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Manatí, el pueblo costeño ‘tomado’ por migrantes de Venezuela

En Villa Maty, un sector en ruinas que los venezolanos han levantado de a poco para construir sus viviendas, viven numerosas familias.

En Villa Maty, un sector en ruinas que los venezolanos han levantado de a poco para construir sus viviendas, viven numerosas familias.

Foto:Guillermo Gonzalez / ELTIEMPO

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A este lugar, en el sur del Atlántico, han regresado 650 familias, entre colombianos y venezolanos.

En Villa Maty, un barrio en ruinas ubicado en la parte baja de Manatí (sur del Atlántico), que durante casi cinco años estuvo abandonado luego de la ola invernal del 2010 que dejó 100.000 damnificados, se refugian inmigrantes venezolanos.
Lo preocupante para las autoridades es que este sector es catalogado como zona de riesgo, pues las fuertes lluvias de ese año arruinaron 17.000 hectáreas de tierra cultivable de cinco municipios y las pérdidas se estimaron en cinco billones de pesos.
El barrio nació -pese a la advertencia de estar en una zona inundable- como un proyecto de vivienda de interés social para unas 200 familias. Allí mismo está la planta de tratamiento del acueducto, al que también se le invirtió una gran cantidad de dinero desconociendo la recomendación de reubicarlo.
Al quedar abandonado, las viviendas fueron desvalijadas, al igual que la planta de acueducto. Entre la maleza y los bichos venenosos, Villa Maty era un pueblo fantasma.
Pero desde hace unos seis meses el sector comenzó a poblarse de venezolanos que han encontrado un lugar para refugiarse y rehacer sus vidas en Colombia. Las casas han sido acondicionadas con pedazos de cartón, tablones y láminas.
Sin agua ni energía eléctrica, salvo algunas casas que tienen extensiones que traen desde los postes, este barrio recobró la vida, pero también crecieron los temores por la inseguridad.
Una familia venezolana que encontró un techo en este sector fue la de Suhairl Pinto Campodonico, una manicurista de 36 años, madre de seis hijos y abuela de 13 pequeños. Todos nacidos en el Estado de Tachira (Venezuela). Llegó hace tres meses con su esposo, dos hijos y tres nietos; con el yerno, oriundo de Manatí, quien les prometió trabajo y mejores condiciones de vida. Al poco tiempo tuvieron problemas de convivencia y los abandonó.
La señora asegura que al no contar con documentos, se les dificulta la búsqueda de trabajo.
“Quedamos en el aire, sin nada”, dice la mujer que se refugió en lo que fueron las oficinas de la planta de acueducto, una construcción abandonada de dos pisos. Ellos ocuparon la primera planta en donde acomodó colchones y esteras. En el segundo piso está otra familia de venezolanos conformada por seis personas.
Aquí nos pudimos meter, ya las casas están ocupadas”, dice Pinto, quien cuenta que pidió ayuda a la Alcaldía de Manatí, pero “me dicen que lo poquito que tienen es para ayudar a los colombianos”.
No tienen agua ni energía, la cocina es de leña y como baño usan toda la gran mole del acueducto, que es hoy un elefante blanco. No obstante, dice que está mejor que en Venezuela, donde duraban hasta una semana sin comer bien. “Aquí con 3.000 pesos hago desayuno para todos”, cuenta.
Su esposo es electricista y soldador; su hijo, técnico en refrigeración y no han podido conseguir empleo, ya que ese tipo de servicios no se prestan en el pueblo. Suelen ayudar a transportar ganado, por lo que reciben unos 7.000 pesos al día, y cuando ayudan al sacrificio de reses reciben huesos para hacer sopa y vender en el barrio.
Caterin Ceballos, de 22 años, vive con su esposo y sus cuatro hijos en el antiguo acueducto del pueblo.

Caterin Ceballos, de 22 años, vive con su esposo y sus cuatro hijos en el antiguo acueducto del pueblo.

Foto:Vanexa Romero / EL TIEMPO

Los buenos tiempos

En la primera mitad del siglo pasado, Manatí y todo el sur del Atlántico eran la despensa agrícola del departamento y el Caribe, de aquí salía algodón, frutas, verduras, granos y pescado.
Pero la desatención del Gobierno Nacional con programas de tecnificación agropecuario o incentivos para la producción llevó a un empobrecimiento del sector que obligó a muchos de sus habitantes a emigrar a Venezuela. Hubo un éxodo en busca de oportunidades.
Del bachillerato nos graduamos 47 personas en 1995, pero en el pueblo solo nos quedamos cinco. Los demás se fueron para Venezuela”, cuenta Pablo Olivero, funcionario de la Alcaldía.
Llegaron de ilegales y se acomodaron. La economía de la gran mayoría de familias del sur del Atlántico se mantuvo gracias a las remesas de Venezuela. Algunos lograron conformar sus capitales, montar negocios y comprar propiedades. De 10 familias, nueve tenían algún miembro en el vecino país.
“Todo en estos pueblos se movía con los bolos (bolívares), la gente trabajaba para enviar a sus familias. Había plata, ‘compa’”, recuerda José Emeterio López, comerciante de Campo de la Cruz.

El drama de hoy

La Oficina de Atención al Migrante de la Cancillería registró que al departamento han llegado 38.191 personas de Venezuela, la gran mayoría oriunda del sur del Atlántico. Cifra que equivale a dos municipios de esta parte del departamento.
Solo en Manatí, donde la Personería hizo un censo hasta enero del 2016, contabilizaba 650 familias migrantes. A la fecha, la Alcaldía estima que superan las 2.000 familias. El 90 por ciento llegó sin nada en las manos. Los nacidos aquí ahora regresaron con esposas e hijos venezolanos. La Secretaria de Salud inició un censo de venezolanos, y en menos de dos semanas ya van 90.
La alcaldesa de Manatí, Kelly Paternina, no oculta el drama que se vive en su pueblo. “Se nos está convirtiendo en una bomba de tiempo. Nos ha cambiado la vida. Al ver el rostro de la gente uno sabe que están pasando hambre”, confiesa.
Mientras que la Personera del municipio, Lucinet Cantillo, sostiene que muchas de estas familias no pueden recibir servicios de educación o salud porque no tienen los papeles al día. “Deben regresar a realizar la apostilla, pero no tienen con qué y los otros no quieren devolverse”, dice.
Los más afectados son los niños que no pueden ingresar al colegio por no tener el Registro Civil y para eso deben realizar el trámite en Barranquilla o Soledad, donde están las Registradurías Especiales. La Personería solicitó una jornada especial de registro en el sur del Atlántico. “Necesitamos garantizarles al salud y educación”, agrega.
Solo en Manatí, donde la Personería hizo un censo hasta enero del 2016, se contabilizaban 650 familias migrantes.

Solo en Manatí, donde la Personería hizo un censo hasta enero del 2016, se contabilizaban 650 familias migrantes.

Foto:Guillermo González/EL TIEMPO

El secretario del Interior de la Gobernación, Guillermo Polo, aseguró que para atender esta situación, la Gobernación presentará en los próximos días al Gobierno Nacional la petición de declaratoria de Estado de Emergencia y que se le dé al Atlántico la condición de región fronteriza, para garantizar recursos que permitan atención humanitaria.
En estos municipios del sur del Atlántico es normal que la gente duerma con las puertas abiertas, sin embargo, en los últimos meses se han reportado delitos que no eran frecuentes, como atracos, venta y consumo de drogas. No obstante, la alcaldesa de Manatí asegura que no puede estigmatizar a los migrantes por esto.
Denuncias de los moradores de la zona señalan que se están conformando bandas de asaltantes que ingresan a las casas encapuchados y armados.
Pese a todos estos problemas de inseguridad, migrantes de Venezuela, como Suhairl Pinto prefieren seguir en Villa Maty viviendo con 7.000 pesos al día, “aquí estamos más cómodos que allá (Venezuela)”, comenta esta mujer, cuyo único sueño es tener una casa para montar su salón de belleza en Manatí.
LEONARDO HERRERA DELGHAMS
Enviado especial de EL TIEMPO
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