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San José de Apartadó, 20 años aislado de la guerra

La comunidad creó este cementerio para recordar a las víctimas con fotografías de sus rostros.

La comunidad creó este cementerio para recordar a las víctimas con fotografías de sus rostros.

Foto:Alejandra Machado / EL TIEMPO

Más de 366 muertos le dejó a este municipio su decidido rechazo al conflicto armado.

El recuerdo es desagradable. El horror de aquel día viene a la mente de los campesinos como un retrato del paso destructivo de la guerra. El 24 de febrero del 2005, la comunidad de San José de Apartadó tuvo que buscar por toda la vereda La Resbalosa las partes descuartizadas de ocho personas, incluido un niño de 18 meses.
Tres días antes habían sido asesinados el líder comunal Luis Eduardo Guerra Guerra; su compañera, Beyanira Areiza, y su hijo Deyner Andrés, de 11 años; Alejandro Pérez, Alfonso Bolívar Tuberquia Graciano; su esposa, Sandra Milena Muñoz Pozo, y sus hijos, Natalia, de 5 años, y Santiago, de 18 meses (a quien asesinaron a garrotazos).
Aunque declaraciones ante la Fiscalía señalan a miembros del quinto frente de las Farc, campesinos de San José atribuyen el crimen a unidades del Ejército y de las Autodefensas.
Este episodio es solo uno de los más de 300 que han tenido que registrar los campesinos de este corregimiento de Apartadó, en el Urabá antioqueño, desde que decidieron convertirse en Comunidad Campesina de Paz Neutral, el 23 de marzo de 1997, hoy hace 20 años.
La idea surgió luego de que entre 1995 y 1997 se contabilizaran 1.200 muertos y más de 10.000 desplazados en la zona por culpa de la arremetida de bandas criminales y la guerrilla. Los campesinos se encontraban en una encrucijada: en la zona operaban el quinto frente de las Farc y las Autodefensas Gaitanistas, y se registraban denuncias de abusos de las autoridades, uno de los principales alicientes para que la comunidad rechace la ayuda del Estado.
“Era difícil darle un vaso de agua a alguien porque luego venían del otro lado a decir que éramos guerrilleros o paramilitares. Nos cansamos y decidimos convertirnos en una comunidad que resiste en medio de la guerra”, recuerda Luis Miguel Serpa, campesino de 35 años que hace parte del consejo de la comunidad.
Hoy, dos décadas después de haberse constituido en un colectivo, la conmemoración no es completa. En el 2016 se contabilizaron 366 muertes de campesinos de la zona, cifra nada alentadora en una comunidad que solo busca vivir en paz en un territorio considerado estratégico –está a unos 12 kilómetros de la cabecera de Apartadó–, pues comunica los departamentos de Antioquia y Córdoba.

Un ambiente de paz

Ellos ya se habían declarado comunidad de paz, pero tiempo después sus habitantes –unos 680 de los cerca de 3.000 que residen en sus 32 veredas– se movieron a cinco minutos del casco urbano. Ese día, en medio de banderas blancas y cantos a la paz, los campesinos que decidieron trasladarse a este lugar advirtieron que no regresarían al pueblo si la Policía y el Ejército no se retiraban.
Siguiendo al pie de la letra la idea que les dio origen, esta comunidad no permite el ingreso de las autoridades por una razón: “Quien lleva un arma no es bienvenido a este lugar”.
***
“Es la enseñanza brillante del profeta, nuestro Dios, que ilumina nuestra mente de los que queremos paz; vamos todos, campesinos, para ir fortaleciendo la comunidad de paz...”.
Así dice la canción que entonaron hasta cuando tuvieron levantado el círculo que los alejó de esa guerra que les robó tantas vidas.
La pequeña comunidad cercó el terreno con alambre de púas y banderas con mensajes alusivos a su causa, e impulsó sus propias reglas. Por eso, desde las reuniones que realizan –además de decidir sobre su futuro–, también resuelven casos de violencia intrafamiliar y entre vecinos. Tales infracciones del reglamento interno son sancionadas con multas económicas o trabajo.
En total funcionan 55 grupos de trabajo, para verificar que se cumpla con educación, salud y las labores en sus parcelas, en las que siembran maíz, arroz, cacao, yuca y plátano.
“Nos convertimos en esto porque rondaban muchos atropellos –habla Arley Tuberquia, uno de los campesinos de la zona–; no solo de las Farc y los paramilitares, sino también del Estado, con los militares y la Policía. Nosotros no estamos de acuerdo con la violencia, y por eso decidimos que no lo íbamos a permitir más”.
Les ha costado. Pero cada vez se sienten más sólidos. Pocos intentan ingresar a la zona, y tratan de respetar que la comunidad no quiera saber nada más de la guerra; no obstante, las amenazas continúan; bandas criminales y las Agc han tomado más fuerza tras la salida del quinto frente, luego de los acuerdos de paz firmados por las Farc y el Gobierno.
Pero la resistencia no tiene marcha atrás; la comunidad ha logrado sostenerse y, tras dos décadas de perder a seres queridos y aun así negarse a tener relación con algún actor armado del conflicto, se mantiene.
En la zona se levantó un pequeño cementerio. Allí se pueden ver fotos de las personas asesinadas. La comunidad ha decidido hacer un homenaje: piedras blancas y algunas de otros colores recuerdan los nombres de las víctimas, de los muertos que a todos les duelen.
“Acordémonos, hermanos, de los muertos que hemos puesto y brindémosles homenaje con cariño y mucho amor. Vamos todos, campesinos...”.
Natalia, Ómar de Jesús, Antonio... van marcando el camino hacia un pequeño altar ubicado en el centro del cementerio.
Las rocas rodean una serie de fotografías: Darío, Fernando, Arturo... un camino lleno de recuerdos. Todos, asesinados por miembros del conflicto armado.
“Con el proceso de paz no ha cambiado nada, nosotros estamos seguros de eso. Ahora todos hablan de las Farc, y nadie recuerda que los paramilitares nunca se fueron. Cada vez toman más fuerza, y nosotros no vemos que haya una oportunidad de respirar”, señala Serpa.
Tres organizaciones no gubernamentales los acompañan, vienen de Alemania y Holanda. Son los únicos; la comunidad es muy estricta con las visitas de otras personas.
“Somos una comunidad que rechaza la guerra, pero, en el 2005, el entonces presidente Uribe dijo que en el interior de nuestra comunidad había colaboradores de las Farc, por eso preferimos tener cuidado de las personas que ingresan”.
La semana estuvo agitada. Luis Miguel hace el reconocimiento de que la decoración para la celebración fue trabajo de todos. Banderas blancas, un poco de pintura a las casas e ir al cementerio a velar por la decoración de las tumbas fueron actividades de la agenda de esta comunidad unida.
Suena un poco de música. Las personas se reúnen para hacer una pequeña oración y empezar con las actividades: declaraciones, música y una gran celebración de la vida y la paz.
Julio Duque, sacerdote que los acompaña, asegura que es importante mantener la norma de prohibir la venta de víveres o dar información a bandas criminales o miembros del Estado.
“Debemos celebrar la vida, siempre. No podemos permitir que personas armadas invadan este espacio de paz que, de manera tan firme, han sostenido los campesinos. Es una comunidad en paz que no quiere saber del conflicto que la rodea”, sostiene.

Siempre con la verdad

“Solo Dios hace justicia. Nosotros vamos a decir la verdad las veces que sean necesarias, creemos en la paz porque donde hay paz puede florecer la vida”. Las palabras de Brígida González terminan con una gran carcajada.
Orgullo, tal vez, de resistir, a sus 70 años, que aún tengan que estar en medio de la guerra. No obstante, sonríe y da las gracias a Dios por seguir en pie junto con su comunidad. “Nosotros nos juntamos unos 550 en ese momento –recuerda–. Firmamos un acta y decidimos convertirnos en Comunidad de Paz. Teníamos que aprender y dar una lección al mundo de que sí se puede hablar de paz en medio de la guerra”.
Durante todos estos años, la muerte de todos sus hermanos les ha dolido. Pero Brígida no olvida a su pequeña Elisenia Vargas, la última de sus cuatro hijos, una joven de 15 años asesinada por miembros de las Autodefensas.
“Eso fue el 26 de diciembre del 2005 –rememora, muy dolida –. A ella la mataron, según me dijeron, porque estaba en una fiesta con guerrilleros. Pero a mí me quedó el dolor, la muerte de una niña, mi niña, y siempre con la misma excusa: si lo matan unos, que porque estaba con los otros, y así sucesivamente...”.
Desde muy pequeña, Brígida aprendió a pintar; ha hecho más de 600 cuadros que retratan la esperanza, la guerra, a su hija; y, gracias al apoyo de las ONG, ha podido sacar algunas.
“Con las obras no quiero hacerme famosa, quiero que la gente conozca este lugar y se dé cuenta de lo importante de nuestra causa”.
Antes de que termine la jornada de celebración, la comunidad se prepara para dar un último comunicado a la opinión pública. Uno que perdure 20 años más, de ser preciso, o hasta que el conflicto armado deje de ser esa sombra que los acosa:
“Nuestra resistencia firme ante estrategias y actos tan criminales se ha mantenido incólume a través de estos 20 años –dice–, así hayamos visto arrancarles la vida a más de 300 hermanos y hermanas de nuestra comunidad y de nuestro entorno; y en esa resistencia nos han acompañado y nos siguen acompañando comunidades y personas de diversos países del mundo que se rigen por principios éticos incompatibles con la iniquidad de nuestro Estado. Para ellas y ellos, nuestra perenne gratitud”.
Su forma tajante de resistir ha sido con frecuencia vinculada a ideas de izquierda. Incluso, algunos sectores no han dudado en acusarlos de ser miembros de las Farc. Este tipo de afirmaciones son rechazadas enfáticamente por esta comunidad, que solo pretende que las balas del conflicto dejen de retumbar en sus oídos.
La comunidad sigue resistiendo.
MIGUEL ÁNGEL ESPINOSA BORRERO
Redacción EL TIEMPO
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