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Gente

Así es conocer a la familia biológica después de haber sido adoptado

A los 26 años, Fabiola Shelby conoció a su madre biológica, Judith, en una clínica. En la foto, con su madre adoptiva, Marie, y Alejandro Muñoz.

A los 26 años, Fabiola Shelby conoció a su madre biológica, Judith, en una clínica. En la foto, con su madre adoptiva, Marie, y Alejandro Muñoz.

Foto:Archivo particular

Cuatro historias increíbles de reencuentros de adultos dados en adopción con sus padres biológicos.

Diana Rincón
Desde hace más de 10 años, la Fundación Internacional para el Reencuentro busca por todo el mundo a los padres biológicos de jóvenes y adultos dados en adopción. Presentamos cuatro de los cientos de historias increíbles de sus reencuentros.

Una bofetada de amor

Hace seis meses, el matrimonio Larsen-Smith les dijo a sus hijos adoptados (una muchacha de 19 años y un varón de 17) que ellos les iban a entregar un regalo que jamás podrían superar: “Van a conocer a sus padres biológicos”.
Esto sucedió en uno de los jardines de su mansión en las afueras de Boston (Estados Unidos). A finales de septiembre pasado, los cuatro estaban bajo un árbol de papayo en una refundida vereda a dos horas del municipio antioqueño de Yalí esperando a una campesina de la que no sabían nada distinto a que era la mamá del muchacho.
Llegaron a este sitio tras andar a brincos por riachuelos encabritados y resbalar por barrizales y lomas debido a un aguacero de dos días. Pero los traspiés se les pasaron en el momento en que vieron a la mujer: no hubo duda de que estaba ligada de sangre con el adolescente. Sus rasgos faciales marcadamente indígenas los repetía su hijo como una calcomanía, al igual que sus gestos y ademanes.
No fue cosa del azar cuando le escribió –y le leyó bajo el árbol– estas líneas: “Madre, gracias por este momento, un momento que he esperado de siempre. Siempre estuviste en mi corazón, brillando con luz propia, no sé por qué razón nunca te conocí, nunca supe de ti. Hoy tengo el privilegio de saber el color de tu piel, de cómo son tus ojos, de cómo es tu risa, de cómo es la mujer que me dio este mundo para ser tan feliz con los padres que tengo, a los que agradezco que me hayan dado este regalo”.
Tres días antes, en un salón del hotel Inter Bogotá, en el centro, a la hija de los Larsen-Smith se le sacudió el alma hasta el llanto cuando un hombre joven la abrazó mientras le decía que lo “perdonara por haberla dado en adopción, pero que no fue su culpa sino culpa por ser tan joven y que por eso se dejó convencer para entregarla pero desde que nació había guardado en su billetera su foto”. Entonces la sacó de su bolsillo y se la mostró.
En efecto, era la foto de la joven apenas recién nacida. Luego volteó la mirada hacia los felices y conmovidos Larsen- Smith y su hijo y les dijo: “Sí, soy el papá pero ustedes seguirán siendo los padres de mi hija”.
Por último, ante este estupefacto reportero, los cinco se entrelazaron en lo que no era más que un fogón de ternura.

La fiesta sin fin

Allí, en el amplia sala de su residencia, el alto funcionario de la embajada y otros colegas pujaban para que el nerviosismo no quebrara su compostura diplomática a la vez que veían sin mirar el pastel de manzana acanelada y rebosante de pasas aromatizadas, la tabla de quesos olorosos a cominos y clavo y las pompas de colores de los refrescos que relucían aún en el ambiente de suspenso que invadía el recinto. Sobre todo a Juanita, una morena envuelta en una belleza de pasarela nacida en Cali y que a sus 35 años solo sabía que a los tres meses de nacida había sido adoptada por un fotógrafo francés y una periodista holandesa. Ahora esperaba conocer a su madre biológica. Y entró ella, Fanny.
Vestida también como de pasarela: elegantes zapatos oscuros y un vestido de buen diseño, que aun así lo que cubría era un cuerpo que no podía esconder una vida de martirios quizás solo soportados por la catadura de su raza negra. Se miraron: Fanny se comió en segundos los metros que la separaban de su hija y extendió los brazos pero… Juanita le respondió con un bofetón que la hizo desandar de un salto los pasos que había dado hasta caer por suerte en un sofá mientras gemía un “ayayay mi carita” y el banquete rodaba por la sala. Y se fue deshecha y sin recoger una foto suya que se le había caído al suelo. Entonces el pasmo inundó a todos los de esa casa en Ámsterdam. Así finalizó la fiesta que nunca comenzó.
Muchos años antes de que hubiera recorrido todo el mundo de selvas, llanuras, montañas y mares que hay entre Mitú, Villavicencio, Bogotá y la capital holandesa, Fanny, con solo 12 años, fue violada por un tío que cuando notó que estaba embarazada le dio una paliza para que abortara. En esos mismos minutos de dolor y ante el espanto de verse bañada en sangre decidió huir de Tumaco a donde fuera.
A punta de vender golosinas, lavar pisos, hurgar basureros en busca de andrajos, limosnear y comer lo que fuera y dormir donde fuera pudo soportar su precoz amargura hasta cuando se la endulzó un hombre por un par de días. Quedó embarazada. Pero la vida la continuó golpeando: una mujer que dijo ser doctora le robó la bebé y la entregó a una casa de adopción con un documento supuestamente legal donde se argumentaba que se tomaba esa decisión porque la progenitora era prostituta y sufría de perturbaciones mentales. Fanny no entendió nada porque aún seguía siendo niña.
Tras otros años dándose porrazos contra el mundo, al fin le sonrió la vida con un aspirante a colono; y arrancó sin más a las selvas del Putumayo. Mientras tanto, el matrimonio europeo le celebraba el cumpleaños tres a Juanita. Hace año y medio su vida dio otro buen vuelco. Desde Ámsterdam, Juanita contactó a la Fundación para que la ayudara a buscar a su madre. Entonces Alejandro Muñoz escudriñó por semanas cuadra a cuadra las barriadas de Siloé, Cali. Hasta que supo que Fanny estaba a cientos de kilómetros de allí. En Mitú. De allá se la trajo a Bogotá a regañadientes porque se negó en principio a subir al avión porque, dice, “no me monto en animal que no deje rastro”. Algo parecido sucedió en la capital, pero de todas maneras siguió la maratónica travesía por otra media Colombia y el océano Atlántico hasta llegar a Ámsterdam, en un viaje de ilusión que acabó con la cachetada.
A los tres meses Alejandro recibió una llamada desde Cartagena. Era Juanita, que aún en un atafagado enredo de gemidos le pudo decir que había actuado así porque se “choquió” al ver a una “mamá que nunca antes había visto porque la abandonó, pero que la ayudara a rencontrarse con ella”. Y se produjo el reencuentro: Juanita tenía en la mano una corona de flores y en la mitad, una foto de ella y al lado otra cuando tenía un mes de nacida, la que se le cayó a Fanny cuando la bofetada. Se abrazaron en un remolino de lágrimas de felicidad que se hizo más intenso cuando Juanita le puso en sus brazos un niño de piel canela, pecoso, con el cabello rizado a lo ‘Pibe’: era su nieto. Y así comenzó, hace dos años, la fiesta que nunca se ha acabado.

‘Cumplí como hija’

Fue durante la primera semana de julio de hace tres años, cuando Marta, una colombiana casada con un piloto de KLM, llegó a una vivienda del barrio Garcés Navas para reencontrarse con su madre biológica y con sus cinco pequeños hermanos.
A ninguno lo conocía. Ni siquiera en foto. Pero llegó con una camioneta cargada de juguetes y ropas que no pudo desempacar porque la casa era una ruina total. Lo primero que le dijo su mamá fue que no le preguntara por qué la dio “en adopción tan pronto nació, ni por su papá, ni por sus abuelos ni por nada de nada”.
Marta lo entendió y se dedicó con pasión de araña a tejer una familia que no tenía. En un mes, con sus noches y días, convirtió a los niños en sus hermanos y volteó el tugurio de aquí para allá y de allá para acá hasta que quedó como una casa de ensueño: piso de madera, paredes de colores, lámparas, camarotes, nevera, estufa, licuadora, vajillas, televisores, muebles de sala, de comedor... Y todo fino. Todo, mientras su mamá salía desde muy temprano y regresaba tarde.
El día que se fue Marta, aunque su mamá tenía las marcas de rumbas sin freno, le dio un beso y Marta un "que Dios te proteja, mamá”. Y le dijo que en dos meses volvería de Europa. Regresó, y lo que halló fue el desastre: otra vez el tugurio, en donde lo único que había era basura. Le preguntó a una vecina sobre qué había sucedido, y le respondió que a la semana de haber viajado, la “señora apareció con un camión y se cargó con todo”. ¿Y los niños?, le inquirió. “Se los llevaron unos tíos”, contestó.
Descompuesta, se comunicó con Alejandro Muñoz: “Cumplí como hija y solo le pido a Dios que estén donde estén vivan bien”.

Lo que nunca imaginó Josefina

La llamada telefónica la recibió a las 10:15 de la mañana del jueves 11 de marzo del 2010, y a los diez minutos, Alejandro Muñoz ya tenía irritados sus principios. Pensó que a lo mejor era por lo insólito que le contaba una mujer de voz cansada. No estaba equivocado: desde la primera frase quedó metido en un mundo propio del pasado. Y así lo recuerda ahora:
“Mire, me contó, me llamo Josefina, fui de una familia pudiente pero por avaricia mis padres y unos vecinos pactaron mi matrimonio con un hijo de ellos. Yo iba a cumplir 16 años y él, 18. ¿Y sabe por qué? Para unir dos fincas que tenían en el Caquetá. Entonces me volé, porque no estaba enamorada del muchacho, para donde una tía que vivía en Santa Rosa de Cabal. Mi mamá supo dónde estaba pero se mantuvo callada. Al año sí me enamoré, de un teniente, quedé embarazada y el militar desapareció. A los siete meses de embarazo, para evitar un escándalo, mi tía me llevó a donde una partera que indujo el parto. Nació un niño que nunca vi porque ahí mismo me lo quitaron. Hoy debe tener unos 50 años. Por favor, ayúdeme a encontrarlo”. Al final me dio unos datos para iniciar la búsqueda.
Con esos datos encontró a la partera. Vivía en una habitación en Siloé, Cali, que más bien era un muladar; y con todas las trazas de alguien que ha hundido su vida en drogas y promiscuidad: “Sí, yo recuerdo eso muy bien. Porque cuando le quitamos el niño y sacamos a la muchacha de la casa yo creí que se había muerto y lo metí en un tarro, pero en ese momento me abrió los ojos como de un angelito y decidí quedarme con él para venderlo como hacía con otros recién nacidos. Pero no, yo misma lo bauticé y le puse de nombre Julio Rodríguez. Lo tuve hasta los 16 años y ya llevaba como tres ayudando a los curas de la iglesia. De pronto no volvió más. Allá le pueden decir algo”, le contó a Muñoz.
Efectivamente, en la iglesia un sacerdote de aquellos de sotana negra le dijo que el muchacho sí estuvo allí y que además de aprender muy bien a tocar guitarra y piano, desde que llegó se “consagró a estudiar libros sagrados, por lo que lo pusieron a estudiar. Bueno, han pasado muchos años pero él sigue visitándonos. Ahora mismo está en Costa Rica”, le aseguró el clérigo. Y le dio un número telefónico. Y desde ese momento se planeó el encuentro de una madre y un hijo al que jamás había visto.
El reencuentro fue en el comedor de una iglesia, en el norte bogotano, y por todo lo alto. Cuando Josefina ingresó un coro de monjas, acompañado por un organista y tres guitarristas, la recibió cantando. “Escucha hermano la canción de la alegría, el canto alegre del que espera un nuevo día...”. Muñoz recuerda que la ya anciana quedó trémula hasta la palidez mientras sollozaba. Y llegó el momento crucial: entró su hijo.
Josefina se le abalanzó y encerró en sus manos la cara de su hijo para acariciarlo. Luego se fue escurriendo hasta que con sus brazos le rodeó las piernas. “Perdóname, hijo”, le susurró. Él la levantó mientras le decía: “No, no tengo nada que perdonarte, te doy las gracias por haberme dado la vida”.
Entonces Josefina lo vio tal como jamás se lo imaginó y tal como era: un sacerdote.
RENÉ PÉREZ
Especial para EL TIEMPO
Diana Rincón
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