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Bogotá

Un oyente en un mundo sin palabras

Este es un espacio concebido para la inclusión de la población sorda y tomar un buen café.

Este es un espacio concebido para la inclusión de la población sorda y tomar un buen café.

Foto:Cortesía Sin palabras.

Un café para sordos abrió sus puertas en Bogotá. Crónica.

Crucé la reja verde. Dejé atrás la estantería en la que se encontraba, entre otros, el libro ‘Veo una voz’, de Oliver Sacks —por algún motivo ese título captó mi atención, pero no le di demasiada importancia en su momento—. Me senté en la primera mesa que vi. En ese momento me percaté que desde que había llegado al lugar, no había escuchado una sola palabra diferente a las de la canción que ambientaba —de reguetón, como en cualquier bar—.
Cuando tuve la intención de ordenar algo, un hombre se dirigió a la barra en compañía de su esposa y su hija.
—¿Me puedes prestar la carta? —le preguntó el padre al mesero.
—El mesero hizo señas pero parecía que no respondía a su pregunta.
—La carta. Necesito la carta —le repitió.
Con el tiempo, el hombre entendió lo que pasaba. La persona que lo estaba atendiendo no podía escucharlo y las señas que hacía eran para explicárselo. Los clientes salieron del lugar sin hacer el intento de ordenar.
“¿Y ahora cómo hago?”, me dije cuando pensé en la manera como iba a pedir un café. En ese momento, el mesero se dio cuenta de que yo estaba en el recinto y se dirigió a mí. Hizo que me percatara de algo: cada mesa tenía a un lado un interruptor y un bombillo colgando del techo. Me entregó la carta y la señaló. Prendió y apagó la luz y se devolvió a la barra.
Lo había entendido. Cuando tomara mi decisión tenía que prender el bombillo, así él podría ir a mi mesa y tomar el pedido. Apunté al café americano. Lo comprendió. Señaló la carta. Creo que preguntó si quería algo más. Dije que no. Le levanté el pulgar y le dije “gracias”. Cuando pronuncié esa palabra recordé mi infancia, en algún viaje a Estados Unidos en el que no pude darme a entender con los nativos. Había llegado a un café en donde la lengua madre no era el español, era la lengua de señas.
Mientras tomaba el café, muchas preguntas pasaban por mi cabeza sobre cómo es una vida en un silencio profundo. Dudas que nunca me había planteado hasta que llegué a Sin Palabras Café Sordo Bar, el primer café adecuado para la comunidad sorda en Colombia, ubicado en la carrera séptima con calle 57 de la ciudad de Bogotá. Es el segundo de este tipo en Latinoamérica y el sexto en el mundo.
Tuve la oportunidad de hablar con Christian Melo, su fundador. Es oyente, y no tiene ningún familiar que sea sordo. Me contó que la idea había surgido en el momento en que vio a dos personas comunicándose a partir de la lengua de señas.
—¿Para qué música si es un bar de sordos? —le pregunté.
—Sin Palabras se creó para que estuviera adaptado para los sordos, pero la idea es que personas oyentes también vengan y disfruten de nuevas experiencias. Por otro lado, patentamos y creamos un piso en madera que genera las vibraciones de la música en un rango de frecuencia de cero a cien.
—¿Y eso qué significa?
—Son cien diferentes formas de sentir una vibración. Se pueden percibir mejor las notas altas, las bajas, las medias, las agudas y los sonidos característicos de cada instrumento. La música es algo que nos hace sentir tristes o felices y era una experiencia que no podían vivir los sordos. Además, en Sin Palabras cada canción que suena va acompañada de videos que se reproducen en lengua de señas, para que las personas entiendan la letra.
—¿Cómo fue el proceso para contratar a los meseros? —le pregunté
—Hicimos una convocatoria a través de redes sociales, con el requisito de que los interesados fueran sordos. Publicamos un video a las cuatro de la tarde, y a las ocho de la noche teníamos ¡258 hojas de vida para contratar a cuatro!
La necesidad de sacar del anonimato a la comunidad sorda, la cual, según el último censo del DANE en el 2005, tiene el 14% de su población radicada en Bogotá, llevó a Christian a proponer un proyecto de ley a través de la Comisión Séptima de la Cámara de Representantes. El documento, el cual está próximo a ser presentado en el Congreso, plantea que, dentro de las horas que deben cumplir los estudiantes de bachillerato, esté el aprendizaje básico de la lengua de señas.
También, me contó que cuando observó a cinco policías rodeando y presionando a un sordo afuera del café decidió actuar. Los policías le estaban pidiendo su identificación y se alteraron porque el hombre estaba muy asustado y no accedía a lo que le solicitaban. Un problema de comunicación. Christian, según me cuenta, tuvo que explicarles lo que pasaba. Los uniformados pidieron disculpas pero, según el fundador del bar, “el daño ya se había hecho”.
Mientras transcurría la discusión, podía observar a Óscar, el mesero que me atendió, chateando y divirtiéndose con su celular. Estaba detrás de la barra, justo en frente de las mesas mejor iluminadas en las que, días posteriores a la inauguración del café (el 16 de junio de 2017), un hombre sordo de 46 años le dio una sorpresa a su esposa, también sorda, conmemorando sus 17 años de casados. La mujer lloró desde que llegó hasta que se fue. No podía creer que el lugar fuera adecuado para sordos y que las personas que la atendieran tuvieran su misma condición.
Christian se conforma con que al menos una persona cambie su manera de pensar a través de la comunicación con los sordos. Me contó la historia Jenny, una cliente que estudia en la Universidad Konrad Lorenz de Bogotá. Desde que conoció el bar decidió darle un giro al tema de su tesis. Quiere ser una psicóloga que pueda atender a un sordo sin necesidad de un intérprete. Va todos los días a Sin Palabras a aprender empíricamente la lengua de señas, a partir del trato con los meseros y de tutoriales de internet. Su trabajo de grado se sustenta en la idea de que un intérprete no tiene por qué conocer aspectos privados de una persona sorda. Cuando existe un intermediario en la comunicación, muchos detalles se pierden, según le explicó.
Le pregunté a Christian si podía participar de un taller de lengua de señas que estaba por comenzar en el lugar. Me respondió que sí y me dijo que cada clase tenía un costo de 7.000 pesos. Fui, entonces, a la parte final del bar. Esa sección era distinta. La ambientación era diferente. Había una pequeña carpa puesta en el suelo decorada con hojas artificiales. Levanté la mirada y me di cuenta de que el techo estaba llena de estas. Finalmente me senté en una silla alrededor de una mesa que era más grande que las demás. Allí se realizaría la sesión.
Pronto, estaba acompañado de seis compañeros, un moderador, un intérprete y una persona sorda. Había un docente de español, dos profesores de filosofía, una estudiante de contaduría, una conductora de bus escolar y una estudiante de diseño industrial. Juan Carlos era la persona sorda y era la primera vez que asistía a una clase del taller. La sesión empezó con una breve presentación. Sí, en lengua de señas.
Cada uno tenía que decir su nombre, ocupación y debía indicar si tenía asignada alguna seña. “¿Una seña?”, me pregunté. David, el intérprete, explicó que los sordos eran bautizados mediante un signo que los caracterizaba como persona. Esa denominación sólo la puede hacer otro sordo y no se puede cambiar nunca.
—¿Cuál es la seña de Juan Carlos? —le preguntó Juliana —una de las estudiantes— a David.
David le tradujo la pregunta a Juan Carlos en lengua de señas.
—Cuando yo era pequeño, se me hacían dos huequitos en las mejillas, así que mi profesor me asignó esta seña:
Levantó su mano derecha y tocó, con su pulgar su mejilla derecha y con su dedo corazón su mejilla izquierda, respondió.
Los oyentes también pueden tener una denominación. Las personas que me acompañaban habían asistido anteriormente al taller y estaban ansiosos por recibir un nombre por parte de Juan Carlos. Ninguno lo consiguió, y yo tampoco, debido a la poca interacción que podía tener con David.
La clase inició y me choqué con la realidad. Lo que pensaba que era una simple extensión del español era un idioma tan complejo como todos los demás: la Lengua de Señas Colombiana, resumida en un diccionario de casi 600 páginas. La sesión avanzaba con aspectos sintácticos que no entendía, por lo que perdí el hilo de la clase hasta que Juan Carlos dijo algo que llamó mi atención: que sabía escribir pero no leer. ¿Cómo era eso posible?, ¿no son dos acciones que van de la mano? David le explicó al grupo que, debido a que el español era la segunda lengua de los sordos, el hecho de leer y escribir se convierten en competencias. Es como estar aprendiendo inglés y ser muy bueno escribiendo, pero muy malo hablando.
El resto del tiempo estuvo dedicado a revisar una serie de tareas que los estudiantes tenían que enviar en forma de video. Mientras exponían el video de Lucía —una de mis compañeras— ocurrió algo que me remontó al inicio de mi descubrimiento. Juan Carlos empezó a hablar con Óscar.
Estaban a más de cinco metros y se dirigían el uno al otro. Sin hacer ruido. Sonriendo y señalando elementos del café. Habían logrado comunicarse sin que nadie se enterara, y sin necesidad de un medio electrónico. ¡Cómo hubiera deseado saber su lengua para captar con lujo de detalles ese momento! Recordé el libro de Oliver Sacks que estaba a la entrada de Sin Palabras. Me di cuenta de que sí es posible ver una voz.
CARLOS EDUARDO DÍAZ RINCÓN
Especial para EL TIEMPO.COM
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