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EEUU

Llegó ‘Fuego y furia’, el libro que el presidente Trump quiso censurar

El candidato republicano y su pequeño equipo esperan el resultado de las elecciones en el cuartel general de la campaña, en la torre Trump.

El candidato republicano y su pequeño equipo esperan el resultado de las elecciones en el cuartel general de la campaña, en la torre Trump.

Foto:Tomado de Twitter @IvankaTrump

EL TIEMPO publica fragmentos del primer capítulo del polémico texto de Michael Wolff.

La tarde del 8 de noviembre de 2016, Kellyanne Conway –directora de la campaña de Donald Trump– se instaló en su oficina de cristal en la torre Trump. Hasta las últimas semanas de la carrera por la presidencia, el cuartel de campaña de Trump había sido un lugar desangelado. Todo lo que parecía distinguirlo de una oficina corporativa eran unos cuantos carteles con lemas de derecha.
Conway se encontraba extraordinariamente animada, considerando que estaba a punto de experimentar una estrepitosa derrota. Donald Trump perdería la elección –estaba segura–, pero posiblemente podría mantener la derrota por debajo de los seis puntos. Eso era una victoria sustancial. En cuanto a la inminente derrota, no le hizo caso: era culpa de Reince Priebus, no suya. (…)
Más allá de todas las meteduras de pata de la campaña, el verdadero problema, dijo, era un demonio que no podían controlar: el Comité Nacional Republicano (CNR), dirigido por Priebus; su compinche, Katie Walsh, de 32 años, y su artillería antiaérea, Sean Spicer. En lugar de involucrarse de lleno, el CNR, que en última instancia era el instrumento de la élite republicana dominante, había estado cubriendo sus apuestas desde que Trump ganó la nominación. Cuando Trump necesitó el empujón, simplemente no lo encontró.
Esa fue la primera parte del giro de Conway. La otra fue que, a pesar de todo, la campaña había regresado del abismo. Un equipo que tenía graves carencias o, hablando de manera literal, el peor candidato en la historia política moderna –cada vez que se mencionaba el nombre de Trump, Conway hacía la pantomima de poner los ojos en blanco o mirar al vacío– lo había hecho extraordinariamente bien. (…)
De hecho, John McLaughlin, uno de los encuestadores de la campaña de Trump, había comenzado a insinuar más o menos durante la semana anterior que algunas cifras estatales claves, hasta entonces desalentadoras, podrían estar cambiando en beneficio de Trump. Sin embargo, ni Conway ni Trump mismo, ni tampoco su yerno Jared Kushner –el verdadero director de la campaña, o su monitor, designado por la familia– dudaban de que su inesperada aventura terminara pronto.
Solo Steve Bannon insistía en que las cifras se inclinarían a su favor. Sin embargo, como se trataba de la opinión de Bannon –del loco de Bannon–, era lo opuesto a una opinión alentadora. (...)
El consenso tácito entre casi todo el mundo en la campaña era que no solo Donald Trump no sería presidente, sino que, probablemente, no debería serlo. Convenientemente, la primera convicción significaba que nadie tendría que lidiar con lo segundo. (…)
Al amigo de toda la vida de Trump, Roger Ailes, le gustaba decir que si querías tener una carrera en la TV, primero debías postularte para presidente. Ahora, Trump, alentado por Ailes, estaba esparciendo rumores acerca de una cadena que sería propiedad de Trump. Era un futuro brillante.
Saldría de su campaña –Trump aseguró a Ailes– con una marca mucho más poderosa y con oportunidades incalculables.
—Esto es más grande de lo que jamás había soñado –dijo a Ailes en una conversación una semana antes de la elección–. No estamos perdiendo. Hemos tenido una victoria absoluta. –Es más, ya estaba preparando su respuesta pública ante el hecho de perder la elección: ¡Me la robaron!
Donald Trump y su pequeña banda de guerreros de campaña estaban listos para perder con fuego y furia. No estaban listos para ganar.
* * *
Para agosto, al estar detrás de Clinton por 12 a 17 puntos y al enfrentar una tormenta diaria de cobertura periodística aniquilante, Trump no podía hacer aparecer por arte de magia ni siquiera un escenario improbable para lograr una victoria electoral. En ese momento atroz, Trump, en cierto sentido, vendió su campaña perdedora. Bob Mercer, un multimillonario de derecha patrocinador de Ted Cruz, había trasladado su apoyo a Trump con una infusión de cinco millones de dólares. Al creer que la campaña estaba yéndose a pique, Mercer y su hija Rebekah tomaron un helicóptero desde su propiedad en Long Island y se dirigieron a un evento de recaudación de fondos –mientras otros donantes potenciales se echaban para atrás– en la casa de veraneo del dueño de los Jets de Nueva York y heredero de Johnson & Johnson, Woody Johnson, en los Hamptons.
Trump no tenía una verdadera relación ni con el padre ni con la hija. (...) Sin embargo, cuando los Mercer presentaron su plan para hacerse cargo de la campaña y colocar a sus lugartenientes Steve Bannon y Kellyanne Conway, Trump no opuso resistencia. Solo expresó una enorme incomprensión de por qué alguien querría hacer eso.
—Esto –dijo a los Mercer– está totalmente arruinado. (…)
Incluso cuando Trump eliminó a los otros 16 candidatos republicanos, eso no hizo que la meta final de ganar la presidencia fuera menos descabellada.
Y si durante el otoño ganar parecía ligeramente más probable, eso se evaporó con el asunto de Billy Bush.
—Me siento automáticamente atraído a las mujeres hermosas: simplemente quiero besarlas –dijo Trump al presentador de la NBC, Billy Bush, con el micrófono abierto, en medio del debate nacional que estaba desarrollándose acerca del acoso sexual–. Es como un imán. Simplemente, las beso. Ni siquiera me espero. Y, cuando eres una estrella, te permiten hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa… Agarrarles el coño. Puedes hacer lo que sea.
El lado bueno del oprobio que Melania Trump tuvo que soportar después del video de Billy Bush era que, ahora, no había forma de que su esposo se convirtiera en presidente. (…)
La posibilidad de que su esposo fuera presidente era para Melania algo aterrador. Creía que eso destruiría su vida cuidadosamente protegida –una vida aislada, en forma no poco considerable, del clan familiar Trump–, que estaba enfocada casi en su totalidad en su pequeño hijo. (…)
Había una campaña de rumores alrededor de ella, cruel y cómica por lo que insinuaba, que se desarrollaba en Manhattan. (…) El New York Post tuvo acceso a escenas eliminadas de una sesión de fotos al desnudo que Melania había hecho al inicio de su carrera como modelo, una filtración que todo el mundo, excepto Melania, asumía que podía rastrearse hasta Donald Trump mismo.
Inconsolable, confrontó a su esposo. ¿Esto es lo que me espera en el futuro? Le dijo que no podría soportarlo.
Trump respondió a su manera –¡Los demandaremos!– y la puso en contacto con sus abogados. Sin embargo, él estaba, también, insólitamente arrepentido. Falta poco, le dijo. Todo terminaría en noviembre. Le dio a su esposa una garantía solemne: simplemente no había forma de que él pudiera ganar. Incluso para un esposo crónicamente infiel, esta era una promesa hecha a su esposa que parecía seguro de cumplir.
* * *
En el caso de Trump, prácticamente nadie en su círculo más cercano había trabajado alguna vez en la política en un nivel nacional: sus consejeros más próximos no habían trabajado en la política en absoluto. A lo largo de su vida, Trump había tenido pocos amigos cercanos, pero cuando comenzó su campaña para lanzarse a la presidencia prácticamente no tenía ningún amigo en la política. (...) Y decir que no sabía nada acerca de los cimientos intelectuales del puesto era un cómico eufemismo. El príncipe de la campaña, Sam Nunberg, fue enviado a explicar la Constitución al candidato: “Solo llegué a la Cuarta Enmienda antes de ver en su rostro una actitud de total aburrimiento”.
Casi todo el mundo en el equipo de Trump llegó con el tipo de conflictos engorrosos destinados a fastidiar a un presidente o a su personal. Mike Flynn, el futuro consejero de Seguridad nacional, quien se convirtió en su telonero en los actos de campaña, había recibido comentarios de sus amigos de que no había sido una buena idea recibir 45.000 dólares de los rusos por dar un discurso.
—Bueno, eso solo sería un problema si ganáramos –les aseguró, sabiendo que, por lo tanto, no sería un problema.
Paul Manafort, el cabildero y operador político internacional a quien Trump contrató para dirigir su campaña después de que Lewandowski fue despedido, había pasado 30 años representando a dictadores y déspotas corruptos, amasando millones de dólares en una ruta de dinero que desde hacía mucho tiempo había captado la atención de los investigadores estadounidenses. Cuando se unió a la campaña estaba siendo investigado. (…)
Charlie Kushner, a quien estaban totalmente ligados los intereses inmobiliarios comerciales del yerno y asesor más importante de Trump, ya había pasado tiempo en una prisión federal por evasión fiscal, manipulación de testigos y donaciones ilegales a campañas.
Si el equipo de Trump hubiera investigado a su candidato, habría concluido razonablemente que un escrutinio ético minucioso podría ponerlos fácilmente en peligro. Sin embargo, Trump no llevó a cabo tal esfuerzo, y lo hizo con toda intención. Roger Stone, el consejero político de Trump de toda la vida, explicó a Steve Bannon que la conformación psíquica de Trump hacía imposible que llevara a cabo ese análisis profundo sobre sí mismo. Tampoco podía tolerar saber que alguien más supiera demasiado sobre él, y, por tanto, que tuviera algo con lo cual manipularlo. Y, de cualquier modo, ¿qué caso tenía hacer una revisión tan minuciosa y potencialmente amenazante si no había tantas posibilidades de ganar?
Trump no solo menospreciaba los conflictos potenciales de sus tratos de negocios y sus propiedades inmobiliarias, sino que, audazmente, se negó a dar a conocer sus declaraciones de impuestos. (…)
¡No iba a ganar! O perder era ganar.
Trump sería el hombre más famoso del mundo: un mártir frente a la deshonesta Hillary Clinton.
Su hija Ivanka y su yerno Jared habrían pasado de ser niños ricos relativamente desconocidos a convertirse en celebridades internacionales y embajadores de marca.
Steve Bannon se convertiría en la cabeza ‘de facto’ de su movimiento del Tea Party.
Kellyanne Conway sería una estrella de las noticias por cable.
Reince Priebus y Katie Walsh obtendrían el respaldo del Partido Republicano.
Melania Trump podría regresar a sus discretos almuerzos.
Ese era el resultado libre de problemas que esperaban el 8 de noviembre de 2016. Perder funcionaría para todos.
Poco después de las 8 de la noche de ese día, cuando la inesperada tendencia –Trump, de hecho, podría ganar– parecía confirmarse, Donald hijo le comentó a un amigo que parecía como si su padre hubiera visto un fantasma. Melania, a quien Donald Trump le había hecho una promesa solemne, estaba bañada en llanto, y no eran lágrimas de alegría.
De acuerdo con una observación divertida por parte de Steve Bannon, en el espacio de poco más de una hora, Trump pasó de estar confundido a estar incrédulo, y, luego, a verdaderamente horrorizado. Sin embargo, todavía habría de venir la transformación final: repentinamente, Donald Trump se convirtió en un hombre que creía que merecía ser y que era totalmente capaz de ser el presidente de los Estados Unidos.
MICHAEL WOLFF
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