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Música y Libros

Fragmentos de la novela de Philip Potdevin sobre La Guajira

Philip Potdevin se dio a conocer en 1994, cuando ganó el Premio Nacional de Novela con ‘Metatrón’.

Philip Potdevin se dio a conocer en 1994, cuando ganó el Premio Nacional de Novela con ‘Metatrón’.

Foto:Claudia Rubio / EL TIEMPO

Los wayuu, los clanes, su lengua, su lucha por el agua emergen en la nueva obra del escritor.

Edelmiro. Edelmiro Epiayú. Edelmiro Epiayú Epiayú. Nacido un 31 de diciembre, dice la cédula de ciudadanía. Manifiesta no saber firmar, dice también. La foto en el documento, difusa, es casi de un niño, un joven, no mayor de trece, catorce años, a lo sumo, quince. Pero no es cierto.
No nací un 31 de diciembre, sí sabía firmar y leer cuando la expidieron, y no había cumplido la mayoría de edad para que me dieran la cédula. Un engaño, una afrenta. No es posible que casi toda nuestra gente haya nacido un 31 de diciembre. Ni tampoco que hubiésemos alcanzado la mayoría de edad cuando las entregaron. Patrañas de los políticos para asegurar sus elecciones. A mí no me cambiaron el nombre; a muchos, sí.
Durante mucho tiempo el Estado no rectificó el daño hecho hace doce, quince años cuando la Registraduría Nacional del Estado Civil expidió documentos de identidad a decenas, a cientos, a miles de wayuu con nombres oprobiosos e información falsa. Es una de las tantas deudas que adquirió con nosotros; pero no la más importante. A unos les pusieron en la cédula, por nombre, Teléfono; a otros, Mariguano; a otros, Raspahielo. Después se excusaron; justificaron la injuria explicando que como nosotros no hablábamos español y teníamos dificultad para pronunciar letras que no existen en wayunaiki, nuestra lengua, entonces los funcionarios adaptaron o aproximaron lo que oían de las personas que se presentaban a solicitar los documentos de identidad.

Justificaron la injuria explicando que como nosotros no hablábamos español, entonces los funcionarios adaptaron lo que oían de las personas que se presentaban a solicitar los documentos de identidad.

En wayunaiki no existe la efe, entonces no podemos articular Rafael, sino Rapayel; así, por deformación, en realidad por burla, pusieron Raspahielo. Una tía, Castorila, quedó registrada en la cédula como Cosita Rica. ¿Se imagina? A un primo llamado Turizo le pusieron Chorizo. Los funcionarios de la Registraduría agraviaron a nuestra gente. Por eso, si usted visita nuestras rancherías aún encontrará gente llamada Pescado, Monja, Capuchino, Popó, Arrancamuela, hasta Marilyn Monroe, si bien a casi todos se les rectificó tras una victoria que conseguimos, gracias a mi iniciativa. A todos nos dieron como fecha de nacimiento el 31 de diciembre; además, siempre, la frase del estigma: “Manifiesta no saber firmar”.
Esas cédulas, que confiscan cada dos años en vísperas de elecciones, incluso las corregidas, sirven para elegir y reelegir a alcaldes, congresistas, gobernadores; todo a expensas de la dignidad, la inocencia del indígena wayuu, el otrora guerrero, indómito y no reducido –como se nos señalaba– habitante de estas tierras wajiras.
Quizá por eso estudié Derecho, pues si hay algo que no soporto es la injusticia; y si es con mi pueblo, menos. Decidido, me presenté en Riohacha, capital de La Wajira, a la universidad, fui becado por estar mi puntaje en la cima. En la ranchería no entendieron para qué quería desperdiciar cinco, seis años en la ciudad de los alijunas, los blancos, los mestizos –todos los que no son wayuu o indígenas son alijunas–, y respondí, en primer lugar, a mi madre; también, por supuesto, a su hermano, al tío Fulvio, que era una decisión irreversible. Él fue quien más se opuso. “Te harán olvidar a tu gente, a tu pueblo, al clan Epiayú que llevas en tu sangre; te obligarán a pensar diferente, a hablar diferente, a comer diferente, a vestir diferente. No lo hagas”. Pero yo sí quería irme; por primera vez lo desobedecí. Que un wayuu desobedezca a un tío materno es una afrenta mayor, más aún si él te ha elegido para que lo reemplaces en su rol. Dejó de hablarme durante años, me esquivaba cuando anunciaba viaje a la ranchería, se iba para otra donde no pudiera cruzarse conmigo. Pero andaba pendiente, preguntaba de tanto en tanto a mi madre cómo iba Edelmiro, que si había cambiado mucho, que si yo preguntaba por él.
El tío era el palabrero del clan. Putchipuu, decimos. El palabrero es el hombre llamado a resolver los conflictos entre familias, entre personas, entre los clanes wayuus. Está investido de una gran autoridad moral. El palabrero va y viene, va y viene, entre una parte y otra; lleva, trae la palabra cuantas veces sea necesario, hasta que logra resolver las diferencias a través de la contundencia de la palabra. Su tarea es agotar la palabra antes de agotar la vida. Lo vi muchas veces hacer su oficio. Su bastón y sombrero de palabrero –los hombres tallan el bastón y tejen el sombrero con paja mientras las mujeres hacen lo propio con mantas, hamacas, manillas, mochilas– le permitían asumir la solemnidad de su título.
No importaba cuánto se pudiera tomar en llegar a un arreglo, cuántas veces volviera a preguntar lo mismo a cada parte, cuántas veces iba y volvía; ese era su oficio, nunca supe que hubiera fallado en conseguir un arreglo satisfactorio para ambas partes. Rara vez era él quien proponía el acuerdo final; eran quienes lo buscaban, los que tenían la diferencia, quienes lentamente iban llegando a él. De todos los rincones de La Wajira venían a buscarlo, a pesar de existir muchos palabreros en nuestro pueblo; pero él era especialmente hábil y, por supuesto, recto y honesto. Las partes siempre salían satisfechas con las compensaciones acordadas. Tiempo más tarde, cuando estudié la carrera, me di cuenta de que él tenía más claridad sobre las nociones de justicia, equidad, reconocimiento, agravio y recompensa que muchos abogados, sin nunca haber pisado un aula o leído ningún texto jurídico.
(...)
Me gusta escuchar la paz de las montañas,
mirar los colores del atardecer, sentir en mis pies la arena de la playa
y lo dulce de la caña,
cuando beso a mi mujer.
Oleadas de gente bailaban, contagiadas del entusiasmo del cantante y su carisma. Al sonar los últimos compases, ella alzó los ojos.
–Me llamo Yurany. Eres Edelmiro Epiayú, ¿cierto?
Me sorprendí de que me reconociera; sentí desconfianza; pero se me antojó después, no sé por qué, que era trasparente conmigo. Le imprimí un beso como una ventosa en la mejilla, le di las gracias y volví al grupo a buscar más trago. La jovencita estaba de nuevo, a mi lado, como un perrito abandonado que no quiere desprenderse de su salvador. Compramos otra botella y la repartimos entre los cinco. Brindamos. Yurany bebió de mi vaso, me seguía como una sombra. A cada nueva pieza me empujaba al centro de la plataforma. La sentía adosada a mi cuerpo, sus formas cada vez más líquidas, su aliento más fogoso, su cabeza girando para hacerme padecer el latigazo del pelo sobre mi cara, ceñido con una vincha anaranjada, que olía a tierra wajira, a flores de puy, amarillas, intensas, aquellas que engalanan el paisaje semidesértico de la Wajira Media una vez al año, por solo dos o tres días en abril, y yo me dejaba llevar suavemente al compás de la guacharaca, del acordeón, del rítmico golpeteo de la palma sobre el cuero templado de la caja: los dos, ajustados en cada giro, con el suave direccionamiento de mi mano sobre su cadera; y en la medida que avanzaba cada canción, mi mano descendía despacio, muy despacio, hasta sentir la firmeza de su culito y ver que ella respondía juntando cada vez más, pero más era imposible, su pubis contra el mío, ambos igualmente ávidos de empaparnos de la noche wajira. La chama me condujo a la playa.
–Quiero mostrarte algo. (...)
Philip Potdevin
Acerca  del autor: Philip Potdevin (Cali, 1958) se dio a conocer en 1994, cuando ganó el Premio Nacional de Novela con ‘Metatrón’. Ha publicado cinco novelas.
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