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Bogotá

¡Solo para niños! Un hogar que transforma las pesadillas en esperanza

Un hogar en Bogotá para niños venezolanos

Un hogar en Bogotá para niños venezolanos

Foto:Juan JaimeS / EL TIEMPO

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En Bogotá, los pequeños migrantes cuentan con un refugio diseñado para devolverles la sonrisa.

Maikelis llevaba trece años ininterrumpidos trabajando en Atención al Cliente en la Alcaldía de Barcelona, Venezuela. Una mañana, decidió que no podía seguir ignorando el llanto de su hijo que le pedía casi a gritos algo diferente a una arepa de maíz para comer.
Y es que, a ella, una trabajadora que se ganaba el sueldo mínimo, no le alcanzaba para darle a su hijo en el desayuno y en la cena algo que no fuera una arepa blanca con agua. Eso sí, sino era fin de mes, cuando solo alcanzaba ya no para dos, sino, para una comida al día.
Por eso, sin pensarlo, pidió un adelanto de sus prestaciones, compró dos tiquetes de avión que la dejaron sin un peso, y llegó hasta la frontera con Colombia.
Arribó a Cúcuta junto a su hijo Dennis de 11 años pidiendo un aventón, o cola, como dice ella. “Pasamos el puente, pero cuando pisamos territorio colombiano me desesperé, no sabía ni qué hacer, a dónde ir. Nos tocó llegar a la terminal de transportes donde dormimos más de tres días”, cuenta.
Esta es tan solo una de las millones de historias detrás del éxodo venezolano. Largas caminatas, rebusque para darles qué comer a sus hijos, huida desesperada en busca de futuro, estabilidad. Pero, ¿cómo es cambiar de patria para los niños, dejar el colegio, los amigos, los juguetes, cambiar su cama por el suelo y su casa por una terminal o refugio?
Dennis cuenta emocionado que este fue su primer viaje en avión. De hecho, fue su primer viaje en la vida. Sin embargo, la emoción se le esfuma cuando se le pregunta cómo fue llegar a Colombia. “Nos tocó dormir en un cartón en la terminal, nos paraban a las 5 de la mañana, no nos dejaban dormir más. Nos tocaba levantarnos o venía la Policía. Ni siquiera a mí, por ser pequeño, me dejaban dormir más”, recuerda.
En Cúcuta, varios de sus compatriotas les contaron un poco de lo que sabían de Colombia. Aprendieron varios nombres de ciudades y les quedó claro que Bogotá debía ser su próximo destino. Así fue como Maikelis y Dennis empezaron a caminar hacia Bucaramanga, entre caminata y aventón llegaron a Piedecuesta, durmieron varios días en un CAI de Policía, lograron reunir 20 mil pesos, y con eso pudieron viajar hasta la capital.
Aunque les dijeron cómo era la travesía, no les advirtieron que el clima de Bogotá no era como el de Barcelona y menos como el de Cúcuta. Al llegar a la Terminal de Salitre, Maikelis y su hijo empezaron a llorar desesperadamente. La razón: tenían frío y ninguna prenda de ropa abrigadora. Pero casi al instante, Maikelis se vio obligada a reaccionar, recordó que el clima era lo de menos, acababa de llegar a una ciudad que ni siquiera sabía que existía.
Como un ángel, cuenta ella, se le acercó una religiosa que hace parte del Centro de Atención al Migrante (Camig), -que se ubica en esta terminal de transporte y que funciona bajo la dirección de la Iglesia Católica- les dio un café caliente y la oportunidad de llamar a algún familiar o conocido.

Más que un refugio, un hogar para Dennis

Dennis en la Casa de Acogida al Migrante: Corazón sin Frontera.

Dennis en la Casa de Acogida al Migrante: Corazón sin Frontera.

Foto:Juan David Jaimes / EL TIEMPO

Al no tener a donde ir, ni tener a quién contactar en Colombia, Maikelis fue trasladada a un refugio del que salió al día siguiente directo al Hospital Santa Clara y donde duró internada más de un mes.
Traía paludismo o malaria, una enfermedad que se ha vuelto común en el vecino país. Su hijo, solo en el albergue, quedó al cuidado de los voluntarios de la Casa de Acogida al Migrante: Corazón sin Fronteras, que funciona desde mayo en Bogotá y que se ha convertido en más que un refugio, en un hogar para niños venezolanos que llegan a la capital.
En esa casa pequeña, blanca, con un jardín en la entrada viven -aunque sea de paso- niños que a la fuerza, sin pedirlo o sin entenderlo, tuvieron que migrar de sus lugares seguros, saltar de sus camas, convertir sus morrales del colegio en maletas, despedirse de sus amigos y emprender un viaje a una patria desconocida.

Antes de los niños pisar el suelo de esta casa, ¿cuánto habrá pasado sin que comieran tres comidas al día, o que hayan tomado una merienda, o quizá hayan jugado y cantado con otros niños?

Cuarenta hombres y mujeres que se turnan horas y días son los héroes de este espacio que funciona desde las 7 de la mañana hasta las 4:30 de la tarde. Su objetivo es regalarles a los menores el mejor de los días, uno que quizás no hayan tenido desde hace mucho.
La comunidad de los Hermanos Maristas, con el apoyo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), hace que esta casa funcione y que siempre esté lista para rescatar sonrisas. El lugar es exclusivo para los más pequeños, tiene mesas y sillas perfectas para su altura, un cuarto lleno de juguetes (el lugar favorito de todos), una sala para ver televisión, escuchar cuentos y hacer siestas.
Antes de pisar el suelo de esta casa, ¿cuánto habrá pasado sin que comieran tres comidas al día, o que hayan tomado una merienda, o quizá hayan jugado y cantado con otros niños? En este lugar no solo se alimentan, como es el derecho de cualquier menor, sino que son atendidos por médicos y odontólogos. Además, cuentan con un programa de actividades lúdicas, de aprendizaje y de juegos en equipo, espacios en los que recuperan sus sonrisas, y en donde pueden olvidar, por un momento, que están a kilómetros de casa.
Dennis, el hijo de Maikelis, tras llegar a Bogotá, perder a su mamá por un mes y no conocer a nadie, encontró en la casa amigos, alimentos y diversión. “Me gusta esta casa, no quiero irme nunca, cuando mi mamá estaba enferma ellos me cuidaron mucho. Aquí hice amigos, puedo jugar con ellos, me dan hasta merienda”, dice.
Sin embargo, pese a su felicidad en la casa y las distracciones propias del día, no deja de entender la realidad que dejó del otro lado de la frontera. “Yo estoy contento, aunque extraño mucho a mis primos. Me gustaría que se vinieran para acá, yo sé que allá no están bien porque no hay comida”, asegura el pequeño.

Una carrera contra el tiempo

El refugio, del que vienen todos los niños que llegan a la casa, recibe a familias venezolanas durante un máximo de cinco días. Un plazo que deben usar para ubicarse, recoger dinero, hacer papeleos migratorios, encontrar un trabajo o un lugar a donde irse.
Son pocos días. Una maratón que se hace casi imposible si se suman el cansancio, la falta de dinero y el no conocer la ciudad. Y tras cumplirse ese plazo, deben dar paso a que otras familias puedan gozar del mismo beneficio. Es que no hay cama pa’ tanta gente.
Pero las familias no siempre buscan quedarse en Bogotá. Hay otras que usan sus días para recibir una comida, descansar un poco, recoger dinero y seguir su rumbo, la mayoría a pie, hacia Perú o Ecuador.
Es así como a la casa -que funciona casi como un jardín infantil- llegan niños de tránsito que duran máximo cinco días, o niños permanentes que duran máximo cinco semanas, como es el caso de Dennis. Los menores son recogidos en el refugio, donde duermen provisionalmente, por una ruta escolar que los lleva hasta la casa para que los padres puedan más tranquilamente hacer las diligencias que les urjan.
“El objetivo es que los niños estén en un entorno protector. Que a la casa lleguen los que se encuentren en un mayor estado de vulnerabilidad, mientras los padres solucionan sus asuntos pendientes”, dice Johanna Reina, de Acnur.
Yuesgarlin Carolina tiene 10 años y es de Valencia, Venezuela. Hace dos días llegó a Bogotá junto a su papá, su mamá y su hermano de 9 meses. Y en tres, saldrán a pie para Ecuador y luego hacia Perú. Antes de llegar a Bogotá estuvo seis meses en Cúcuta. Allá su papá reunió el dinero necesario para el viaje. Eso sí, limpiando vidrios y recogiendo beneficencias, nada formal. Desde entonces Yuesgarlin no estudia y tampoco tiene una rutina establecida. Cada amanecer para ella es diferente.
Este es su primer día en la Casa de Acogida. “Me gusta el cuarto de juegos. Hay comida y me dieron un abrigo porque aquí hace mucho frío”, cuenta. Ella, como la mayoría de niños, llega pidiendo que le presten alguna prenda para soportar el clima. A algunos les regalan, además de chaquetas, zapatos para que cambien los que traen desgastados por las largas caminatas. Todo depende de la mayor necesidad que tengan en ese momento.
Yuesgarlin y los otros cinco que llegan por primera vez serán revisados por el médico Roberto Pinzón, uno de los voluntarios. Esta es la primera tarea del día para los nuevos, pues según el doctor, la mayoría llega con problemas respiratorios por el cambio de clima o por mojarse con la lluvia en la carretera, problemas que deben ser atendidos con prontitud. Otros traen problemas de dermatitis, y casi todos, algún grado de desnutrición, dada su escasa alimentación y las largas jornadas a las que están expuestos.
Ella, al marcharse en los próximos días, seguramente no alcanzará a tomar leche o comer carne. Esto, porque los niños migrantes (no han tenido el primer caso de excepción) no toleran estos dos tipos de alimentos.
Tras la crisis económica, muchos de ellos no volvieron a comerlos, y su organismo pareciera que no los reconoce. Llevan días, quizá meses, con una dieta limitada por la escasez de productos y la falta de dinero para adquirirlos. Es por eso que en la casa deben tener cuidado del tipo de alimento que les brindan como menú.

La dueña de la casa

Sandra Rodríguez, directora de la Casa de Acogida al Migrante: Corazón sin Frontera

Sandra Rodríguez, directora de la Casa de Acogida al Migrante: Corazón sin Frontera

Foto:Juan David Jaimes / EL TIEMPO

Sandra Rodríguez, de 45 años, es la mamá, la heroína principal, la mujer a la que los niños corren a abrazar y a la que llaman ‘profe’. Es la directora de la casa y de los voluntarios, una mujer aguerrida que desborda amor.
Es la dueña de las anécdotas más fuertes, de las historias más inspiradoras y de las sonrisas de los niños, pero también de las lágrimas desgarradoras que le corren por las mejillas cuando está sola. Ella cuenta que lo más difícil de estar a cargo de esta casa es tener la responsabilidad de hablar con los padres, despedir a los niños en su último día en la que también llaman "escuelita", y luego despedirlos al día siguiente en el refugio cuando va a recoger a los nuevos.
“Los niños te abrazan, te dicen que no quieren caminar más, que quieren devolverse a la escuelita. Lo más duro es tener que decirles ‘no pero cómo así, si te vas de aventura, vas a conocer Perú, ¡qué emoción!, te vas a vivir a Ecuador’. Cuando por dentro sabes que probablemente tendrán que caminar más de 8 días. Que no es seguro que puedan comer, que tendrán que soportar inclementes temperaturas, o que seguramente les saldrán llagas en los pies”, cuenta entre lágrimas.
Además, dice que es difícil “ver a los papás, tener que decirles que cuando le pegan o le gritan a su hijo porque no les hacen caso en la carretera es entendible, pero que hay que tratar de no hacerlo porque ya de por sí la experiencia para ellos es difícil e incluso traumática. Que con los psicólogos los menores reconocen esos momentos, que son palabras o actos que les marcarán su niñez. Decirles eso tan triste cuando es entendible que lo hacen porque un camión puede llevarse por delante al niño si no hace caso, es un absurdo, duele, no sabes cómo solucionarlo”, manifiesta.

Los niños te abrazan, te dicen que no quieren caminar más, que quieren devolverse a la escuelita

En la casa el proceso con los niños permanentes es menos doloroso, asegura Sandra, pues los voluntarios pueden ayudar a las familias con asesorías para sacar permisos, orientarlos, incluso darles un plato de comida o una prenda de vestir.
Así mismo, es posible ver cambios en los niños, hacer seguimiento a su talla, peso, salud, escolaridad. De hecho, la meta de la casa es que una vez estén ubicados los padres, los menores puedan ingresar al colegio público más cercano para que retomen sus estudios y establezcan nuevas rutinas. Sandra y su equipo se encargan de hacer las gestiones con la Secretaría de Educación y de verificar su asistencia.
Ante la insólita situación de migración masiva, iniciativas como la Casa de Acogida para el Niño Migrante hacen más llevadero el duelo migratorio tanto para los niños como para los adultos.
Es por eso que, aunque de momento la casa está solo en Bogotá, los Hermanos Maristas y Acnur sueñan con construir un corredor humanitario desde la capital hasta Ipiales. “Queremos replicar estas casas de manera que se pueda hacer un circuito para que los migrantes junto a sus hijos tengan algo de seguridad, protección y alimentación”, plantea Johanna Reina.
“Queremos que la casa esté en Cali, Popayán, Pasto, y todos los lugares en los que se pueda. Que podamos hacerles seguimiento a las familias y que podamos ayudarlos hasta que lleguen a la frontera en Ipiales. Nuestro gran sueño es que esta casa tenga la capacidad de atender a muchos más, que comience a ser un camino para los migrantes, que sea una casa que no tenga fronteras, abierta de corazón y de manos”, puntualiza Sandra.

Comenzar una nueva vida, inesperadamente

Dennis ya lleva un mes en el colegio, la casa lo dotó con útiles escolares, uniforme, zapatos y hasta un morral. Todo para que vuelva a empezar.
Maikelis asegura que ella solo quiere “trabajar para mantener a mi hijo. Allá el sueldo no me alcanzaba, dejé mis 13 años de trabajo botados y a mi familia lejos porque acostarse sin comer es horrible. Me vine no porque quise o porque lo planeé, sino porque a mí me daba cosa mi hijo. Un niño no debe preocuparse, él me veía llorar y lloraba conmigo. Él es un niño. Él solo tiene que jugar y crecer”.
Ahora, ella trabaja por días en casa de familia, haciendo aseo o cocinando, "yo hago lo que me salga, necesito el dinero". Dice que de momento está tranquila porque su hijo está en el colegio y porque día a día encuentra la forma de pagar el arriendo del cuarto en el que vive, comprar alimentos con los que sostenerse y de enviarle algún dinero a su familia que quedó en Venezuela.
"Yo sí quiero regresar a mi casa, ir a mi colegio para jugar fútbol con mis amigos, pero si no se mejora mi país, entonces prefiero quedarme aquí con mi mamá. Aquí estamos felices, donde estemos juntos nosotros seguiremos siendo felices", finaliza Dennis.
Leidys Becerra Escobar*
Redacción ELTIEMPO.COM
*Con apoyo de Acnur

* Si quiere ayudar, donar o informarse

La Casa de Acogida al Migrante: Corazón sin Fronteras funciona en Bogotá
Dirección: Diagonal 45D No. 19-61, Barrio Palermo
Directora: Sandra Rodríguez
Teléfono de contacto: 318 609 57 58 
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