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Cine y Tv

Ciro, el campesino que fue víctima de todas las violencias

‘Ciro y yo’ es un documental sobre un hombre al que la guerra le robó todo, pero no la esperanza.

‘Ciro y yo’ es un documental sobre un hombre al que la guerra le robó todo, pero no la esperanza.

Foto:César Melgarejo / EL TIEMPO

Reproducir Video

‘Ciro y yo’ es un documental sobre un hombre al que la guerra le robó todo, pero no la esperanza.

Cindy Morales
El rostro de Ciro Galindo es duro, curtido, como las piedras de Caño Cristales, que aparecen al comienzo del documental 'Ciro y yo'. Esas facciones de roble y su mirada líquida, agotada de tanto huirle a la violencia, dejan escapar una hebra de voz por la que se descuelga toda su nobleza: “Lo único que queda para poder sanar las heridas es perdonar. Nosotros tuvimos frente a frente a quienes mataron a mi hijo, cuando hicieron el reconocimiento de sus víctimas, en el proceso de Justicia y Paz. Lo único que queda es perdonar, pero olvidar no, porque los seres queridos los recordará uno hasta que se muera”.
Ciro es un campesino que nació hace 65 años en Coyaima, Tolima. En sus múltiples éxodos y las consiguientes tragedias se puede resumir la historia más oscura de Colombia. Víctima de violencia intrafamiliar en el Tolima, de malos tratos en reformatorios para menores y varias veces desplazado por la fuerza, su voz se quiebra al recordar que su hijo mayor se ahogó a los 14 años, el siguiente fue asesinado a los 18, la pena moral acabó con su esposa y la violencia casi se lleva también a su hijo menor, quien es hoy su única compañía.
Recuerda su infancia como una sucesión de escapadas. “Cuando yo tenía 4 años, decía que era liberal. Pero a esos pueblos llegaban conservadores y arrasaban con todo. En el momento en que mi madre (cabeza de hogar) se dio cuenta de que estábamos en riesgo, se fue del Tolima para Villavicencio. Fue contratada para hacerle de comer a la gente que vivía en una hacienda llamada Pompeya, en la vía a Puerto López”.
Su relación con ella no era buena. “A los 9 años me le convertí en un estorbo porque, además, consiguió un esposo, y si a uno no lo quiere el papá, mucho menos un particular –dice Ciro–. Yo era muy inquieto y una vez salí corriendo de mi mamá. Como no me podía alcanzar, me mandó una piedra y, ¡pum!, me pegó por acá, en la cabeza. ¡Eso fue un chorro de sangre!”.
Fue internado varias veces en reformatorios para menores, de los cuales se volaba para no soportar los golpes correctivos. A los 11 años, una familia lo sacó de uno de esos sitios para ponerlo a hacer mandados. “Allá me monté en un burro, me tumbó y me partió un brazo. Me tocó irme solo, y yo mismo presentarme en el hospital. Duré tres meses. Me enyesaron el brazo y me volví como el mandadero de las enfermeras. Un día me dijeron ‘usted ya está alentado y le toca irse’. Pero yo no quería, porque tenía buena relación con ellas y comidita”.
Las palabras ingenuas y los recuerdos de Ciro le salen del alma. No en vano, cuando lo conoció el director del documental que cuenta su historia, Miguel Salazar, este tuvo una revelación cinematográfica: “Él me hizo acordar del personaje de 'Ladrón de bicicletas', de De Sica: lo veía transparente, como que se podía ver a través de él. Uno sabía que era un hombre bueno”.
La comparación resulta sorprendente si nos atenemos a este otro relato de la infancia de Ciro, cuando fue recibido por una familia en el caserío El Rincón de Pompeya: “A las 9 de la noche salían a una platanera a robar plátano. Y yo, con mi brazo enyesado, tenía que ayudarles a cargar plátanos. No sé cuánto tiempo viví allá, porque a mí no me gustaba eso, yo sentía que no estaba bien”.
Hastiado de entrar y salir de reformatorios y de la vida de su madre, a los 13 años empacó su poca ropa en bolsas de papel y se fue a Restrepo, Meta, donde comenzó a trabajar en labores de vaquería: a la 1 a. m. se levantaba a encerrar becerros para poder ordeñar las vacas y salir a vender la leche.
Yo no tuve estudio. Por mi propia cuenta aprendí a leer y escribir, sin pasar por un colegio. De 17 años, me fui al Tolima y conseguí una mujer con la que tuve una hija. Sus papás no me querían, y me tocó venirme a Villavicencio, por el conflicto con esa familia. De ahí en adelante trabajé en una petrolera 14 meses, cuatro en Cundinamarca, luego en el Meta, y otros 7 meses en Urabá, que en esos tiempos era muy violento. Por donde uno andaba encontraba muertos”.

Ciro es un campesino que nació hace 65 años en Coyaima, Tolima. En sus múltiples éxodos y las consiguientes tragedias se puede resumir la historia más oscura de Colombia

Sus propios muertos

Dando vueltas, encontró en el Guaviare al amor de su vida, Ana Margarita Barreto, una mujer de rasgos indígenas con quien tuvo tres hijos: John, el mayor, que murió a temprana edad; Elkin, el más locuaz y a quien llamaban Memín, por su parecido con un personaje de los cómics, y Esnéider, el menor. La felicidad y el paisaje les sonrieron cuando se asentaron cerca de Caño Cristales, donde Ciro fue guardabosques del parque nacional Sierra de la Macarena.
Este último municipio saltó a los titulares de los diarios cuando comenzaron los diálogos de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc. Ciro aún recuerda cómo la guerrilla se instaló y comenzaron los reclutamientos: largas filas de niños se marchaban de La Macarena, rumbo al monte, incluyendo a su hijo del medio, Elkin, que apenas tenía 13 años.
De nada valieron los reclamos a los jefes insurgentes. Su hijo duró tres años lejos de la familia y al volver, enfermo y crecido, estaba irreconocible. Le daban ataques y perdía el sentido. “Ya no era el niño que se fue”, dice Ciro en el documental. “Era muy alzado, violento”, agrega Anita en una antigua grabación que recuperó el director. Elkin había estado en combates, y una onda explosiva lo afectó.
Fue enviado a un hospital de Villavicencio, y se perdió de nuevo el contacto. En documentos oficiales aparece internado en el pabellón de urgencias mentales entre febrero y marzo de 2001. Un mes después se entregó al Ejército en la capital del Meta como desertor de las Farc. Tenía 16 años.
Terminó en un centro del Bienestar Familiar, donde los sicólogos notaron su agresividad y resentimiento por el trato inhumano que recibió en la guerrilla. Duró ocho meses en un programa de reinserción, obtuvo inmunidad judicial y la promesa de un capital semilla para emprender un negocio. Él quería una fábrica de chorizos.
Ciro pensó que su hijo había organizado su vida, pero, a los pocos meses, Elkin regresó a La Macarena para pedirles a sus padres que montaran el negocio, pues él no podía recibir el subsidio por ser menor de edad. El proceso de paz había fracasado y tener en casa a un desertor de las Farc era peligroso, por lo cual se desplazaron a Villavicencio. Sin trabajo, sin comida y sin nadie conocido, malvivieron a la espera del capital que nunca llegó.
En su eterno peregrinaje recalaron en Bogotá, para subsistir en un albergue de desmovilizados. En esas andaban cuando las Farc explotaron la bomba en el club El Nogal, en febrero de 2003. El gobierno Uribe lanzó su política de informantes, ofreciendo recompensas para quienes dieran información sobre jefes de la guerrilla. Ciro afirma en el documental que a su hijo lo sacaron del albergue para llevarlo a ser interrogado y aportó información que les sirvió a las autoridades.
La grabación de su interrogatorio salió en noticieros de televisión, y aunque apareció con la cara protegida, en el albergue todos supieron que era él. “Era un menor de edad –advierte el director Salazar–. A un niño de 16 años no lo pueden usar en la guerra, y a él lo usaron todos”.
Elkin siguió aportando datos al Ejército, y se lo llevaron a Villavicencio, donde comenzó a colaborar con un grupo paramilitar, el bloque Centauros. Alguna vez se apareció en casa y le dijo a su madre que ya no quería estar con ese grupo, que quería irse del país. Ciro tuvo que ir a hablar con el jefe paramilitar, y este se limitó a decirle “al que se vuela le matamos hasta los huevos. Le acabamos toda su familia”. En efecto, al muchacho le pusieron una cita, se fue con una persona en moto y apareció muerto al día siguiente.

El cine ayuda a sanar heridas

La belleza de Caño Cristales, otro protagonista de la película, es perturbadora. Allí comienza y allí termina la historia, con 20 años de diferencia. Por sus aguas multicolores se conocieron Ciro y Salazar, que por entonces tomaba fotos para el libro Colombia panorámica. Una tragedia personal los unió de por vida, pero el contacto ha sido intermitente por los continuos desplazamientos de Ciro.
“Nos perdimos hasta 2004, cuando él me recontactó y ya estaba desplazado en Bogotá –cuenta Salazar–. Habían asesinado a su hijo Elkin, habían tenido que huir de Villavicencio y se habían refugiado en un albergue para desmovilizados, sin ser combatientes. Estaban en una situación bastante precaria”.
El único trabajo que consiguieron fue preparar tres comidas al día para 120 personas que vivían en ese albergue, labor en la que no tenían experiencia. Con la desmovilización llegaron también paramilitares. Ciro, su esposa y el único hijo que les quedaba se vieron en la humillante tarea de cocinar y servirles a exmiembros del bloque Centauros, en el que militaban los hombres que mataron a su hijo.
Peor aún: algunos desmovilizados aprovecharon sus precarias condiciones para ofrecerle al hijo menor, Esnéider, “un trabajo en el Meta, con el ganado”. Así, fue reclutado por un grupo paramilitar, a los 16 años. Sus problemas de salud fueron su fortuna, pues tuvo una emergencia dental que obligó a su traslado a Villavicencio, y de allá se voló para Bogotá.
Pasó el tiempo y, aunque se suponía que se había acabado ese bloque, lo localizaron en Villavicencio, lo persiguieron, le pegaron una puñalada y de milagro escapó a la muerte. A las carreras, Ciro y Esnéider retornaron a Bogotá y decidieron hacer la película.
“A través de la filmación se han ido eliminando cosas; uno se desahoga, pudimos eliminar mucho rencor, sed de venganza”, admite Esnéider, quien quería ser futbolista y ahora es técnico en soldadura, egresado del Sena.
El título de 'Ciro y yo' es un homenaje al documental de Michael Moore 'Roger and me'. “Pero, al terminarlo –apunta Salazar–, me di cuenta de que ‘yo’ es también la persona que está viendo la película. Busca despertar sentimientos: ¿yo qué hice en Colombia mientras pasaba esto? ¿Yo qué puedo hacer hoy? La guerra hizo que cada quien mirara para su lado y salvara lo que pudiera, porque arrasó con todo. Creo que es el momento de mirarnos a los ojos y encontrar la humanidad en el otro. Que veamos que lo que pasó en Colombia no se puede repetir”.
El director estudió cine en la Universidad de Nueva York (NYU) y al regresar a Colombia montó una productora, con un nombre oportuno para este documental: La Esperanza. “Ese era el nombre de la finca de mi familia materna. Pero también fue una gran lección que aprendí de un profesor ruso, Boris Frumin. Él me dijo: ‘Al final, en las historias de cine, tiene que haber esperanza’ ”.

También en el Hay Festival

'Ciro y yo' se estrena este jueves 25 de enero en varias ciudades de Colombia, y además, tendrá una exhibición especial en el marco del Hay Festival, en Cartagena.
El próximo viernes a las 11:30 a. m., en el multiplex Cine Colombia del centro comercial Plaza Bocagrande, el director Miguel Salazar hablará sobre su documental.
En el pasado, la productora de Salazar (La Esperanza) triunfó en el Festival de Cine de Cartagena con el documental Carta a una sombra, que dirigió Daniela Abad.
JULIO CÉSAR GUZMÁN
Editor EL TIEMPO
En Twitter: @julguz
Cindy Morales
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