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Lecturas Dominicales

Astro que gira

El escritor argentino Andrés Neuman, premio Alfaguara 2009, confiesa que quiso ser futbolista, que la única vez que vio a Maradona se perdió el gol y que las derrotas de su equipo, el Boca Juniors, resultaron ser una buena escuela.

El escritor argentino Andrés Neuman, premio Alfaguara 2009, confiesa que quiso ser futbolista, que la única vez que vio a Maradona se perdió el gol y que las derrotas de su equipo, el Boca Juniors, resultaron ser una buena escuela.

Foto:Christian Liewig, Getty Images.

El autor argentino Andrés Neuman confiesa que quiso ser futbolista y escribe sobre Maradona y Messi.

1. Culturizar o futbolizar 

Que los vínculos entre arte y deporte son capaces de producir conocimiento es algo que sabemos desde la antigua Grecia. Diferente asunto es que hoy en día, demasiado a menudo, solo seamos capaces de generar ruido, polémicas o consumo en torno a la actualidad deportiva. El fútbol, por supuesto, no necesita que nadie lo defienda. Vivimos rodeados por su sobredosis, y comprendo el hartazgo de quienes no lo disfrutan. Pero la escritura no es un tema, sino una forma de mirar el mundo. Un método de acercamiento a cualquier realidad.
En este sentido, el fútbol nos ofrece una materia vivísima. Acaso la más convocante en términos de movilización popular y transversal: alcanza a todas las generaciones, clases, naciones y culturas.

Que los vínculos entre arte y deporte son capaces de producir conocimiento es algo que sabemos desde la antigua Grecia.

¿Puede la literatura, que es un radar de su época, desaprovechar la ocasión de proyectar una mirada curiosa sobre semejante fenómeno? En otras tradiciones literarias, este tipo de vínculo parece más asumido. DeLillo integró el béisbol en la narración de Underworld, una de sus novelas de máxima ambición. D. F. Wallace escribió ensayos sumamente eruditos sobre tenis. Por alguna razón, en nuestra lengua nos cuesta poetizar el fútbol, pese a excepciones clásicas como Soriano o Fontanarrosa, o a textos recientes de Juan Villoro, David Trueba o Vicente Verdú. Nos resulta difícil observarlo con asombro estético, quizá porque lo tenemos demasiado cerca. Esta exposición diaria nos impide suspirar, como aquellos amantes del poema de Rilke, frente a una pelota: "Somos casi como un astro que gira".

2. Boca y las vocaciones

El fútbol me salvó de varias cosas. De ser el niño raro al que martirizan en la escuela. De no poder compartir más que gruñidos con mis compañeros. Del riesgo de ignorar el cuerpo, proclive como era a imaginarlo todo. El fútbol me enseñó que, si corremos, es mejor hacerlo hacia delante. Que no conviene pelear solos. Que a la belleza siempre le dan patadas. Y que nuestros rivales se nos parecen demasiado.
A los ocho o diez años, mis dos vocaciones en la vida parecían claras: meter goles en La Bombonera y escribir libros. Ser delantero de Boca Juniors y poeta. En cuanto a lo primero, el fracaso resultó memorable. En cuanto a lo segundo, vaya usted a saber.
El equipo que me tocó querer en la infancia atravesó una nefasta década de los 80. El Boca de los cuatro entrenadores en una sola temporada. El de la depresión post-Maradona, que tendió siempre a destruir todo aquello que él mismo había creado. El de la sequía de los siete años. Yo me preguntaba dónde andaría perdido aquel club que, según narraban, había ganado la Copa Libertadores y la Intercontinental el mismo año en que yo había nacido. Escuchando aquellas hazañas pretéritas, me sentía como quien llega tarde a una fiesta a la que todo el mundo dice haber asistido.
No lamento, sin embargo, haberme educado en aquel Boca decadente. Sus derrotas fueron otra escuela. Desde esta perspectiva, nada más natural que mi familia se exiliase a Granada, sede de un pequeño club del que he sido socio sufridor y que cada temporada lucha por llegar a Primera División o mantenerse en ella. Sobrevivir es el auténtico partido.

A los ocho o diez años, mis dos vocaciones en la vida parecían claras: meter goles en La Bombonera y escribir libros. Ser delantero de Boca Juniors y poeta.

3. Un náufrago en el baño

Como en mi casa el fútbol no se consideraba algo interesante, y ya no digamos digno de la atención ritual que yo le prestaba cada domingo, de niño adquirí la hermética costumbre de encerrarme en el baño a escuchar los partidos de Boca.
En aquel tiempo de escasas emisiones en directo, a años luz de las televisiones digitales, la radio era nuestros ojos. También un desafío de imaginación aplicada y apreciación lingüística: si no había exactitud en la narración, de inmediato el partido se emborronaba, perdía foco. Aunque sin duda agradezco los partidos televisados, tengo la sensación de que por radio se logra un vínculo particularmente literario entre estímulo verbal y producción de imágenes. A mejores palabras, mayores visiones.
Para poder concentrarme en cada movimiento imaginado, para entregarme sin distracciones al partido invisible, justo antes del pitido inicial corría al baño y me recostaba en la bañera vacía. Apoyaba la radio en el borde, la ponía a todo volumen y me dejaba envolver por el sobresalto de los ecos. Así, la narración, las jugadas, las voces se multiplicaban a mi alrededor. Ahí, a bordo de mi pequeña cancha flotante, naufragando hacia La Bombonera, escuchaba los goles que siempre nos hundían.

4. Hinchas inguinales

Una de las costumbres más estúpidas de nuestra pasión futbolera es el arsenal de tópicos referentes a la virilidad de los jugadores. Ese malentendido que confunde el talento con las zonas inguinales. Recuerdo haber pasado media infancia escuchando las críticas que recibía mi jugador predilecto, el Chino Tapia, cada vez que perdía una pelota. Enganche zurdo, con esa electricidad que solo tienen ciertos pasadores para pensar bajo amenaza, el Chino era audaz en la conducción, visionario para los espacios y generoso en el último pase. Pero, cada domingo, los hinchas inguinales vociferaban: ¡Tapia, la puta madre, no seas bailarina! ¡Pero qué maricón, Chino, carajo!

Una de las costumbres más estúpidas de nuestra pasión futbolera es el arsenal de tópicos referentes a la virilidad de los jugadores. Ese malentendido que confunde el talento con las zonas inguinales.

Durante el Mundial de México, mi infancia se topó con otra conclusión: los generosos suelen ser suplentes. Aquel año, por supuesto, la camiseta número 10 de la selección ya tenía dueño. Pero, con el gusto rupestre de Bilardo, el Chino no podía aspirar siquiera a media hora. Apareció un rato contra Corea y unos minutos contra los ingleses. Luego de un breve acorde con Maradona, decidió por una vez no cederle el protagonismo a nadie. Y disparó desde lejos con su pierna mala. La pelota tocó el poste. Se paseó por la línea como dudando. Y se marchó a milímetros del gol. En aquel mismo instante, el delicado Tapia se desgarró la ingle.

5. Maradona Mundial

Para nuestra generación, Maradona fue una forma de soñar y otra de despertar bruscamente. Para mí, en cierto modo, fue también un rastro fugitivo. Nací casi al mismo tiempo que él debutaba en el fútbol argentino. Apenas llegué a verlo jugar con Boca y, para cuando tuve uso de memoria, ya se había marchado a Barcelona. Tampoco alcancé a disfrutar de sus diabluras allí porque, antes de mi mudanza a España, se fue a Nápoles. Sólo pude seguirlo atentamente durante una temporada, la de su regreso a España, cuando lo fichó el Sevilla. Mi padre me llevó a ver un partido al estadio Sánchez Pizjuán. El Sevilla le ganó 1-0 al Gijón. Maradona marcó el gol justo al comienzo del partido, disparando a la media vuelta tras engatusar al balón con la punta del hombro. Por supuesto, yo me perdí su jugada en vivo: llegamos a nuestros asientos un minuto después.
Pude al menos observar sus aventuras durante los mundiales. A diferencia de Messi, por encima de las conquistas con sus clubes, fue con la camiseta de la selección como Maradona se erigió en mito nacional. O, mejor dicho, cuando el país lo eligió como alegoría. Si parte de Argentina todavía lo idolatra, más allá de la razón y de sus incontables bochornos, es quizá porque ha encarnado como ningún otro personaje tres de los grandes roles nacionales: el mesianismo, el fatalismo histórico y el paraíso perdido.
Mientras permanecía internado en una clínica, una de las pancartas que sus fieles exhibían se preguntaba: "Sin él, ¿qué nos queda?". Para una sociedad acostumbrada a las caídas, lejos de debilitar su influjo, la desaparición o el hundimiento de un ídolo lo integra definitivamente en sus valores. Ese es el mecanismo adictivo (dicho sea sin ningún ánimo de broma) que Maradona ejerce sobre el aficionado local. Por eso, cuanto más se degrade y humille, más se echará de menos su figura virtuosa, en plenitud, alegrando el césped. Frente a la clínica donde yacía varado, al borde de la muerte, la gente llegaba con imágenes de su brillante juventud, dibujos coloreados, estampas religiosas, cartas e inscripciones.

Fue con la camiseta de la selección como Maradona se erigió en mito nacional. O, mejor dicho, cuando el país lo eligió como alegoría.

La trayectoria de Maradona con la selección mantuvo extraordinarios paralelismos con la historia contemporánea de Argentina. En el Mundial 78, el de los desaparecidos por la dictadura, fue borrado de la lista a último momento: su técnico Menotti decidió que era demasiado joven. En el 82, el Mundial de la guerra de las Malvinas, fue masacrado por los rivales y finalmente expulsado. En el 86, con el país aún flotando en la euforia de la democracia y los juicios a las Juntas Militares, Maradona fue canonizado: con la ayuda de la celebérrima mano de Dios, vengó simbólicamente a las Malvinas y logró el campeonato. El épico segundo gol a los ingleses, aquel en que burló con un zigzag imposible a media docena de adversarios más fuertes que él, venía a confirmar el espejismo de la reconstrucción nacional, de otra clase de justicia. Maradona hizo un gol ilegal y una obra maestra en el mismo partido. Produjo trampa y poesía. Se autorretrató en pocos minutos.
En el Mundial 90, coincidiendo con la atroz presidencia de su amigo Menem, Maradona pareció metaforizar el destino de los rutilantes engaños menemistas: la selección volvió a llegar a la final, pero esta vez su juego fue pésimo y el capitán jugó todo el Mundial cojeando por una lesión en el tobillo. Al año siguiente, mientras el Estado era corruptamente malvendido y se indultaba a los militares genocidas, Maradona daba positivo por dopaje e iniciaba su calvario.

6. Messi sin mesianismo

Aunque él ni tan siquiera lo sospeche, Messi ha propiciado una especie de misterio ideológico. Un paradigma que apenas encuentra precedentes futboleros: un genio que no es un líder y que tampoco quiere serlo. Las estrellas tienden a sobreactuar. El lenguaje no verbal de Messi (del verbal ya ni hablemos) resulta en cambio hermético. Su autoridad no es consecuencia de ninguna vocación de mando, sino del puro rendimiento en la cancha. De la productividad ensimismada de sus goles y la brutal frecuencia de sus récords.
No me engaño con la fábula de que el muchacho es tan humilde que desdeña cualquier forma de poder. Semejante premisa subestima la naturaleza humana y, sobre todo, el poder. Pienso más bien que a Messi le interesa un tipo muy específico de poder: el de jugar como quiera sin que nadie (incluidos entrenadores y presidentes) le dé órdenes. No parece esperar tanto que sus compañeros hagan lo que él les dice, como que sus compañeros le permitan a él hacer siempre lo que le da la gana. Maradona o Cruyff se comportaban como díscolos líderes sindicales. Pelé o Platini prefirieron convertirse en altos ejecutivos. Zidane fue una suerte de silencioso guía estético. Messi sólo parece cómodo en una radical libertad individual. Anarquista sin teoría, en lugar de imponer su ley, elude las leyes ajenas.
Nuestro astro tampoco encaja en los modelos tradicionales de capitán: el caudillismo hiperquinético de Maradona o Cristiano, la infatigable ejemplaridad de Raúl o Puyol, el magnetismo táctico de Guardiola o Xavi, el carisma veterano de Maldini o Buffon. Por eso quizás haya resultado un tanto contra natura imponerle el brazalete. En un deporte de complejidades tan colectivas, la capitanía no suele portarla simplemente el mejor jugador, sino aquel con mayor capacidad de convocatoria entre sus compañeros. A Messi la capitanía de la selección parece habérsele concedido por la razón opuesta: como estímulo anímico para él, más que para los otros.

Messi sólo parece cómodo en una radical libertad individual. Anarquista sin teoría, en lugar de imponer su ley, elude las leyes ajenas.

En el pasado Mundial, el partido de Argentina contra Irán bordeó el ridículo hasta que Messi lo resolvió como le gusta: arrancando desde la derecha, en busca del perfil interior para el disparo entre varios defensores. Al terminar el partido, Romero lo resumió con la capacidad observadora de los arqueros. "El enano frotó la lámpara", dijo. Así se lo espera a Messi: como una providencia casi ajena al equipo. Más como un fugaz milagro que como un fenómeno contagioso.
"Siendo tan tímido", cuentan que una amiga de la infancia le preguntó a Messi, "¿cómo podés salir a la cancha y hacer lo que hacés delante de millones de personas que te están mirando?". Él sonrió tenuemente y pronunció la mejor respuesta que acaso pronunciará en toda su vida: "No sé. No soy yo". No soy yo, contestó sin pensar en lo mucho que nos hace pensar. Quién sabe si, en el fondo, se trata de lo contrario: solo entonces es él. Solo entonces, dentro de los límites del juego, averigua quién es. El resto del personaje hiberna entre partido y partido.
Muchos argentinos tienden a exigirle a Messi que sea lo que no es. Más que con su notable rendimiento con la selección nacional, el problema tiene que ver con las expectativas ajenas. Por eso resultaría justo leerlo como lo que es: un genio que nos induce a reescribir nuestros lugares comunes. Aprender a interpretarlo nos permitirá disfrutarlo plenamente antes de que decline. Entonces, como siempre, empezaremos a extrañarlo demasiado tarde.
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