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Investigación

La cruzada de una madre por encontrar un hijo secuestrado hace 20 años

Blanca Flórez cuenta que su hijo Jesús Antonio (abajo) fue secuestrado en el barrio 20 de Julio y luego llevado a Huila y Caquetá.

Blanca Flórez cuenta que su hijo Jesús Antonio (abajo) fue secuestrado en el barrio 20 de Julio y luego llevado a Huila y Caquetá.

Foto:Guillermo Reinoso Rodríguez / EL TIEMPO

Blanca Flórez fue plagiada en Putumayo, adonde viajó en busca de algún rastro de su hijo Jesús.

Veinte años después del secuestro de su hijo, Blanca Aidé Flórez mantiene firme la esperanza de volver a verlo, y por eso no desiste de su idea de encontrarlo, así sea por su propia cuenta. “Nunca he pensado que murió, no pierdo la esperanza y no la puedo perder”, señala esta santandereana de 65 años, quien en una de sus salidas en busca de su primogénito vivió en carne propia el secuestro.

Me sentía presionada, fue algo demencial

Jesús Antonio Rodríguez Flórez es el mayor de sus cinco hijos. Fue secuestrado el 18 de noviembre de 1997 por miembros del frente 15 de las Farc, en el barrio 20 de Julio de Bogotá, y de allí, conducido a Las Cruces y luego a una finca llamada La Florida, en Curillo, Caquetá. Él debe tener hoy 42 años, es decir, casi la mitad de su vida ha estado en cautiverio, en la selva.
Chucho, como Blanca lo llama, incluso en sus sueños, donde lo ve encerrado en cambuches y ansioso por probar un pan francés y un buen chocolate con queso, nació en Barbosa, Santander, y llegó a la capital siendo un niño, porque su madre, que había sido abandonada por el esposo, decidió buscar un mejor futuro. Por eso, desde muy joven debió ayudar en las labores de la casa y, años más tarde, en la cancha de tejo y en la gallera que montó la familia.
A los 20 años, Jesús Antonio era reconocido como empresario de gallos. Los tenía en el patio de la casa, los cuidaba y adiestraba, y el día de las peleas, a las que llegaban galleros de Cundinamarca, Boyacá, Meta y Santander, los alistaba con afiladas espuelas. El joven usaba jean, sombrero, botas y correa de cuero con una gran hebilla. Así estaba vestido cuando se lo llevaron. Ese día había salido a comprar unas espuelas para sus gallos, pero nunca regresó.
Él fue secuestrado junto con otros dos jóvenes, entre ellos una mujer. Pocos días después, su madre empezó a recibir llamadas telefónicas en las que le exigían 10 millones de pesos por dejarlo en libertad. Le pedían que los llevara al parque de los Colegios de Suaza, en Huila, pero luego, en otras llamadas, que dejara el dinero en una estación de servicio de la misma población. Y entre llamada y llamada, los captores exigían más dinero. Pasaron de 10 millones de pesos a 30 y luego a 100 millones. El mismo monto era pedido por cada uno de los jóvenes que desaparecieron ese 18 de noviembre.
“Me sentía presionada, fue algo demencial; yo tengo una grabación de un tal José Alirio, de una señora Isabel y del comandante ‘Míller Peña’ ”, recuerda esta mujer, que cada vez que sonaba el teléfono entraba en una especie de crisis de nerviosa. En las llamadas les decía que no tenía esa plata y que esperaba que un banco le prestara. Finalmente, como no pudo reunir el dinero, su hijo fue sacado de la ciudad.
En su cruzada por encontrar a Chucho, esta santandereana viajó a San Vicente del Caguán, en la época del inicio de los diálogos de paz durante el gobierno de Andrés Pastrana. En ese municipio la recibió alias Simón Trinidad (hoy en una cárcel de Estados Unidos), quien después de escucharla y ver la fotografía que ella le enseñó de Jesús Antonio solo le dijo: ‘Vamos a preguntar por él’. “Ese viaje fue perdido, lo único que me dieron fue el número (telefónico) de la emisora de San Vicente para que llamara y le enviara mensajes”, recuerda.
Decepcionada y sin ninguna pista más que las que ella misma iba encontrando, Blanca regresó a la capital para preparar una nueva aventura. Con un mapa, la denuncia del secuestro, las fotos de Jesús Antonio y una certificación de que era madre cabeza de familia, emprendió un largo viaje que la llevó a Curillo, Caquetá. En ese punto, donde finalizaba la carretera, logró confirmar que guerrilleros habían pasado con unos muchachos amarrados y que los embarcaron hacia el Putumayo en una lancha por el río del mismo nombre del poblado. Las descripciones correspondían a las de su hijo y de los otros dos jóvenes.
Arriesgando incluso su vida, Blanca decidió seguir la ruta que llevaban los guerrilleros. Pero cuando iba llegando a Puerto Guzmán se encontró con un retén. Había cinco hombres con camuflado, botas de caucho y armados con fusil. Ya corría el rumor de que una mujer blanca estaba preguntando por secuestrados. “Esta es la mona que anda buscando lo que no se le perdió”, le dijeron, y la separaron del resto de pasajeros.
“Me iban a matar, empecé a rezar el padrenuestro, pero se me olvidó. Me encomendé entonces a Jesucristo”, agrega. Para su fortuna, los guerrilleros llamaron a un SAI y allá recibieron la orden de llevarla con ellos. Blanca fue trasladada a un campamento, donde alias Fabio, hombre de mediana estatura, contextura gruesa y piel morena que la retuvo dos meses.
De rodillas sobre una balsa que se estremecía con las olas que formaban las voladoras a su paso por el río Mandur, en Puerto Guzmán, estuvo lavando ropas y cocinando de día y de noche para los guerrilleros del frente. Cuenta que incluso, un día le dieron un Galil (fusil) para que aprendiera a disparar. “Pusieron lejos las tapas de unas ollas y me dijeron: ‘Aprenda a disparar’, y me pasaron el Galil. Yo les dije que solo sabía usar escopeta. Pero ellos insistieron: ‘Asegúrese y apunte’. Yo le alcancé a pegar a la tapa, pero el fusil me pateó tan duro que me tumbó”, cuenta esta mujer.
Para ese momento, ‘Fabio’ ya había confirmado que la ‘mona’ solo era una madre desesperada por encontrar a su hijo; sin embargo, insistió en retenerla en el campamento, conformado por unas cuantas casas de madera y zinc ancladas en la falda de una montaña. Finalmente, ante los ruegos, la dejó ir, no sin antes remitirla a la compañía móvil Timanco, del frente 61, en el Huila.
Ella debía llevar un portacomida como contraseña, para que le permitieran transitar por la región. Tenía que llegar hasta unas canchas de tejo en el alto San Agustín; sin embargo, en el camino se encontró en medio de operativos del Ejército y le tocó abortar la travesía. Pero ya la larga caminata y el trabajo en el campamento habían hecho mella en su salud. Entonces, Blanca Aidé, que se quejaba de un fuerte dolor de espalda, debió regresar a Bogotá sin noticias de su hijo.

Siempre he tenido la esperanza de que mi hijo esté vivo. Por eso voy adonde me toque ir, no me importa que llueva o haga sol

Pero no pasaron cinco meses, cuando de nuevo timbró el teléfono en su casa. Eran malas noticias. Le dijeron que Jesús Antonio había sido asesinado en Yurayaco, en San José del Fragua, Caquetá, cerca de los límites con Putumayo. Volvió a alistar documentos, un mapa y fotos, y salió hacia el sur del país. Una vez en esa población, la información de la muerte de su hijo fue desvirtuada. El inspector no había realizado el levantamiento de algún cuerpo con esas características, pero sí se disponía a desplazarse hasta el caserío cocalero de La Novia para conocer de la muerte de dos jóvenes que vendían cosméticos y fueron sentenciados porque supuestamente eran informantes del Ejército. Ese hecho no intimidó a esta mujer, que, acompañada por el cura, subió a un viejo campero que la llevó al caserío.
Pero, antes de llegar a La Novia, cruzó por un punto llamado Sabaleta. Allí se encontró con una fila de campesinos que vendían coca y luego pasaban a otra para pagar la vacuna, pero, de pronto, cuenta, “la gente empezó a hacer pío, pío, pío…, a manera de alerta de que algo grave iba a pasar. Ahí fue cuando nos advirtieron que nos iban a matar”. A ella le tocó refugiarse en una droguería junto con el sacerdote. En ese sitio fue abordada por el ‘Ñato’, un jefe guerrillero al que le hacía falta parte de la nariz y que iba acompañado por 10 hombres. De nuevo, sus papeles y las fotos la volvieron a salvar, y ella pudo descartar que entre los muertos estuviera su hijo.
Sin embargo, a esta mujer aún le faltaba otra aventura. Tiempo después, siguiendo el rastro de los secuestradores, regresó a Caquetá, pero ya a la población de San José del Fragua. Allí dijo llamarse Margarita, se hizo pasar por vendedora y hasta aprendió a hablar con el dejo de los habitantes de la región. Como esa estrategia le funcionó, la utilizó en otro viaje que hizo a Suaza, en el Huila. Y, aunque esta madre logró ubicar a tres personas vinculadas con el plagio de Jesús Antonio, eso –dice– de nada le sirvió porque las autoridades de la región no atendieron su alerta.
Aun así, esta campesina, que había estudiado enfermería, oficio que ejerció durante varios años en la Caja de Previsión Nacional, no estaba dispuesta a desistir. Decidió entonces retomar las pistas que había encontrado años atrás. Empezó la búsqueda en Bogotá. Vestida con ropas raídas y la cara sucia, como una indigente, recorrió durante días el oriente de la ciudad, hasta que dio con un supermercado en el barrio Guacamayas, donde –asegura– permanecían los responsables del secuestro de Jesús Antonio.
“Me conseguí un revólver y me les metí con una grabadora oculta. Les dije: ‘Esta es la foto de mi hijo, ustedes se lo llevaron, me lo van a entregar o nos vamos a morir ya’. Y luego, desde la calle, les grité: ‘Miren a estos guerrilleros aquí camuflados’ ”. En medio del escándalo, un hombre llamado Aldemar Chaus, quien estaba acompañado por una hermana llamada Fanny, le dijo que supuestamente Rodrigo Quiceno, uno de los sospechosos, se había llevado a los muchachos para la finca La Florida, cerca de Curillo. Días después, en el mismo lugar, fue capturada la mujer del supermercado, pero su hermano habría logrado huir.
Para ese momento, las autoridades ya habían detenido, por otros hechos, a Quiceno, quien igual que Fanny también fue dejado en libertad. No obstante, según Blanca, ellos habrían confirmado que los tres muchachos seguían vivos y, supuestamente, los tenían las Farc en el Huila. “Ellos solo estuvieron 23 meses en prisión”, señala Blanca Aidé, quien lamenta que en el caso de su hijo, y pese a todo su esfuerzo, no hubo ningún condenado.
Después de la nueva frustración, esta madre decidió cambiar de estrategia. Comenzó a asistir a cuanta manifestación fueran convocados los familiares de los secuestrados por las Farc. A esos encuentros, igual que durante su cruzada por el sur del país, lleva un pendón con la imagen de su hijo, la denuncia del plagio, las fotos y los recortes de periódicos en donde su voz ha sido escuchada. Lo hace para que Jesús Antonio y los otros secuestrados de esa guerrilla, de los cuales conoce con detalle sus historias, no los olvide el país.
Y mientras sigue asistiendo a reuniones de familiares, Blanca Aidé emprendió lo que hasta ahora es su última cruzada. Ella está empeñada en promover una demanda contra el Gobierno y el partido Farc para que les digan qué pasó con los secuestrados que faltan, que –asegura– descontando a Quique Márquez, quien murió en la selva, según Romaña, ascienden a 735.
“Siempre he tenido la esperanza de que mi hijo esté vivo. Por eso voy adonde me toque ir, no me importa que llueva o haga sol”, asegura esta santandereana, y dice que así le tome toda la vida, no piensa dejar de buscar a su hijo ni callarse en señalar a los responsables. Por ahora se aferra a sus sueños, donde ve a su primogénito salir de un cambuche en medio de la selva y dejar las cadenas que ha cargado durante 20 años.
GUILLERMO REINOSO
EL TIEMPO
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