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Fútbol Colombiano

Así nace el deseo de un joven por incursionar en el arbitraje

Ser árbitro, más que un sueño es una decisión de mucho sacrificio

Ser árbitro, más que un sueño es una decisión de mucho sacrificio

Foto:Néstor Gómez / ELTIEMPO

Por casualidad o por familia, ser árbitro, más que un sueño es una decisión de mucho sacrificio.

Camilo Fonseca estaba en la cancha de fútbol listo para jugar otro partido en el campeonato escolar. Era un defensor y él dice que de los buenos. Su sueño era ser futbolista y llegar a un equipo profesional, como es el anhelo de millones de niños y jóvenes. No se imaginaba de grande vestido de negro, armado de silbato y tarjetas, aguantando las ofensas, los silbidos y los madrazos. No, Camilo no se veía en los pesados botines de un árbitro.
—Fonseca, pite usted —le dijo ese día el profesor—. A Camilo le recorrió un escalofrío.
Significaba seguir en el fútbol, pero sin quitar la pelota, sin bravear a los rivales, sin lanzarse en barrida para recuperar un balón, sin festejar un gol o evitarlo. Ya no sería Messi ni James ni ningún otro. Camilo no quería ese camino. Parecía muy seguro.
—No me gusta, no tengo ni idea de pitar. Yo lo que quiero es jugar —respondió.
Ahora, siete años después de que el profesor del colegio lo puso frente a ese pelotón de fusilamiento, Camilo recuerda el episodio y sonríe. No lleva silbato ni tarjetas. Viste una camiseta blanca con el escudo del club de fútbol francés PSG y con el número 6 en su espalda, como si el sueño de futbolista aún se le colara, insistente, por su mente. Camilo, a sus 24 años, es árbitro —y debe pensar que de los buenos—.
—Pasó de repente. Mi sueño era ser futbolista. Pero así se dieron las circunstancias. Pité ese partido en el colegio y me gustó. Un profesor me llevó a un colegio arbitral y ahí empecé. Hoy puedo decir que ha sido una decisión fructífera para mi vida —dice, y los ojos le brillan de emoción bajo la sombra de la cachucha que lleva puesta.
Hoy es uno de los cerca de 1.200 árbitros oficiales que hay aproximadamente en el país, según estimados de la Comisión Arbitral colombiana, divididos en 36 colegios arbitrales. La cifra no es abultada. En Bogotá, donde hay cinco colegios, hay alrededor de 300 árbitros, entre centrales y asistentes, si se calcula que hay unos 60 por cada colegio. No es una carrera que cautive a muchos niños y jóvenes, pero los hay. Así lleguen por casualidad. Los que lo hacen, comienzan una profesión de mucho sacrificio, de mucha preparación, de mucho aguante.
—Esto es exigente. Los amigos y la familia piensan que el arbitraje es sencillo. Que es tomar un silbato e impartir justicia. Pero esto es un proceso de mucha entrega, de sacrificio diario, de entrenar, entrenar y entrenar —dice Camilo mientras se acomoda su cachucha rojiblanca, mira el reloj cronómetro que lleva en su muñeca izquierda, ata sus cordones y empieza a entrenar.

Un profesor me llevó a un colegio arbitral y ahí empecé. Hoy puedo decir que ha sido una decisión fructífera para mi vida

Los árbitros se hacen

Son las 7 de una noche fría de miércoles. La pista de atletismo de la Unidad Deportiva el Salitre en Bogotá tiene pocos deportistas a esa hora. En un rincón, bajo unas luces potentes pero intermitentes, se reúne Camilo con otros 15 jóvenes. Se les ve a todos entusiasmados, animados. La mayoría visten pantaloneta y camiseta de color azul. No llevan pito ni tarjetas, pero todos son árbitros.
Harán pruebas de velocidad y resistencia por más de una hora.

Harán pruebas de velocidad y resistencia por más de una hora.

Foto:Néstor Gómez / ELTIEMPO

José Guerra, un joven moreno, alto y muy sonriente, los organiza. Me recibe y se presenta como el secretario del colegio arbitral Asocafa, uno de los tres de Bogotá —los otros son Asociación de Árbitros y Corporación Academia, además de dos de Cundinamarca que quedan en la capital, que son Asociación de Árbitros de Cundinamarca y Colegio de Árbitros de Cundinamarca— adonde llegan quienes les da por ser árbitros de manera oficial, es decir, adscritos a la Federación Colombiana de Fútbol —hay academias que llaman piratas porque no son oficiales—. José también fue árbitro, pero lo abandonó a los dos años, "por una lesión de meniscos". Eso dice y recuerda, jocoso, que en su primer partido pitó un penalti por una falta en la mitad de la cancha, por los nervios.
—¿Y por qué le dio por ser árbitro?
—Era muy malito jugando fútbol. Para no quedarme afuera en los partidos del colegio, dije un día: 'Venga, yo les pito'. Y me gustó. Ahí arranqué.
El entrenamiento físico comenzó y será exigente. Harán pruebas de velocidad y resistencia por más de una hora. 100, 200, 300 y 400 metros bajo la noche fría. Así es todos los miércoles del año.
A un costado de la pista grita un instructor con gafas de aumento, sudadera negra con rojo y voz recia: "Braceo braceo; fuerte fuerte". Es el profesor José Borbón, exárbitro. Conoce bien de dónde salen los árbitros porque es uno de los que les toca la titánica tarea de buscarlos. Dice que es muy difícil encontrarlos.
—No a todos les gusta esto, pues los chicos quieren es jugar fútbol. Y no es fácil cautivarlos. Nosotros hacemos convocatorias en colegios y universidades y llegan aspirantes, entre 20 y 30, para un curso que hacemos de tres meses. Pero de ellos nos quedan apenas unos 10 —asegura.
—¿Y pagan algo los aspirantes?
—Nooo. Si así nomás es difícil encontrar árbitros, imagínese si cobráramos. ¡No llega nadie!
Borbón cuenta que algunos árbitros llegan porque tienen familia arbitral, otros por casualidad —como Camilo Fonseca—, y en la mayoría de los casos para buscarse un ingreso económico a temprana edad. Dice que cuando pitan partidos en los barrios o en empresas ganan unos 25.000 o 30.000 pesos, y que la cifra aumenta entre más partidos y cuando suban de categoría. Algunos árbitros dicen que en la categoría B ganan 800.000 pesos y en la A, 1’7000.000. Y que los asistentes ganan la mitad.
En la pista también hay un par de mujeres árbitras que se han ido uniendo al grupo. Algunas de las mujeres de este colegio se preparan para estar en la Liga femenina profesional que recién empezó en el país. No quieren hablar porque esperan ser designadas el fin de semana y normalmente los árbitros no dan declaraciones antes de los partidos, dirá alguna, y se disculpa.
La noche es fría, pero de seguro los árbitros no sienten la brisa helada. El sudor les recorre el rostro y los descansos son muy breves de ejercicio en ejercicio. Cada tanto, se apagan por milésimas de segundos los potentes faroles y amenazan con dejar el lugar en penumbra. Solo se escucha la agitada respiración de los árbitros y los gritos insistentes y recios del instructor. "Braceo braceo; rodillas bien arriba…".
En este grupo de árbitros la mayoría ya son experimentados. Hicieron su curso de tres meses, se graduaron —primero todos como asistentes arbitrales— y siguieron adelante. Cada uno escogió su ruta: unos son centrales, otros son asistentes. Camilo Fonseca, que está clasificado en la categoría C —hay C, B, A— y Fifa, mide 1,70 m, y por eso escogió ser asistente —lo que antes se llamaba juez de línea—, porque para ser central le exigen mínimo 1,80. Él dirige partidos de competiciones distritales y nacionales en las categorías juvenil y prejuvenil. Pero hay otros árbitros más avanzados en este colegio ASOCAFA. Tres ya están en la Primera A y cinco, en la Primera B del fútbol profesional colombiano.
Hay otro Camilo en el grupo. Su apellido es Sánchez. Lleva siete años en el arbitraje y ya es asistente arbitral de la categoría B. Es profesional en Educación Física, algo que no es novedad. La mayoría de árbitros estudian una carrera universitaria porque saben que el arbitraje no es para toda la vida.
—¿Cuál fue su caso?, ¿por qué llegó al arbitraje?
—Familia: papá árbitro, hermano mayor árbitro. Y ahora el menor también.
—¡Uy!, ¿y su mamá qué dice?
—A ella le decimos que ya es de caucho porque es la que más aguanta con tanto insulto que recibe, je je —dice Camilo Sánchez, quien recuerda con gracia que en uno de sus primeros partidos levantó la bandera y esta salió a volar sobre su cabeza, muy lejos de su alcance. Vuelve y ríe —reímos—.
El entrenamiento físico es primordial en la carrera arbitral. Cada seis meses, antes de cada campeonato, la Federación Colombiana de Fútbol les hace pruebas físicas y teóricas a los árbitros para promoverlos, por lo cual tienen que estar preparados. Llegar a la A puede tardar tres años o diez, eso es relativo. Muchos no llegan, se van quedando en el camino. O no logran mantenerse.
—¿Qué se necesita para llegar y para mantenerse en el arbitraje? —le pregunto a Guerra, el secretario, que comenzó con el mismo entrenamiento de los demás árbitros en la pista atlética y luego desistió. Se cansó.
—Tener buen físico para ubicarse bien, eso es primordial. Además, una buena visión, salud, porte y saber el reglamento.

Los árbitros al aula

La pregunta en el papel de la prueba dice: “Un jugador es objeto de una falta imprudente; el balón va a parar a un compañero y el árbitro aplica la ventaja. El compañero después de controlar el balón lo pierde al intentar regatear a un adversario. ¿Qué decisión toma el árbitro?”.
La respuesta se discute en el aula de clases que está repleta de árbitros, en el tercer piso de un edificio en el occidente de Bogotá, donde queda el colegio arbitral Asocafa. Allí está Camilo Fonseca, José Guerra, el profe Borbón y muchos otros. Hay jóvenes, no tan jóvenes, experimentados, no tan experimentados; la mayoría hombres y solo tres mujeres. Hay 50 pupitres, un baño, un botellón de agua, una oficinita contigua y muchas bicicletas: la mayoría llega en bicicleta o en moto. La clase empieza a las 7:30 p. m. todos los viernes.
El instructor es Daniel Montenegro, exárbitro, docente hace 15 años, licenciado en Ciencias del Deporte. Tiene gafas de marco grande, barba, chaqueta deportiva y jean. Él genera la controversia. Previamente los árbitros han resuelto una prueba de 20 preguntas. Ahora las discuten. Son jugadas hipotéticas, muchas de las que luego sortearán en la práctica.
—Detiene el juego para sancionar la primera infracción —responde a la pregunta un árbitro y se le nota muy convencido.
Hay murmullos, hay desorden. La mayoría no está de acuerdo.
Algunos dan su explicación, la argumentan, pero a veces fallan. No siempre hay consenso arbitral. El profesor interviene para aclarar las dudas:
—Cuando la pregunta dice ‘aplica’, quiere decir que ya dio fruto. El jugador controló el balón y quiso hacer, digamos, una bicicleta y lo perdió. No podemos devolver la jugada…
Todos asienten con la cabeza.
—La siguiente...
Al fondo del salón hay un escritorio con un computador que tiene una calcomanía de la Fifa y en el cual consultan el reglamento actualizado. En la pared hay un tablero donde Daniel improvisa canchas de fútbol y hace rayas diagonales y verticales para resolver gráficamente las dudas. También hay un televisor en el que suelen analizar videos con jugadas polémicas del fútbol colombiano.
La clase empieza a las 7:30 p. m. todos los viernes.

La clase empieza a las 7:30 p. m. todos los viernes.

Foto:

—Esto es complicado porque el reglamento toca interpretarlo y varía de persona a persona. Hay muchas cosas complicadas y este año más porque nos cambiaron normas de hace 20 años. Las nuevas generaciones reciben la clase teórica con mayor gusto, las antiguas son más reacias —dice el instructor, quien a las 9:30 p. m. termina la sesión.
Daniel comenta que son dos clases obligatorias al mes por cada alumno y que si faltan, hay una multa que no recuerda de cuánto. Uno de sus alumnos se apresura a recordarle la suma: "20.000 pesos", grita.
—¿Y cómo le parece la formación del arbitraje colombiano? —le pregunto al instructor, que aprieta los dientes y mueve la cabeza negativamente.
—Regular. Nos falta mucho. Dos horas teóricas un día a la semana es muy poco.

El drama y la recompensa

Los árbitros, los pocos, se preparan al máximo, hacen sus entrenamientos físicos y sus pruebas teóricas. También hacen prácticas de campo, en canchas grandes, donde simulan jugadas. Todo eso les ayudará a acertar en la cancha, en los partidos. A estar bien ubicados y a tomar decisiones correctas. Lo demás hace parte del carácter que cada uno forme para encarar una profesión tan maltratada. No todos aguantan semejante presión.
Camilo Sánchez estuvo a punto de dejar el arbitraje cuando los jugadores mayores lo ofendían, lo intimidaban y hasta, como le pasó, lo golpeaban a patadas.
—Yo dudé si seguir o no, llegaba a mi casa a llorar con tanto maltrato. En este deporte hay mucho irrespeto hacia nosotros —dice.
En Colombia, los árbitros no tienen preparación psicológica y esa es una de las grandes carencias. El profesor Borbón dice que piensan implementar algunas charlas con expertos y que son necesarias para trabajar el carácter y la personalidad de los árbitros, sobre todo cuando están empezando y son sensibles a abandonar.
Camilo Fonseca —el asistente que llegó al arbitraje por casualidad— reconoce que a veces los árbitros estallan y quisieran responder a las agresiones, pero que se contienen, que prefieren hablar, que han aprendido por su cuenta a no escuchar los insultos, a olvidarse del entorno.
—La profesión nos lleva a tener sabiduría. Eso nos lleva al éxito —opina.
¿Que por qué un árbitro aguanta tanto maltrato? Es una pregunta que nadie responde de manera explícita. Pero se les ve entrenar en la pista y prepararse en el aula con tanta dedicación, que uno termina por entender la respuesta. Algunos dirán que es por cumplir sus sueños.
—¿Y el suyo cuál es? —le pregunto a Camilo Fonseca.
—Ser árbitro Fifa y dirigir en un Mundial.
La práctica del miércoles va a terminar. Todos los árbitros pasan veloces, nos miran, bracean, suben las rodillas, se esfuerzan, sudan, respiran agitados; se les ve cansados.
Las luces se apagan cada tanto como anunciando que a las 8 p. m. deben salir de la pista.
El profesor Borbón sigue con sus arengas: “braceo braceo”, hasta que lo interrumpe Jenny, que es una de las árbitras. Ella llega con una sonrisa de oreja a oreja, el cabello recogido, la mirada despejada y se nota que los ojos le brillan.
—Profe, ¿sabe la última? —le pregunta al profesor, quien ya sabe cuál es la última, pero disimula—.
—¡El domingo voy de juez central en El Campín! —dice, y por poco grita. Se contiene. Pitará un partido de la Liga femenina profesional.
Ambos se abrazan, como si celebraran un gol. El profesor saca pecho, orgulloso. “Por eso aguantan tanto. Esas son las recompensas”, me dirá después, con una risita orgullosa.
PABLO ROMERO
Redactor de EL TIEMPO
@PabloRomeroET
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