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Bogotá

El pintor que quiere plasmar con vida el cáncer de su esposa

Sin un taller o galería para mostrar su obra en Bogotá, Jaime Gutiérrez guarda sus pinturas en un hogar de paso para enfermos.

Sin un taller o galería para mostrar su obra en Bogotá, Jaime Gutiérrez guarda sus pinturas en un hogar de paso para enfermos.

Foto:Mauricio León / EL TIEMPO

Jaime Gutiérrez terminó desplazado a Bogotá para acompañar el tratamiento de su compañera.

Andrea Morante
Naturaleza muerta. Un patio de suelo y paredes blancas. Al fondo, cuatro pinturas reposan en el piso: mujeres desnudas en distintas escenas, en el mar, en una llanura. A un costado, el sillón Rímax. Lo acompañan una pipa de oxígeno con forro de tela, una silla de ruedas plástica con bacinilla en el asiento y un perchero hospitalario, de esos que se usan para colgar suero, mientras los enfermos deambulan.
Es la zona posterior del hogar de paso Ocobos, sobre la avenida Boyacá con calle 55, un lugar por el que desfilan decenas de pacientes, moribundos, desahuciados. Las EPS contratan sus servicios para acoger a quienes llegan de otras ciudades y pueblos a recibir tratamientos en los hospitales bogotanos. Un sitio donde los huéspedes se despiden con la posibilidad de que un hasta pronto se convierta en un adiós.
Entre las obras, Jaime Gutiérrez. El pintor. Su enfermedad no la lleva en la piel, la carga en lo hondo del alma. Diagnóstico: frustración, incertidumbre e impotencia. Su esposa, Carmen Eliza Tovar, enfrenta un cáncer que hace cuatro años comenzó en la pelvis, le devoró el colón, los ovarios y el apéndice. Hoy son los pulmones los que se resisten a morir entre las garras de la enfermedad.
Él, de pelo cano que circunda la parte baja de su cabeza y la barba. Nariz prominente y piel trigueña, 66 años. Camina erguido con sus mocasines, jean y camisa a cuadros. Diríase perfecto para el casting de senador romano.
Tengo ocho cuadros pintados, todos sin marco. Es que no tengo para ponerles, no me alcanza. En esta situación estamos, cómo decirle… Llevados”, confiere Jaime, observando los desnudos.
En ese punto llega Carmen, sosteniendo una botella de malta, vasos desechables y galletas. También sostiene su menudo cuerpo con los pocos alientos que conserva: suecos azules, pantalón caqui, camiseta polo –varias tallas más que la precisa–, saco y gorro negro, motoso, ladeado. Conserva tres o cuatro dientes y esboza un mohín cuando dice “Jaime, ahí les dejo pa’ que coman”. Se retira a su aposento sin agregar más.
Los desnudos hiperrealistas se cuentan entre los fuertes del artista, que busca una vitrina.

Los desnudos hiperrealistas se cuentan entre los fuertes del artista, que busca una vitrina.

Foto:Mauricio León / EL TIEMPO

Blanco y negro

Este que ve aquí –mujer desnuda, en blanco y negro– lo pinté sobre los colchones del cuarto que nos asignaron. Lo hice con toda la precariedad de condiciones. Pero es que no me dejan usar una parte de este patio para adecuar un pequeño taller. Usted sabe que la gente aquí a veces es complicada”. Mientras adelantaba aquella pintura, su compañera tosía y se dolía de mareos, fiebres, vómito. Mientras el óleo llenaba de vida el cuadro, el dolor le arrancaba un pedacito de vida a Carmen.
Vivían juntos en Tumaco, Nariño. En un rancho palafítico de aquellos que se levantan sobre el mar, trabajaba sus pinturas con los caballetes y materiales del caso. Ella se ocupaba de la casa y la cocina. Se amaban dentro de una vida modesta y sin carencias. En la adolescencia, fueron novios por primera vez, el primer amor. Luego se casaron con otras personas y tuvieron tres (Jaime) y cuatro (Carmen) hijos. Pero el corazón los volvió a unir en 1997...
Entonces en el 2013 llegó el cáncer y se tuvieron que mover a Buenaventura, Cali y hace dos años ella se vino a Bogotá. Jaime retornó a Tumaco, donde toda la vida se la ha ganado con las pinturas y con colaboraciones a arquitectos en el esculpido de columnas romanas y otras piezas. En la zona hotelera de El Morro le permitieron instalar su muestra ambulante. Turistas y paisanos curioseaban, preguntaban detalles sobre las creaciones y le compraban. Hasta que empezaron a pasar unos tipos en motocicleta:
–Maestro, ¿cuánto vale esta? ¿En cuánto queda aquella?– le preguntaron tres veces, en días diferentes y sin apearse.
Al paso de dos semanas los sujetos regresaron. Esta vez se bajó uno, fornido. Se le vino y muy de cerca increpó:
–Maestro, que el jefe quiere hablar con usted.
–¿Cuál jefe?
–El jefe.
–Ahora no me puedo mover de aquí– respondió, a sabiendas de que así firmaba su destierro. Se trataba de una extorsión o vacuna, la que sufren muchos en esa población nariñense.
Yo no iba a trabajar para darle mi plata a otros, la necesitaba para Carmen Eliza, para comprarle sus suplementos alimenticios. Me tuve que venir porque allá no tienen problema en gastarse un pepazo en uno. Al que no paga, lo matan”, asegura, en tanto una mujer ingresa al patio en busca de algo. Cojea y la mitad de su rostro luce desfigurado por un tumor. Saluda sin detenerse.
Sin poder vender sus obras donde lo conocían, llegó a Bogotá, en enero del 2016. Entre sus petates varias pinturas, pero ningún contacto para promoverlas en el circuito capitalino. En su angustia por no poder complementar con calidad los alimentos de su mujer –cuya alimentación en el hogar de paso no es la requerida por un paciente que enfrenta quimioterapia– decidió llevar un cuadro a la Casa de Nariño, como obsequio al presidente Juan Manuel Santos. Se trataba de un retrato hiperrealista de María Clemencia Rodríguez de Santos, la primera dama. Aparte de una constancia de recibido, nunca obtuvo una respuesta formal.
Pensé que de pronto así el Gobierno me podía hacer algún encargo de pinturas, darme una oportunidad para mostrar mi trabajo”, expresa el artista. “Es que tengo la capacidad de crear obras exigentes, soy un hombre pensante y actuante. Por eso no necesito limosna, yo quiero es poder trabajar, que las personas vean mi trabajo y me permitan mostrarles todo lo que puedo ofrecer”, sentencia, justo cuando Carmen reaparece y se para a su lado.
“Es que la semana pasada una paciente nos preguntó si Carmen era mi mamá –de pesar 66 kilos rebajó a 34, y eso que ahora llegó a 47–... Tal vez me vaya a quedar solo, pero Dios es el que decide y solo él sabe si se la va a llevar. Por eso es que yo quiero que aquí vean mi trabajo, porque aún tenemos esperanza”.
***
Si desea ayudar a este artista, puede escribir al correo pintorjaimegutierrez@hotmail.com o llamar al 301-527 58 77.
FELIPE MOTOA FRANCO
Redacción Bogotá
En Twitter: @felipemotoa
Andrea Morante
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