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Gente

Así sobreviví tras la muerte de mi mamá

Esta foto se tomó el 31 de diciembre del 2016. Aunque tenía cáncer, mi mamá siempre disfrutó las pequeñas cosas junto a mí.

Esta foto se tomó el 31 de diciembre del 2016. Aunque tenía cáncer, mi mamá siempre disfrutó las pequeñas cosas junto a mí.

Foto:Andrea Hernández Bacca

Soy Andrea Hernández y mi vida cambió para siempre hace un año cuando mi madre falleció de cáncer.

Nota: esta crónica fue publicada originalmente el 21 de abril de 2019.
Desde el colegio nos enseñan que el ciclo de la vida es nacer, vivir y morir. Pero esa última etapa es difícil de comprender. La palabra muerte la conocemos y probablemente la entendemos pero jamás podremos asimilarla, ni mucho menos estamos preparados para afrontarla. Mi nombre es Andrea Hernández, tengo 22 años, soy periodista, y así he podido sobrevivir a la muerte de mi mamá.
¿Cáncer? Sí. Más que una enfermedad, para mí siempre fue una palabra extraña que nunca llegaría a mi vida ni a la de las personas que más amo. Pero sí, es real y a todos nos puede tocar. Es una enfermedad silenciosa que cuando llega hace ruido y estragos, más que cualquier otra.
El 21 de mayo del 2017 fue el día que partió mi vida en dos. Me levanté en un hospital en el norte de Bogotá como lo venía haciendo en los últimos 15 días. Como de costumbre, lo primero que hice apenas desperté fue mirar a mi mamá y preguntarle a la enfermera cómo estaba ella.
Aquel día hubo algo diferente en mi rutina de la mañana. Después de hablar con la enfermera, le pedí a Dios con todas las fuerzas de mi corazón que me dejara ver los ojos de mi mamá, pues ella llevaba inconsciente dos días y temía que no pudiera volver a verlos nunca más.
Alrededor de las 10 de la mañana estaba alistando todo para irme a la casa y traerle algunas cosas cuando la enfermera me gritó: ¡Andrea, tu mamá, mira a tu mamá! La volteé a ver y tenía los ojos abiertos. Sí, lo que ese día le pedí a Dios se hizo realidad. Pero no era como yo esperaba, sus ojos negros ya no eran los mismos, se encontraban opacos y pedían a gritos un descanso.
Entendí que aunque añoraba tenerla muchos años más a mi lado, debía dejarla ir. En ese momento me atreví a decirle a Dios que si su propósito era que ella se fuera, lo iba a respetar.
En la noche de ese día, a las 7:40 p. m., mi mamá murió.
Ella se fue rodeada de su familia, de su exesposo y de su hija. Murió cuando le dije que la amaba, que había sido la mejor mamá del mundo y que por ella iba a ser una gran profesional. Murió cuando mi papá le dijo que había sido el amor de su vida. Con un suspiro, luego de esas palabras, se fue.

Entendí que aunque añoraba tenerla muchos años más a mi lado, debía dejarla ir

Un mensaje para alguien que esté viviendo mi misma situación

Esto es lo que he podido aprender durante este tiempo.

Rochi

Rocio Angelica

Rocio Angelica

Foto:Andrea Hernández

Antes de contar mi historia quisiera describir quién era mi mamá. Su vida no se puede resumir a que fue una enferma de cáncer terminal.
Mi madre se llamaba Rocío Angélica, fue una mujer con vida, llena de pasión, de fortaleza y de alegría. Fue la cuarta de seis hijos. Estudio Enfermería, Diseño Textil y Psicología. Se especializó en Psicología Forense y trabajó sus últimos años en el Bienestar Familiar.
Como buena costeña le encantaban los vallenatos del ‘Binomio de oro’, la arepa de huevo, el arroz de coco, la mojarra y las butifarras. El amarillo era su color favorito y las margaritas sus flores preferidas.
En su trabajo, de lunes a viernes, atendía a jóvenes adictos a las drogas, abusados, o, por el contrario, abusadores. Cada día se esmeraba por darles consejos y dejarles un mensaje, les decía que la vida era una y que se debía disfrutar, pero correctamente.

Antes de contar mi historia quisiera describir quién era mi mamá. Su vida no se puede resumir a que fue una enferma de cáncer terminal

En sus ratos libres, al igual que a mí, le gustaba ver series policiales, era amante de las películas románticas y de las de cuentos de hadas. Le encantaba hacer ejercicio y hablar horas por teléfono con mis tías y mi abuela, que vivían a tan solo unas cuadras.
Sus familiares y sus más cercanos amigos la llamaban Rochi, o Chío. Yo la llamaba Ma, aunque no solo fue una madre para mí. Mamá era solamente la palabra común para llamarla, porque aparte de eso, ella fue mi hermana y mi mejor amiga. Era la persona a quien despertaba en la madrugada cuando no podía dormir, la que me abrazaba cuando lloraba y me decía que todo iba a estar bien.
Así estuviera cansada, siempre llegaba a la casa con una sonrisa. Así hubiera tenido un largo día, era la persona que me escuchaba hablar de mis problemas por largas horas. Y al final de la conversación siempre sentía como si todos hubieran desaparecido.
Fue la persona que se esmeró por muchos años para que yo fuera alguien en la vida. Muchas veces dejó a un lado su felicidad por estar conmigo, dejó en varias ocasiones sus sueños por dedicarse a mí.
No puedo decir que nuestra relación fue perfecta, porque sí hubo problemas. Había momentos de discusiones, pero también había otros en los cuales hablábamos hasta tarde, reíamos y llorábamos juntas. Nos teníamos mucha confianza.
No solo nuestros gustos eran parecidos, sino que, aparte de todo, éramos de la misma talla. Así que nos prestábamos la ropa y los zapatos. Siempre he sido de pocas amigas y ella, sin duda, fue la mejor.

¿Cómo comenzó todo?

El 19 de mayo del 2016 me arreglaba para ir a la universidad cuando la escuché llorar. Me acerqué a su cuarto, en donde se encontraba ella, y le pregunté qué pasaba. No me decía nada, solamente vi unas cuantas gotas de sangre que salían de su nariz.
A los pocos minutos, me dijo que sentía mucho dolor en su cabeza y que tenía ganas de vomitar. Aquel día decidimos ir de urgencias a la Clínica La Colina, en el norte de Bogotá, la más cercana a nuestro lugar de residencia.
En ese lugar varios médicos la atendieron, le realizaron diferentes exámenes y le dieron un analgésico mientras se conocían los resultados. A las 3 de la tarde de ese día una voz sonó por los parlantes del hospital. Llamaban a mi mamá para entregarle los exámenes.
Entré con ella al último cubículo de la zona de urgencias del hospital. Nos sentamos cada una en una silla y recuerdo cómo la doctora se quedó mirándonos sin decir nada. Luego de un pequeño momento de silencio nos dijo que en las imágenes que había proporcionado el TAC de la cabeza se veía algo raro, algo como un tumor en el cerebelo.
Después me miró a mí y me dijo que mi mamá no podía regresar conmigo ese día a casa. Debía quedarse para saber si se trataba de un tumor cancerígeno.
A partir de ese día ella duro 7 días en el hospital. Allí descubrieron que lo que padecía era cáncer de seno, pero que este le había hecho metástasis en el cerebelo. Que ese tumor en la cabeza -que le provocaba vómitos, sangrado por la nariz y dolor-, era muy malo y agresivo.
Luego de esos días, uno de los neurocirujanos de la clínica la operó para extraerle el tumor en el cerebelo. La intervención, que duró 8 horas, no fue un éxito. Según el doctor, el tumor ya estaba muy arraigado y así era peligroso e imposible extraérselo por completo.
Entonces, fue allí cuando nos propuso a mi mamá, a la familia y a mí unos ciclos de quimioterapia y radioterapia para controlar y posiblemente algún día curarla del cáncer tan avanzado que tenía. Sin dudarlo, aceptamos y ahí fue donde comenzó una vida nueva y desconocida para mí.

Nuestra vida luego del diagnóstico

Luego del diagnóstico, aunque no pudo volver a trabajar y hacer las cosas que usualmente hacía en el día, mi mamá siguió siendo la misma. Con una sonrisa demostraba que todo estaba bien y que iba a salir del cáncer.
Duró un año con esa enfermedad, y en cada momento de esos 365 días, mantuvo la esperanza y la fe de que iba a mejorarse. Fue en ese tiempo cuando más me demostró su fortaleza.
Pero aunque ella siguió siendo la misma, yo no. Aunque trataba de disimularlo, ver su proceso fue muy difícil.

Duró un año con esa enfermedad, y en cada momento de esos 365 días, mantuvo la esperanza y la fe de que iba a mejorarse

El tumor, las quimioterapias y las radioterapias hicieron que mi mamá no tuviera la fuerza ni la motricidad para caminar. Hicieron que hablara enredado. Que no pudiera escribir bien. Que se le cayera el cabello. Que adelgazara y que vomitara lo que comía. Estar allí, junto a ella, viendo todo esto, me llenaba de impotencia, rabia, dolor y tristeza.
Traté de seguir mi vida normal, asistiendo de lunes a viernes a la universidad. Sin embargo, mis días ya no eran igual de tranquilos ni felices. Quería hacer algo pero no sabía qué, ni cómo hacerlo. Lo único que hice después del diagnóstico fue brindarle mi sonrisa y decirle que iba a salir de la enfermedad muy rápido.
En las tantas noches que la tuve conmigo nunca mencionó que quería irse, ni nunca me dio instrucciones para saber qué hacer después de su muerte. Por el contrario, nos prometimos muchas veces estar juntas hasta viejitas.
La seguridad que ella tenía de que se iba a mejorar me hizo sentirme un poco mejor en medio de lo que veía durante ese año.
Mi mamá duró 8 meses con quimioterapia y un mes con radioterapia. Pero, al parecer, no le hicieron nada, pues su cáncer ya estaba bastante avanzado.
Para el 1 de mayo comenzó a empeorar, le empezó a dar gripa y decidimos llevarla al hospital, pues decía que no podía respirar. Ese día los médicos me dijeron que no era una gripa; el tumor en el cerebelo había aumentado de tamaño y le estaba presionando la médula espinal.
Sin anestesia, sin tartamudear, un médico me dijo que ya no había nada que hacer, no podían operar a mi mamá pues estaba muy débil y tampoco le podían hacer más quimioterapias. Me dijeron que le quedaba menos de una semana de vida.
En ese momento no lo creía. Veía aún a mi mamá allí en la camilla del hospital y me costaba entender que aquel desafortunado final me tocara a mí.
Pero así pasó, en menos de una semana, en la noche de un domingo, mi mamá se fue.
El día del velorio y el entierro no lo recuerdo muy bien. Cuando pienso en aquellos momentos lo único que viene a mi mente es gente que ni conocía diciéndome que lo sentía mucho. Recuerdo su ataúd y cómo se veía: increíblemente muy linda, con sus accesorios y ropa preferida. Aquellos dos días sentía a mi mamá conmigo.
La sentía en el corazón.

¿Cómo sobreviví?

Mi mamá y yo tres años antes del diagnóstico de cáncer.

Mi mamá y yo tres años antes del diagnóstico de cáncer.

Foto:Andrea Hernández

En el tiempo que ella estuvo con cáncer sabía que su muerte era una posibilidad, pero nunca me preparé para ello. Ahora, tras un año de su fallecimiento, he sobrevivido.
¿Cómo lo he hecho? No se ha tratado de unos minutos, ni de un día. Se ha tratado de un proceso y de una lucha constante.
He podido salir de esto siguiendo el ejemplo de mi mamá. Ella me enseñó a tener fortaleza en medio de las dificultades y eso he tratado de hacer.
Me enseñó a ver lo positivo en medio de la tempestad y eso me ha permitido ver que, aunque la extraño todos los días, ella está mejor ahora. Recordar y hacer lo que a ella le hubiera gustado que hiciera, atesorar sus consejos y sus palabras en mi corazón también me ha ayudado.

He podido salir de esto siguiendo el ejemplo de mi mamá. Ella me enseñó a tener fortaleza en medio de las dificultades y eso he tratado de hacer

El acompañamiento de mi papá, de la familia de mi mamá y de mis amigos cercanos ha sido fundamental. Rodearme de personas que en algún momento han pasado por algo similar también ha hecho parte del proceso, pues siento que estas me entienden más que cualquier otra persona.
Hablar con ella, contarle mis cosas y pedirle alguna señal me ha servido. No lo hago solamente cuando la visito en el cementerio, lo hago siempre. Siento que ella está en todo momento conmigo.
Apegarme más a Dios, conversar con él, llorarle y hasta discutirle, son otras de las cosas que me han ayudado. En medio de toda esta situación Él es el que me ha dado fuerzas para salir adelante.
¿Qué he aprendido de esta situación? Cuando pasas por algo parecido, cuando una persona cercana se muere de cáncer, entiendes que no puedes ser egoísta. En este caso, con su partida pude entender lo que era el amor de verdad, pues no importaba cuánto la quería conmigo, lo que importaba era ella y cómo el cáncer, desafortunadamente, la estaba consumiendo.
Ahora, después de su muerte, he entendido que la vida se pasa en un segundo y eso me ha hecho valorar más a las personas, los momentos y los pequeños detalles de la vida. Me ha hecho ver que las cosas materiales no tienen valor, que hay cosas más importantes. Que muchas veces nos la pasamos quejándonos de lo que nos falta y no disfrutamos ni somos felices con lo que tenemos.
Aprendí que todo tiene su propósito. Y aunque que ahora no lo vea, algún día sabré por qué mi mamá tuvo que morir a mis 21 años.
Luego del 21 de mayo de 2017 he vivido cada día sabiendo que ella murió, pero sintiendo, al mismo tiempo, que no lo hizo ni nunca lo hará en mi corazón.
Te amaré por siempre, mami.
ANDREA HERNÁNDEZ BACCA
Redactora de ELTIEMPO.COM
andbac@eltiempo.com
Si quiere compartir su testimonio con nosotros en la sección  #CómoSalíDe puede escribirnos al correo diarav@eltiempo.com.  Todas las historias son valiosas para este espacio.
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