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Inírida, mi destino favorito en toda Colombia que pocos conocen

"Viven felices con su estilo de vida y lo que poseen, y lo último que desean es que vengan foráneos a perturbar su paz", explica Salud Hernández.

"Viven felices con su estilo de vida y lo que poseen, y lo último que desean es que vengan foráneos a perturbar su paz", explica Salud Hernández.

Foto:Salud Hernández Mora

Un tesoro que esconde la selva y sigue intacto gracias a que es protegido por pueblos indígenas.

“Para inaugurar el cementerio hubo que traer un muerto de Villavicencio”, presumía el alcalde Augusto Bernal, allá por los ochenta. En aquel entonces, la capital del Guanía aún se llamaba Puerto Inírida y era tan apacible como hoy en día. Calles arborizadas, tranquilas, con pocos vehículos, escasa bulla y un abanico de etnias indígenas que conviven pacíficamente con los colonos llegados del interior hace décadas.
Si le quitaron la palabra ‘puerto’ fue para indicar que el vasto municipio de planicies selváticas y ríos maravillosos es más que un embarcadero. Para mí, sin asomo de duda, el lugar más mágico de Colombia, si existiera un listado entre los destinos accesibles de la Orinoquia y la Amazonia. Quizás el corazón del Chiribiquete, en Guaviare, esconda tesoros tan fascinantes, pero hoy es difícil llegar hasta ellos.
Camilo Fuentes, que conoce como pocos la región, considera que dos muros de contención han detenido hasta ahora la devastación de la jungla tan común en otros lugares: las inundaciones anuales, que impiden grandes extensiones de cultivos agrícolas, y el poder de los discípulos de Sofía Muller. La misionera protestante que, procedente de Nueva York, arribó a mediados del siglo pasado para evangelizar a los indígenas empoderó las comunidades de curripacos, puinaves, piapocos, entre otras, y nadie puede atravesar sus territorios sin su permiso. No es fácil obtenerlo.
Uno de los que lograron acuerdos con ellos para fomentar el turismo, por fortuna aún en estado embrionario, es Mauricio Bernal, propietario del Hotel Toninas, en plena calle principal. Logró establecer una alianza con la comunidad puinave de El Venado, frente a los cerros de Mavicure, un capricho de la naturaleza que es igual de bello e imponente con sol, lluvia, nubes, luna, oscuridad, amanecer o estrellas.
Levantaron por dos veces unas sencillas cabañas –las primeras las arrasaron las inundaciones del año pasado– justo frente a los cerros, para albergar a turistas que no buscan comodidades sino paraísos lejanos, solitarios. El dinero lo aportó Mauricio. Y los nativos, que son los propietarios, la mano de obra. La comunidad recibe aportes por cada visitante.
Cuando llegué por primera vez, hace unos años, a El Venado, la extracción de oro desde las balsas sobre el río Inírida representaba una fuente de ingreso para la comunidad. Eran pocas y con el tiempo, los lugareños se dieron cuenta de que suponían una amenaza real contra la madre Tierra y contra su propia salud y las prohibieron. Optaron por poner el esfuerzo en el sector turístico, pero sin grandes alardes y con la intención de que no se desborde. Viven felices con su estilo de vida y lo que poseen, y lo último que desean es que vengan foráneos a perturbar su paz.
Betty Cayupare, de la etnia piapoco, casada con un puinave, cocina muy sabroso para quienes se hospedan en las cabañas organizadas por Mauricio Bernal. “Si ustedes no vienen acá, no apreciamos la belleza que nos rodea”, confiesa. “Un visitante dijo: ‘Ustedes tienen una cosa muy hermosa frente a sus narices’ ”, en referencia a los cerros de Mavicure. “Y ahora sí la apreciamos”.
También les viene bien lo que ganan con los viajeros, un complemento necesario del alimento diario que consiguen en el entorno. El pescado, abundante, es la base de su gastronomía, y con la yuca brava que siembran preparan el casabe y el mañoco, tan imprescindibles en la mesa local como el arroz para los costeños. Nunca falta un excelente ají y es habitual el jugo de manaca, una fruta algo insípida pero rica si la sirven bien fría, un lujo no siempre a la mano, pues a veces no hay energía, y el hielo deben traerlo de Inírida.
Gracias a esa carencia, frente a los cerros de Mavicure nadie ensordece con aparatos de música. “Aquí vienen a escuchar el chorro, los pajaritos, las ranitas, el silencio”, anota Betty. Si alguien decide viajar con su propio equipo, debe ser discreto y respetuoso con la quietud que desea el prójimo. La guardia indígena, que impone el orden, puede requisarlo y no lo devuelve hasta la partida.

Aquí vienen a escuchar el chorro, los pajaritos, las ranitas, el silencio

También ese cuerpo de seguridad, el único que existe una vez abandonas la capital, acabó con las balsas que extraían oro. Los guardias quemaron las que desoyeron la orden de dejar para siempre el territorio.

La minería

Solo en Zancudo, a unos cuatro días de Mavicure, persisten en la minería, pese al grave daño ambiental que causan y el riesgo que supone seguir contando con la presencia de rezagos de la guerrilla que vive a rebufo de las economías ilegales. En repetidas ocasiones, el resto de comunidades indígenas les han suplicado que dejen el oro y el tungsteno, y responden que lo harán. “Pero siguen en las mismas”, me diría días más tarde un nativo. “Eso nos perjudica a todos”.
Al margen de ese tumor pequeño, aislado, que algún día ellos mismos extirparán, “la sensación al remontar el río Inírida es la de penetrar un santuario, protegido del mundo por la naturaleza y por sus habitantes”, escribe Elena Miranda, una viajera a la que pedí sus impresiones.
“Nueve raudales hacen accidentada y heroica su navegación. Ello no es impedimento para que sus comunidades, en su mayoría de no más de doscientos habitantes, se establezcan salpicando el curso del río y trasladen personas y mercancías salvando cada uno de estos obstáculos de una manera espectacular y solidaria”, agrega.
Inírida

Inírida

Foto:Salud Hernández Mora

“Es asombroso ver llegar una barca cargada de pasajeros y de bienes para seguir río arriba hasta sus poblaciones. Se orillan antes de remontar el raudal, sus ocupantes descienden y vacían la carga, en ocasiones muy pesada: bidones de gasolina, rollos de manguera, motores, alimentos, recambios. Luego, los hombres, ayudados por algunas mujeres, arrastran la lancha, en su mayoría de madera y embebida de agua, por los suelos pedregosos que pavimentan, junto con la arena, las márgenes y el fondo del río”, concluye.
Si el raudal no es tan fuerte, como ocurre en verano en Mavicure, pueden empujarla, una vez descargada, por la orilla del río. Por eso solo se puede viajar con lancheros avezados, como Tomás Córdoba, que además de trabajar para Mauricio Bernal, organiza en su resguardo Bachaco paseos de pesca deportiva, otro gran atractivo de la zona.

Los cerros

El abrazo de la serpiente popularizó en el país y el mundo los majestuosos cerros de Mavicure. Dos gigantescos monolitos –Pajarito y Mono– y un tercero más pequeño –Mavicure–, separados por el Inírida, sobresalen en una infinita planicie selvática. La comunidad puinave del Remanso, a los pies de Pajarito, un pueblito tranquilo, también acoge viajeros. Hace un par de años me hospedé en el hogar de Víctor García Medina y hoy ya existe la casa de la nueva Asociación de la Comunidad Indígena del Remanso para Turismo.
Sobre el río Inírida están los cerros de Mavicure, tres gigantescos monolitos, Pajarito, Mono y Mavicure, que sobresalen en la planicie de la selva amazónica.

Sobre el río Inírida están los cerros de Mavicure, tres gigantescos monolitos, Pajarito, Mono y Mavicure, que sobresalen en la planicie de la selva amazónica.

Foto:Salud Hernández Mora

Aunque son amistosos, uno nunca debe llegar sin más, es preferible contactarlos antes para que el capitán apruebe el ingreso, te permita conocer la comunidad y un lugareño te guíe por los senderos que suben por los cerros. En los días lluviosos, las lágrimas de amor de la princesa Inírida, que se enamoró del Jupirrali, rebautizado Pajarito, brotan desde la cima, pintando unas líneas blancas sobre el gris rocoso. Si despeja, los atardeceres se tiñen de fuego.

Aunque son amistosos, uno nunca debe llegar sin más, es preferible contactarlos antes para que el capitán apruebe el ingreso, te permita conocer la comunidad

“Para Sofía Muller, los cerros eran una montaña mágica que Dios nos entregó para que la cuidáramos”, me dijo Víctor. La extraordinaria mujer, fallecida en 1995, que alfabetizó a los pueblos indígenas, dio escritura a sus lenguas, les devolvió la dignidad que los caucheros y otros explotadores blancos pretendían arrebatarles, dejó una huella indeleble que Colombia nunca ha reconocido. Ni una placa ni un monumento, ni siquiera el diminuto aeropuerto local lleva su nombre sino el del político César Gaviria, que nada significa en ese departamento.
“Antes de la señorita Sofía, el blanco llegaba en su motor y nosotros corra para la selva a escondernos. Ahora, el blanco tiene que pedir permiso para entrar en nuestras comunidades”, me dijo para una crónica que hice sobre su vida Elías Canico, comerciante curripaco y miembro de la Iglesia Bíblica Unida que crearon sus discípulos.

El otro río

El Inírida agoniza cuando el Guaviare irrumpe en su cauce, a una hora de la homónima capital, en sentido contrario a los cerros. Unas millas más adelante se unen al Atabapo, y la fusión de los tres ríos da origen al Orinoco. En ese lugar se forma la Estrella Fluvial del Inírida, una de las regiones más ricas en diversidad del planeta. Pero el Atapabo es de una belleza única. No existe en Colombia nada parecido. Bautizado como el ‘río de colores’, con 160 especies nativas de peces ornamentales, marca la frontera con Venezuela.
Inírida

Inírida

Foto:Salud Hernández Mora

“Lo rodea una selva de arbustos que sueltan unas hojas rojas que desprenden taninos”, y tiñen las aguas de su color característico, explica Camilo Fuentes. En verano, es necesario contornear los bancos y las playas de arena que quedan al descubierto y hacen del acceso una prueba para lancheros experimentados. Franquear la entrada es llegar a otro mundo.
“El tiempo se detiene, la calma te invade y te embriagan las maravillas que el río despliega ante tus ojos”, describe Elena Miranda. “Aguas transparentes de un rojo cobrizo y otras amarillas bañan las playas salpicadas de grandes piedras. La arena, blanquísima; el agua, transparente y cálida, te invitan a nadar o quedarte quieta, acompañada de esa paz y armonía que uno siempre anhela”.
SALUD HERNÁNDEZ-MORA
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
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