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El drama de buscar entre los muertos en Mocoa

Isidro Martínez sigue yendo al barrio San Miguel. Confía en encontrar a la sobrina que todavía tiene perdida.

Isidro Martínez sigue yendo al barrio San Miguel. Confía en encontrar a la sobrina que todavía tiene perdida.

Foto:Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

Los Martínez: la familia que no pierde la esperanza de encontrar a una sobrina de cinco años.

El martes, cuando Juan Isidro Martínez, de 57 años, entró a la improvisada morgue del cementerio de Mocoa, llegó con sentimientos encontrados. En el fondo, él sabía que sus familiares estaban muertas, pero dentro de su corazón se debatía entre si era mejor encontrarlas de una vez o guardar una chispa de esperanza de que ocurriera un milagro.
Él entró hasta donde había varios cadáveres y se acercó al de una mujer joven, de cabello largo, como el que tenía Adriana, lo que le aceleró el corazón. Miró ese cuerpo a la cara, que estaba hinchada, y enseguida el rostro se lo tornó más pálido de lo que lo traía.
Con voz entrecortada pidió que lo dejaran observarle la espalda y ahí encontró la cicatriz que le corroboró lo que ya sabía: esa era Adriana, su única hija, su consentida, de 23 años.
Se tomó la cabeza, se arrodilló y se puso a llorar. “Es ella”, exclamó.
Mientras tanto, Oliver Martínez, sobrino de don Isidro, reconoció a Catalina, su hermana de 16 años.
Fue un momento de angustia. Solo se escuchaba el llanto. Los demás familiares que estaban un poco atrás no aguantaron el dolor. Su peor temor se había confirmado: de los cuatro parientes que hasta ese momento estaban desaparecidos, dos ya habían aparecido, pero muertos.
“Entre todos tratábamos de calmarnos, pero no podíamos, lo único que hacíamos era llorar”, contó Edwin Piticano Martínez, sobrino de don Isidro. Antes de que se hubieran secado las lágrimas, les dijeron que había que enterrarlas pronto, pues los cuerpos estaban descompuestos. Y les entregaron unas palas para que procedieran.
El reloj apenas marcaba las 10 a. m., pero la resolana hacía salir un vapor caliente de la tierra, mientras las lágrimas se mezclaban con el sudor.
Todos se rotaban para romper la tierra. No se escuchaba otro ruido que el del metal contra el suelo, contra las piedras. El llanto era en silencio.
Cuando el hueco ya iba avanzado, les avisaron que los cuerpos estaban listos. Los habían metido en unas bolsas negras y estaban en un ataúd.
Luego de unas tres horas, los dos huecos estaban listos. Metieron los ataúdes y con las mismas palas los taparon con la tierra.
No hubo palabras de despedida ni al menos una oración, pues no había quien la dijera. Nadie quería hablar, solo querían llorar. Y era una escena que se repetía en varios puntos del cementerio.
Enseguida les dieron un papel en el que consta el lugar en el que quedaron Adriana y Catalina, pues no hubo lápida, ni siquiera cemento sobre la tumba.
Pero esto no les dio respiro: todavía tenían desaparecidas a Vanesa, de 21 años, y a Melissa, su hija, de 5.
Precisamente, Edward Jurado, el esposo de Vanesa y padre de Melissa, estuvo cargando por las calles de Mocoa, en un sobre de manila, las fotos de ellas, por si alguien las ha visto.
Y en la tarde del jueves tuvo noticias. Le avisaron que el cuerpo de su esposa había aparecido.
En la morgue no lo dejaron ver el cadáver, por su avanzado estado de descomposición. Le sacaron el brazo y ahí estaba tatuado el nombre de Edward. No quedó lugar a dudas.
El viernes, de nuevo para el cementerio. Esta vez, por lo menos, no tuvieron que cavar, pues con una retroexcavadora habían hecho la fosa.
Un pastor evangélico que estaba en el cementerio hizo una oración para despedir a Vanesa. Y Edward, agotado por varias noches sin dormir, salió al pueblo para ver si alguien le daba razón de Melissa.
Luego, como ha ocurrido a lo largo de la semana, los Martínez van a la zona del desastre, en el barrio San Miguel, por si encuentran a sus parientes. Es una tarea de todos los días, que hasta ahora seguía: Melissa no aparecía.
“No tengo un peso, lo único que tengo hoy es el corazón destrozado en mil pedazos, pero hasta no encontrar a mi otra sobrina no puedo irme de acá. No sería capaz de irme y, además, porque no pierdo la esperanza de que aparezca en algún lado, dentro esos niños que han sido reportados como huérfanos”, concluyó don Isidro.
JORGE ENRIQUE MELÉNDEZ
Subeditor de Política
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