vez de eso, les propondría ponerles los materiales para que empezaran a vender tinto.
“Los primeros días no tuvimos éxito y yo me lo veía venir. Ellos habían pasado por muchas cosas y era obvio que dudaran. Pero no descansé, todos los días iba al campamento a ponerme a disposición de ellos. Sentí la necesidad de hacerlo”, explica Mery.
Gloria Jiménez, una de las 20 personas que viven en la casa, la interrumpe.
“O sea, imagínese que una señora que nadie conoce llega al campamento y nos dice que quiere darnos cosas para que salgamos a trabajar a cambio de nada. Ella nos decía todo el tiempo que era para que nos hiciéramos una platica, que ella no nos iba a quitar nada. Pobre doña Mery, nadie le hacía caso. Hasta que un día yo dije, si ella insiste tanto, no pierdo nada con escucharle cuento, y míreme aquí”, dice Gloria, una de las primeras en llegar a la casa.
El negocio de los tintos no funcionó como tampoco el plan de uno de los amigos de Juan Sebastián, el hijo mayor de Gloria. Su idea era acondicionarles a algunos de ellos una casa cerca de Ciudad Verde, en Soacha, para que no pagaran arriendo y pudieran ahorrar dinero, ponerse a trabajar y tener un comienzo más tranquilo del que han tenido muchos de los más de 112 mil venezolanos que viven en Bogotá.
“Esa idea de la casa no se pudo llevar a cabo, pero ya les habíamos dicho que era una posibilidad y estaban emocionados. A mí me dio como culpa dejarlos así y sin pensarlo les dije: bueno no hay casa en Soacha, pero la mía está a la orden. Si se quieren venir, las puertas están abiertas. No les voy a cobrar ni arriendo, ni servicios ni comida”, reconoce Mery que ríe a carcajadas mientras lo dice.
Sus hijos, su mamá y quienes la han llegado a conocer coinciden en decir que Mery “siempre ha sido así: una desprendida de las cosas”.
Antes de preguntarle, Mery dice con vehemencia que no le da miedo tener a desconocidos en su casa y que, si pudiera, tendría a más personas.
“La primera vez que me dejó sola en la casa yo tenía miedo. O sea, decía, y si esa señora me está tendiendo una trampa o si se desaparece algo y me echa la culpa. Recuerdo que ese día no me moví de la silla y ella se fue todo el día. Pero luego me fui dando cuenta de ese corazón chiquito que tiene, y chiquito lo digo porque da amor por montones que deberían ponerle uno más grande. Siempre nos ha tenido mucha confianza y todos le hemos respondido”, afirma Gloria.
Carlos, otro de los habitantes de la vivienda, dice que le preguntó a Gloria por qué no sentía desconfianza de ellos si nunca los había visto antes.
“Ella me dijo una cosa, pana, que me dejó callado. Me dijo: Carlos, yo no los conozco, pero Dios sí, no tengo nada que temer. Desde ese día nunca más me sentí prevenido”, contó.
Ni siquiera Mery sabe cómo hace para mantener la casa. Ella trabaja en una peluquería muy cerca de su casa y hace domicilios como esteticista y estilista para cortes de pelo, manicure, pedicure, masajes y limpiezas faciales. Su hijo mayor, de 20 años, hace entregas para una empresa de gas y Gabriel, de 16, está terminando el colegio.
Dos bocas suyas y 17 más adoptadas por las que hace todo lo que está a su alcance.
“Es duro porque los servicios se elevaron, la comida toca resolverla en el día a día, pero siempre vemos como ponemos unos aquí y allá. Cada viernes nos reunimos los que trabajamos y ponemos de a 20 mil pesos para reunir para la comida de la semana o si falta pagar algo, aunque yo me hago cargo de casi todo. Pero nunca nos ha faltado nada, Dios siempre encuentra sus caminos”, explica Mery. 
Hay deudas en la casa, claro. Todos son conscientes de que si hay para una cosa no hay para la otra y en esa lógica está primero la comida. Mery les ha dicho que cuando estén más "cuadrados" los adultos que trabajen pongan entre todos 100 o 200 mil pesos para que puedan ponerse al día con los servicios. Pero lo dice con una voz tan serena que contrasta con todo lo problemático que puede ser lo que acaba de decir. 

Ellos habían pasado por muchas cosas y era obvio que dudaran. Pero no descansé, todos los días iba al campamento a ponerme a disposición de ellos. Sentí la necesidad de hacerlo

Su cara refleja esa tranquilidad. Mery tiene 41 años, pero parece de mucho menos. Siempre anda en jean y chaqueta negra y su maquillaje es leve, pero bien hecho. Ríe por cada cosa que dice y tiene una complicidad especial con Gloria y Alines, a quienes contrató para hacer la comida de todos y ordenar la casa.
Ambas mujeres más Orlem, Héctor, la ‘Nena’, Nayibe y Milagros, su esposo Ricardo y sus cuatro hijos y dos nietos. También el hijo de Gloria, los dos de Alines y su nieto, y finalmente Anderson y Johana, los más nuevos en la vivienda, son su familia.
Literalmente su familia, porque desde que decidió alojarlos, las relaciones con sus dos hermanos no son las mejores. Mery reconoce que la noticia no les cayó nada bien y que reclaman que su casa, una herencia que a todos les dejó su papá, se ha convertido en un “inquilinato”.
“Pero yo no les peleó. Ellos siempre han sido así y yo no puedo vivir resentida con el mundo. Uno no se va a llevar nada para la tumba, entonces para qué tantas posesiones, para qué tantas cosas. Uno vino aquí a servir, por lo menos yo vine a eso”, afirma.
Los 23 se reparten en tres habitaciones. En una duermen 7, en otra 8 y en la última 5, aunque puede ir variando. Algunas habitaciones tienen camas o camarotes donde duermen hasta 4 personas, y algunos apenas duermen en colchonetas envueltas en cobijas para pasar el frío bogotano.
En la casa hay dos baños con dos duchas, una cocina pequeña, un lavadero y una terraza donde se disputan el espacio la ropa que se seca con las bolsas que todas han venido trayendo.
Todo este sitio lo comparten con los muebles de la anterior peluquería, una camilla, un sillón largo en cuero verde que hace las veces de comedor y de sala de estar a donde por la noche se ponen a hablar.
Además, una bicicleta estática que nadie usa, mesas y cajones que les han donado, Jessika, un maniquí con el que Mery aprendió a peinar, un estante donde están los recibos de los servicios –algunos vencidos- y Danger, un perro pitbull que uno de los hijos de Mery rescató de un dueño maltratador que lo tenía en lugares de pelea.
Los que trabajan o los que salen a ver cómo pueden trabajar o qué consiguen para el diario empiezan a llegar a la casa sobre las 5 o 6 de la tarde. Mery no les tiene restricciones de horario, les presta su celular para las llamadas o los fines de semana les da su tarjeta de TransMilenio para que se den una vuelta.
Eso sí, está pendiente de todos y se preocupa cuando no le contestan. A todos les dice hijo o hija y odia que salgan sin desayunar. Es la primera en levantarse y adelanta el café que no puede faltar en casa. Los alienta con voz de mamá, o sea con voz de mando, a que se pongan las pilas para buscar trabajo.
“Si no les dan trabajo por el PEP (Permiso Especial de Permanencia) entonces tienen que ir a vender chicles o tinto, pero hay que hacer algo, eso es bueno. Trabajar les da su platica, les da posibilidades. Yo siempre les digo ahorren para que cuando se quieran ir ya tengan una base”, dice Mery en un tono que todos toman de forma seria.
Pero luego cambia el tono:
Pero también pueden descansar, ver televisión, estar en internet. Con calma. Tampoco quiero que se me vayan”, y vuelve a reír a carcajadas mientras lo dice.
La fecha de salida de la casa de Mery es algo de lo que no se ha hablado. Por ahora todos son como una familia numerosa que divide sus tareas y sus pesares, que comparte sus alegrías. En lo que coinciden es que nunca tendrán cómo pagarle a Mery por lo que ha hecho y que algún día su recompensa le llegará.
“Mery para mí es el ángel de todos. Ninguno de nosotros podemos pagarle ni en diez mil vidas pues, todo lo que ella nos ha dado. Hizo lo que nadie haría, nos dio lo que tenía y más. Obviamente no estaremos en esta casa toda la vida, pero espero que mi Dios me la bendiga siempre”, expresa Alines.
- Mery, ¿algún día irías a Venezuela?
Se ríe y dice:
Sería el colmo que no fuera con este poco de hijos regados por el mundo que ahora tengo. Pero toca esperar, con ese señor allá ninguno ni me asoma la nariz”.
CINDY A. MORALES
Subeditora de ELTIEMPO.COM
En Twitter: @cinmoraleja
Correo Panas en Colombia: panasencolombia@eltiempo.com
Cindy Morales
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