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Bogotá

El conmovedor relato de Celso Gómez, testigo del Bogotazo

Celso Enrique Gómez vive hoy en Bogotá y a sus 83 años tiene una memoria perfecta para recordar los hechos tras la muerte de Jorge Eliécer Gaitán.

Celso Enrique Gómez vive hoy en Bogotá y a sus 83 años tiene una memoria perfecta para recordar los hechos tras la muerte de Jorge Eliécer Gaitán.

Foto:Cortesía Mauricio Daza

Miedo, pánico y dolor fue lo que Gómez sintió el día del magnicidio que hace 70 años cambió al país.

Desde niño, don Celso Enrique Gómez Moreno no ha podido disfrutar de ninguna película de acción. Al intentarlo, lo impactaba el horror de ese 9 de abril de 1948, cuando con apenas 13 años vio al hombre al que, saliendo de una relojería en San Victorino, en el centro de Bogotá, le arrancaron de un machetazo el brazo que llevaba lleno de relojes que había tomado del almacén y al policía al que la turba, unas cuadras más allá, agarró a puños y patadas, al vendedor de leche que quedó tendido en medio de la calle víctima de las balas que nunca supo de dónde venían esa tarde en que mataron a Jorge Eliécer Gaitán.
Lo cuenta en su casa del barrio Pasadena, noroccidente de Bogotá, donde vive con María Bravo, con quien se casó hace 58 años, y recibe la visita de los cinco hijos y la parentela que tiempo después conformó gracias al trabajo en su empresa de muebles de cocina. Con 83 años, recuerda los incendios y la muerte de un pueblo indignado por el asesinato del caudillo liberal y el enfrentamiento con las bandas de matones del partido contrario organizadas para acabar con todo lo que tuviera algún tinte rojo.
“El 9 de abril de 1948, yo acababa de cumplir 13 (dos días antes), trabajaba en el cuarto oscuro del Almacén Empo, de la Kodak, frente al edificio Murillo Toro –carrera 8.ª entre calles 12 y 13– y salí a almorzar a eso de las 12 y cuarto”. En ese entonces, el muchachito vivía con su hermano, el músico José Ignacio, de 28 años, en una pensión cercana. “Él me había dicho que me fuera a su lado para educarme, pero qué va, si lo que hizo fue ponerme a trabajar pues, además del Empo, por las noches le debía ayudar trasteando los instrumentos para las presentaciones con la compañía de Tocayo Ceballos, con la que hacía funciones y giras”.

‘¡Mataron a Gaitán!’

Antes de buscar almuerzo, Celso se dirigió a la pensión, en la carrera 16 entre calles 12 y 13, y pasó frente al edificio Agustín Nieto, donde estaba el despacho de Gaitán –carrera 7.ª con calle 13–: “Me iba siempre por ahí porque en toda la esquina había una cigarrería que era de la esposa de Tomasito Aves, jugador de Millonarios; ahí se la pasaban el argentino Pedrito Cabillón y los demás futbolistas de Millonarios (su equipo del alma) y del Santa Fe”. No encontró a su hermano pero sí a Pedro Caicedo y a la soprano Alba del Castillo, que le pidieron llevar unos timbales hasta la emisora Nueva Granada, donde estaban preparando un show que harían en el radioteatro.
A la 1:15, según cuenta don Celso, los locutores, desde las cabinas que estaban justo sobre la tramoya del escenario, empezaron a anunciar a gritos que habían matado a Gaitán: “Los locutores lloraban, la gente salió despavorida, todo se volvió un caos en segundos”. Aunque era solo un muchachito, él sabía como todos quién era Gaitán. Incluso dos años antes, durante la campaña presidencial en la que fue elegido el conservador Mariano Ospina Pérez frente a la división del liberalismo por las candidaturas de Gaitán y Gabriel Turbay, Celso había curioseado la manifestación que con cabalgata incluida había recorrido con el caudillo desde los barrios del sur hasta la plaza de Bolívar.

Los locutores lloraban, la gente salió despavorida, todo se volvió un caos en segundos

“Aunque era un niñito, yo andaba por todas partes e incluso iba por los lados de la avenida Chile, que era lo más lejano de Bogotá en esos tiempos. Yo era como afiebrado y de familia liberal, me gustaba ir a las oratorias de Gaitán; él daba conferencias en el Teatro Municipal, sabía que había sido alcalde y que era socialista, que quería cambiar muchas cosas y apoyaba a los trabajadores. Recuerdo que él decía ‘No soy un hombre, soy un pueblo’. Con él me pasaba en ese entonces lo que me ocurre con la música clásica, que a veces no entiendo un carajo pero me fascina escucharla y vivo la obra. Yo sentía su fervor y el de la gente que lo seguía”.
Eran tiempos de pasión partidista que impulsaba a muchos a la violencia, “cuando en cada establecimiento comercial debía colgarse una foto del presidente de turno y de la hegemonía conservadora”. Testigo de su tiempo, en esas caminatas por la creciente urbe, Celso conoció a personajes como Pomponio, la Loca Margarita y el Bobo del Tranvía, todos, que forman parte de la memoria popular de la capital, cuando los principales hechos y protagonistas de la vida social se concentraban en los cafés del centro, donde se reunían la clase política y la intelectualidad del momento.
Y tras la noticia del atentado a Gaitán, que ocurrió a la 1:05 de la tarde en la puerta del edificio y mientras supuestamente salía a almorzar antes de, según cuentan algunas versiones, reunirse con el joven cubano Fidel Castro, que por esos días estaba en Bogotá organizando un congreso de estudiantes que se oponía a la IX Conferencia Panamericana que daría origen a la Organización de Estados Americanos (OEA), Celso salió a recorrer las calles sin tener mucha certeza de por qué lo hacía.

La hora del miedo

“Sentí miedo, pánico, y me dolió mucho porque lo admiraba. Salí y me llamó la atención que cuando fui a la Jiménez, como a los 20 minutos, vi un poco de gente que venía, y algunos iban con escopetas. Cogí por el lado izquierdo, que era de casonas viejas, con relojerías pequeñas alrededor, y llegué hasta San Victorino, que era una plazoleta muy fea –el relato se desarrolla casi sin pausas y como una película que reproyecta, que se refleja en la intensidad de los gestos y los movimientos de las manos–. En la parte de arriba había una carrera con almacenes donde vendían loza, ollas, todo lo importado. De una de esas relojerías salió un señor con un brazo lleno de relojes; y no sé de dónde apareció otro con un machete y se lo voló. Varios se agarraron, pues todos querían llevarse el brazo con todos los relojes. Entonces tomé por la Jiménez hacia arriba, y ya había carros incendiados, el tranvía estaba volcado. Llegué a la iglesia de San Francisco y volví a pasar por donde mataron a Gaitán, vi un montón de gente y había una mancha de sangre, continué hacia la plaza de Bolívar y no alcancé a llegar, el almacén donde trabajaba ya lo habían saqueado, ahí quedaba también el Tía, y lo habían destruido. Me bajé por la calle 15, y subía un policía, venía una turba que lo cogió a golpes, no sé si lo mataron. Llegué a la carrera 13 con calle 15, donde quedaba el diario ‘El Siglo’, cuando llegué vi que salía gente, un tipo con la cabeza rota, y me dijeron que no entrara que todo se estaba incendiando. Había un busto de Laureano Gómez que tiraron al piso. Cogí hacia el sur, y frente a otra iglesia había un cuartel de la Policía, en la carrera 13 con calles 13 y 14. Detrás de unos árboles había unos tipos con escopeta, dándose bala con los del frente, y me gritaron: ‘Chino pendejo, quítese de ahí que de pronto le pegan un tiro’. Me fui corriendo y llegue a la calle 14, ahí quedaba el Idema, también había gente saqueando, había heridos, se tomaban el trago. Corrí como loco, sin saber para dónde ir. Me fui a donde mi hermana Ana Silvia, y no había nadie, ella vivía entre los barrios Samper Mendoza y Santafé, en la carrera 18 con calle 21 o 22”.
Pero se encontró con otro de sus hermanos, Pedro –eran siete, y solo sobrevive Celso–, de 15 años. Lo convenció de seguir curioseando y devolverse al centro. Ya era media tarde, y las llamas lo envolvían todo. Caminaron por la carrera 7.ª cuando empezaba a oscurecer, y el Ejército ya patrullaba buscando controlar la situación.

Matar y rematar

“Mueran los asesinos, abajo el Presidente, abajo Ospina Pérez, que lo maten... Eso era lo que gritaba la gente. En las caras se veía terror, y los dueños de los almacenes estaban llorando, dicen que algunos se hicieron matar para evitar que los robaran. En las esquinas había bandas que esperaban a que los saqueadores pasaran para robarlos, y otras personas estaban en los edificios con plata para ver qué compraban”.
Los días siguientes, aunque continuaban los saqueos y había cadáveres esparcidos, ya se respiraba algo de calma, sobre todo por el toque de queda decretado. En una de esas, por la carrera 16, pasó un carro negro disparando, Celso se ocultó en un portal y se orinó en los pantalones del susto. “El carro se volcó unos metros más allá, y a los que iban allí los remataron. A las 5 o 6 de la tarde no podía haber nadie en la calle, porque al que estuviera por ahí lo bajaban de una; sin preguntar iban dando bala. La gente protestaba ya más clandestinamente, vi mucho cadáver y gente mutilada. No puedo decir que ayudé a nadie, porque nadie se arrimaba, todos pasábamos corriendo. En la carrera 7.ª con 21 había un tipo vendiendo leche, iban persiguiendo a alguien, y cuando se oía bala todo el mundo se tiraba al piso. Tal vez el lechero no se dio cuenta o se confió, y le pegaron sus 3 o 4 tiros”.
Cuenta Celso que lo que hicieron las semanas posteriores fue intensificar el fútbol, programaban clásicos para que la gente no se desesperara. Pero la violencia continuó adquiriendo nuevas formas, y él, ya mayor de edad, fue víctima un par de veces gracias a esa terquedad de un liberalismo profundo: “Yo tenía un amigo que trabajaba en la TV, Hugo Armando Higuera, y nos encontrábamos mucho para tomar café en un sitio llamado Niza, de la carrera 10.ª entre calles 8.ª y 9.ª. Una tarde, yo tenía una corbata roja y llegó un borracho a gritarme que era un cachiporro desgraciado. Sacó el revólver y me apuntó. Flor, la copera, se dio cuenta cuando iba a disparar, le empujó el brazo y el tiro pegó en una esquina. En esas entró la Policía Militar, lo sacó y me obligaron a quitarme la corbata”.
Otro día, con la misma corbato roja, llegaron otros conservadores, lo agarraron por el cuello, le cortaron varios pedazos, se los echaron en un vaso de cerveza y lo obligaron a comérselos: “Me salvó José, el dueño del café, que me llevó a la parte de atrás y me escondió –Celso se silencia un momento y finaliza–... Por eso no puedo ver películas de acción ni las de gánsteres”.
DIEGO LEÓN GIRALDO S.
Especial para EL TIEMPO
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