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Lecturas Dominicales

El caso más impresionante de precocidad literaria

En su número del 24 de abril de 1977, LECTURAS DOMINICALES publicó una reseña sobre 'Qué viva la música', de Andrés Caicedo.

En su número del 24 de abril de 1977, LECTURAS DOMINICALES publicó una reseña sobre 'Qué viva la música', de Andrés Caicedo.

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Nicolás Suescún escribió en 1977 esta reseña sobre 'Qué viva la música', novela de Andrés Caicedo. 

Sergio Alzate
A Andrés Caicedo lo conocí en Bogotá. En la mitad de una calle, increpaba a una muchacha que ya iba como a dos cuadras de distancia. No lo había visto nunca. Lo había leído. En El atravesado, una novela corta que narra la historia de un pendenciero trotacalles caleño, había percibido un tono insólito. Se trataba de un relato escrito con un ritmo de lengua hablada y este simple hecho lo colocaba aparte. Era algo nuevo que, aquí, no se había hecho o se había hecho mal. También sabía que escribía notas y dirigía una revista de cine, la más grande y seria que se ha hecho en Colombia.
No lo conocía, pero adiviné, algo me lo indicó –tal vez el hecho de que estuviera atravesado en la calle– que ese joven alto, desgarbado, de gafas, era Caicedo. Hablamos un rato. Guardé la imagen de un joven tímido que tartamudeaba, algo incoherente, iconoclasta, que se entusiasmaba por películas que a mí no me convencían y que después escribía largos artículos en los que desplegaba una rara erudición cinematográfica. Unos días después supe que lo habían internado en una clínica para desintoxicarlo y que se había vuelto a Cali, unos decía que bien, otros que lo mismo.

Hace unos viernes, un amigo llegó con la noticia de que Andrés se había suicidado. No era segura, podía ser una patraña de un macabro bromista. Pero no.

Lo volví a leer –un cuento magistral en la segunda entrega de Obra en marcha. En él había sentido el mismo hálito fresco de lo contemporáneo, el humor, el desparpajo, el amor por el cine y la música y una necesidad ardiente de decir su verdad, no las opiniones y temas de posición habituales en nuestra pomposa narrativa, sino la esencia, lo más íntimo de su propia experiencia. El cine y la música, anoto de paso, son más importantes que los libros en esa cultura de los jóvenes que han crecido a espalda de los literatos y que nos ha dejado atrás.
Luego, hace unos viernes, un amigo llegó con la noticia de que Andrés se había suicidado. No era segura, podía ser una patraña de un macabro bromista. Pero no. En el periódico del día siguiente una corta noticia, en una página interior, registraba el absurdo escuetamente. Sin foto ni nada. Y los periódicos de Cali decían simplemente que había muerto, por respeto a su familia. Comparto este respeto, pero no quiero y no creo que Andrés hubiera querido que se diluya el significado de un gesto consciente y largamente meditado.
Esto no lo pensé en ese momento, sino después de leer Qué viva la música, su novela, publicada unos días después. Mis amigos críticos me dijeron que no tenía estructura, que esta flaqueaba, que el final no funcionaba. Uno me dijo que había leído dos páginas y había ojeado la estructura; otro que no era literaria. Otro, en fin mejor crítico, mencionó dos hechos que le parecieron insólitos: que el narrador fuera una mujer y que el autor contara su vida.
Aclaro estos puntos, que sí importan: el personaje central es María del Carmen Huerta, una alumna del aristocrático Liceo Benalcázar de Cali que se vuelve puta; y por boca de esta gloriosa caleña de pelo color de mango maduro, en una maravillosa simbiosis poética, habla el escritor, el poeta, el artista, en nombre propio y el de su generación. Esta novela es más que una novela, es una manifiesto poético y una bomba cultural sin paralelo en nuestra literatura.
Resumo el elemento novelesco: María del Carmen, “una burguesita de lo más chiche”, como la llama Ricardito el Miserable, el Sempiterno Inconforme, su traductor de letras de las canciones de rock que la inician en la “extendida tierra, eternamente nueva” de la música, se va a vivir con un guitarrista pelirrojo, Leopoldo Brook, con el que agota las posibilidades de la música en inglés. En una rumba de estudiantes descubre la salsa, y reniega del imperialismo cultural yanqui. Se arrejunta con Rubén Paces, programador de la discoteca “Ritmos Trasatlánticos”, a quien abandona por el Bárbaro, experto bajador de gringos comehongos, de esos que vienen aquí a “encontrar los pecados capitales a precio de realización”.
“Siempreviva”, como se bautiza al final, prueba todas las drogas: la marihuana, la coca, el ácido, las pepas, los hongos y el trago, y termina su historia con unos amorales aforismos que resumen la posición filosófica de Andrés y que explican su trágica decisión: “...el libro miente, el cine agota, quémenlos ambos, no dejen sino música”. “No dejes de ser niño… nunca te vuelvas persona seria… recoge tu hogar en el daño, el exceso y la tembladera”. “Para la timidez la autodestrucción”. “Tú enrúmbate y después derrúmbate. Échale de todo a la olla que producirá la salsa de tu confusión”.
Otros personajes, como Pedro Miguel Fernández, matricida, parricida y nanicida; Roberto Ross, drogo de 13 años que “resumía tal vez los vórtices de la época”; y Mariangela, que se tira desde el piso 13 de Telecom, enriquecen este fresco increíblemente cómico y al mismo tiempo exacto sobre los jóvenes, la ciudad de Cali y el trópico multicolor. Porque ésta es una novela de verdad, la primera que se escribe en Colombia desde La María, un libro en el que bulle la vida, escrito en el idioma, fenomenalmente recursivo y gracioso, que hablan los jóvenes; y casi se podría decir, cantada. La integración de las letras de las canciones en la narración solo la pudo hacer el artista maduro que era Andrés, el caso más impresionante de precocidad literaria que ha dado el país.
LECTURAS DOMINICALES
24 de abril de 1977
Sergio Alzate
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