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Bocas

“El humo de la guerra no nos dejó ver la corrupción”

Fernando Carrillo posa para BOCAS.

Fernando Carrillo posa para BOCAS.

Foto:Ricardo Pinzón

Una entrevista con Fernando Carrillo, Procurador General de la Nación.

Cuando saltó a la escena nacional, a comienzos de 1990, más de uno se preguntó quién era esta especie de niño grande de 1,92 metros de estatura que, sin haber cumplido 28 años, proponía una fórmula para cambiar la Constitución de 1886, un intento en el que habían fracasado varios gobiernos. Pero gracias a una mezcla de entusiasmo, buena suerte y el apoyo de las administraciones Barco y Gaviria, Fernando Carrillo se convirtió en la figura más visible del movimiento que lograría consolidar el proceso por cuenta del cual se expidió la Carta Política de 1991.
Nombrado ministro de Justicia en agosto de ese año, parecía que la carrera de este abogado javeriano
–uno de los representantes más destacados del conocido kinder– no tendría límite. Sin embargo, la fuga de Pablo Escobar de la cárcel de La Catedral lo puso en la picota pública e incluso le costó una sanción de la Procuraduría de la época, que sería revertida años después.
La experiencia le dejó un mal sabor. Tanto, que más de uno pensaba que no volvería al país. Estuvo más de década y media en el Banco Interamericano de Desarrollo, primero en Washington y después en París y Brasilia, en donde se le veía muy a gusto.
Reconocido como uno de los más grandes expertos regionales en temas de justicia, finalmente aceptó un cargo que le ofreció Juan Manuel Santos en 2012. Sin embargo, su verdadera reivindicación tuvo lugar el día en que lo nombraron ministro del Interior, pues regresó al gabinete “por la puerta grande”, según sus palabras.
Al salir del cargo, se fue de embajador a España, pero el día que le dijeron que le habían nombrado remplazo, no le gustó. Regresó a Bogotá y a los pocos meses se encontró con la posibilidad de ser procurador general de la Nación, algo que nunca tuvo en el radar. Su elección en el Senado se caracterizó por ser casi unánime, algo poco usual en estos tiempos de polarización.
Fernando Carrillo, Procurador General de la Nación.

Fernando Carrillo, Procurador General de la Nación.

Foto:Ricardo Pinzón

Lleva en el cargo menos de 15 meses y, junto con el fiscal y el contralor, forma parte de la llave encargada de combatir la corrupción en Colombia, el peor problema del país según las encuestas. Su función es investigar y sancionar, si hay méritos, a los servidores públicos y a los particulares que manejan dineros del Estado, lo cual se ha traducido en numerosos procesos en curso.
Casado con Diana Serpa y padre de Laura y Natalia, juega squash cuando puede y sale a la ciclovía bogotana con sus hijas si el clima y las ocupaciones se lo permiten. Dice que le gusta la lectura y recuerda que el poeta Julio Flórez, su tío bisabuelo, fue uno de sus ancestros.
Aplomado y con la experiencia que dan los años, Fernando Carrillo se ve a gusto en su cargo. Aunque ya no es el joven de antes, no pierde el entusiasmo y seguramente seguirá en la palestra durante un buen tiempo. Habló con BOCAS en medio de su agitada agenda.
Cada 28 años los días del calendario son los mismos y por eso la fecha de las elecciones de 2018 son iguales a las de 1990. ¿No le trae eso nostalgias?
Muchas, porque me devuelve a esa época de cambios. El 5 de febrero de 1990 publiqué una columna en EL TIEMPO a la cual le siguió un editorial del periódico titulado “Por ahí puede ser la cosa”, el cual, descubrí después, había sido escrito por Juan Manuel Santos. Así comenzó un proceso que desembocó en la Constitución de 1991. Mirando hacia atrás diría que se trató de la irrupción, no solo de una nueva generación, sino del consenso político más importante que tuvo Colombia, aun superior al del Frente Nacional.
¿Y qué similitudes tiene eso con la época actual?
Que estas elecciones confirman que las Farc dejaron las armas y se metieron en la lucha política. Lo que viene no es claro, como tampoco lo era en ese momento. Entonces es como un gran ciclo histórico que termina y otro que comienza.
Devolvámonos al comienzo. ¿Qué bicho le picó a Fernando Carrillo para intentar lo mismo que otros habían tratado sin éxito?
Fueron hechos dramáticos, como muchos en la historia de nuestra generación. Diría que el asesinato de Luis Carlos Galán el 18 de agosto de 1989 me marcó mucho. Yo era profesor primíparo y llegué a dar clase de Derecho Constitucional en la Javeriana ese día, después de que en la víspera hubieran matado a un magistrado y al comandante de la Policía en Antioquia. La gran pregunta que muchos nos hacíamos era qué sentido tenía estar uno hablando de normatividad y de institucionalidad cuando en ese momento nos estaba ganando la guerra el crimen organizado del narcotráfico. Después vino el hundimiento de la reforma constitucional de la administración Barco, que era nuestra esperanza, el 15 de diciembre de 1989, cuando al propio gobierno le tocó enterrarla en la Comisión Primera del Senado por cuenta de un mico que prohibía la extradición.
¿Y eso qué produjo?
Comenzó a formarse un movimiento estudiantil alrededor de unas mesas de trabajo que se dieron en universidades como la Javeriana, el Rosario, los Andes y La Sabana. La conclusión a la que se llegó era que había que hacer una propuesta. Ahí surgió la idea de la papeleta, que yo planteé en una clase en el Rosario. Marcela Monroy, que era la decana de Derecho, me dijo que le echara ese cuento a Roberto Posada, D’Artagnan, en EL TIEMPO, quien era su marido en ese momento y tal vez el columnista político más influyente. Así nació la columna a la que me referí. A partir de ahí comienza una bola de nieve que se vio como una cosa inofensiva, pues era una iniciativa que venía de la sociedad civil que fue concitando voluntades y consensos hasta que llegó el editorial de EL TIEMPO del 22 de febrero de 1990. Fueron tres semanas de locura donde, además, terminamos nosotros en las emisoras, en muchos pueblos de Colombia, ayudando o enseñándole a la gente cómo podía hacer la papeleta.
¿Por qué era la séptima?
Porque ese día de marzo se votaba por senadores, representantes, diputados, concejales, alcalde de Bogotá y consulta popular del Partido Liberal, que ganó César Gaviria. Entonces ya había seis papeletas y la séptima pues era la de la Constituyente.
¿Cómo hicieron?
Muchos de los contradictores nos dijeron que eso no se podía contar oficialmente porque ya estaban todos los formularios electorales listos. Entonces le hice una consulta al registrador nacional del Estado Civil del momento, Jaime Serrano Rueda, preguntándole que si los jurados encontraban la papeleta dentro del sobre –que se usó por última vez en esa ocasión– esto anulaba o no el voto. La gran noticia fue que dijo que no y señaló que si los jurados de votación querían registrar que ahí había un papel extraño, clandestino, lo podían poner en el acta. Eso nos ayudó a hacer un conteo que siempre fue informal. Nosotros llevamos registros con los estudiantes de las universidades de más de diez capitales de departamento y el cálculo que se hizo ese día es que la papeleta había sacado por lo menos dos millones de votos. Entonces el presidente Barco nos dice que se va a contar oficialmente esa papeleta en el proceso electoral vigente que era el domingo 27 de mayo de 1990, la misma fecha de la primera vuelta presidencial ahora.
Fernando Carrillo fue uno de los promotores de la séptima papeleta.

Fernando Carrillo fue uno de los promotores de la séptima papeleta.

Foto:Ricardo Pinzón

Eso cambió las cosas…
Totalmente. Con la séptima papeleta formalizada en un pomposo tarjetón electoral tuvo lugar la elección de Gaviria, quien como presidente electo convocó a un gran acuerdo político, lo que fue un gran cabezazo. A las dos semanas de posesionarse expidió un primer decreto en el que formalizaba la convocatoria de la Asamblea Constituyente que va a control de la Sala Constitucional de la Corte Suprema. Esta le da la bendición en octubre y suceden las elecciones el 9 de diciembre de 1990, en las que salí elegido.
Todo muy vertiginoso para alguien que apenas había cumplido 28 años...
Se presentaban los acontecimientos uno encima del otro y, claro, uno no alcanzaba a medir las dimensiones de lo que se venía. Gaviria sí lo hizo. Se dio cuenta de que esto era como la luz al final del túnel, como decíamos nosotros en ese momento.
¿Qué expectativas tenía de ese proceso y cómo fue ese choque con la realidad?
Hubo de todo: luces, sombras, éxitos, frustraciones. Diría que fue una sucesión de hechos impredecibles, porque era un salto al vacío, esa es la verdad. No habíamos vivido nada parecido, al menos en el siglo XX, e imaginar alianzas como la que hizo el Movimiento de Salvación Nacional, de Álvaro Gómez, con el M-19 era inconcebible; pero eso fue clave para lograr consensos. La gran diferencia con lo que está pasando hoy, cuando se ve la fractura en que se encuentra el país, es que primó la unidad. La describiría como una retaliación institucional contra todo lo que había pasado, contra los hechos de sangre, contra la desaparición de tres candidatos presidenciales, contra la lápida que se le puso al movimiento de Luis Carlos Galán y contra el crimen organizado. El único lunar, que fue una gran frustración, acabó siendo la discusión de la extradición.
Lo cual quiere decir que el crimen organizado tenía fichas ahí…
Podía tener algunos representantes, sin duda. Para mí fue un golpe porque cuando comenzó el debate me di cuenta de que íbamos a perder esa batalla. Cuando llevamos el tema a la plenaria solo trece constituyentes votamos a favor de que la extradición no quedara prohibida en la Constitución. Puede ser que hubiera presión del narcotráfico, pero también muchos consideraban detestable acudir a la justicia extranjera para solucionar problemas nuestros. Posteriormente llegaría una reforma que la volvió a permitir. Afortunadamente, porque ha sido uno de los instrumentos de recuperación judicial más importantes en la lucha contra el crimen organizado.
¿Ese proceso, en un período de tiempo tan corto, lo maduró muy rápido?
A la brava. En esa época vivía con mis papás, lo cual implicaba que estaba en unas circunstancias de la vida donde no había total emancipación mientras intervenía en la redacción de una constitución nueva. Para la Constituyente yo había sacado la octava votación en el país y eso me daba legitimidad para llegar a la cabeza de una comisión. Aspiraba a la de Asuntos Económicos, pero las cosas no se dieron y acabé en la de Justicia, que trató temas muy gruesos.
¿Y cuando se promulgó la Constitución no se retiró?
No. Me postulé para ser miembro de esa corporación legislativa híbrida que fue el llamado Congresito, una de cuyas labores fue la creación de las cuatro nuevas instituciones de la justicia, que salieron de mi comisión. Yo fui el ponente de la Fiscalía.
¿Qué le dice a la gente que afirma que los líos de la justicia en Colombia son culpa de la Constitución?
Que eso no es cierto, es todo lo contrario. Era tal la agudización del conflicto en materia de derechos, que si nosotros no hubiéramos tenido la válvula de escape de la tutela o de la Fiscalía frente al crimen organizado, junto con una Corte Constitucional que ha hecho respetar esos derechos, las cosas habrían sido más difíciles. Es verdad que hay instituciones que han caminado a medias, como el Consejo Superior de la Judicatura, que además no solo fracasó en Colombia, sino en América Latina. No obstante, hemos tenido unos avances grandísimos y la institucionalidad sobreaguó: se impuso al crimen organizado, que era un enemigo formidable. El proceso de paz de alguna manera también es consecuencia de un sistema de seguridad y de justicia que medianamente ha funcionado. Hay nuevos desafíos, pero son de toda la región y no necesariamente monopolio del panorama o del sistema político colombiano.
Volvamos a su historia. ¿Qué pasó después?
Como dos semanas y media después del arranque del Congresito se produce la primera crisis de gabinete del presidente Gaviria, en cuya campaña yo había coordinado los temas de justicia, anotando que en la Constituyente representé al movimiento estudiantil y no al Partido Liberal.
Fernando Carrillo también fue ministro de Justicia y de Interior.

Fernando Carrillo también fue ministro de Justicia y de Interior.

Foto:Ricardo Pinzón

¿Y pensó mucho el ofrecimiento de ser ministro de Justicia, o no?
Pues lo pensé mucho y lo consulté con mi padre, que es médico y siempre ha visto la política así, como de reojo, siempre bajo sospecha. Me dijo: “A usted lo van a sacrificar prematuramente si acepta eso”. Mi mamá opinó que tenía un deber de seguir adelante porque había estado en todo el proceso y no podía hacerle el quite a este reto. Los dos, de alguna manera, tuvieron razón más adelante.
Su paso por el ministerio quedó marcado por la fuga de Pablo Escobar de la cárcel de La Catedral…
Que sucedió veinte días después de que me había ido del ministerio, del que salí a finales de junio de 1992. La verdad es que mientras estuve en esa cartera me concentré en la discusión legislativa de la reforma a la justicia, la más ambiciosa que se ha hecho. Sacamos el nuevo Código de Procedimiento Penal, el estatuto de la Fiscalía General de la Nación, el estatuto del Consejo Superior de la Judicatura, el estatuto de la Corte Constitucional y la Defensoría del Pueblo. Me la pasaba 24 horas en el Capitolio.
En donde tuvo varios roces…
Sí, pero sobre todo con la clase política tradicional, que nunca me perdonó que fuera el impulsor de la Constituyente que les cortó la cabeza a los que fueron elegidos en 1990.
¿Qué proyecto tenía al salir del ministerio?
Tenía dos cosas en mente, pues el presidente Gaviria me había dicho que me fuera de embajador, pero yo decía que no, que un embajador de 29 o 30 años no tiene ningún sentido. Había estado en la Escuela de Leyes de Harvard y quería hacer un doctorado en Economía Política de Gobierno, estaba aceptado. Y pensé: “Ese es mi proyecto de vida y arranco en cuanto pueda”.
¿Qué estaba haciendo cuando se enteró de la fuga de Pablo Escobar?
Estaba en mi casa, llenando los papeles para aplicar a Harvard.
¿Y cómo supo?
Por Eduardo Mendoza, que había sido mi viceministro y estaba ahí, retenido en La Catedral. Eso fue muy duro para todos nosotros, primero por la fuga y después por el desarrollo de los acontecimientos. El tema se convirtió en un debate político en el Congreso, que a estas alturas considero completamente injusto porque aquí estuvo todo el Estado involucrado. A mí no se me fugó Escobar, porque no era el ministro de Justicia en ese momento, se les fugó a las instituciones. Eso produjo un gran cuestionamiento sobre la política penitenciaria y demostró que el nuestro era un Estado de papel. Estar en el Ministerio de Justicia enfrentando al crimen organizado y a un individuo que según la revista Forbes era el más rico del mundo, era una lucha desigual. Nos apoyábamos en la fuerza de unas normas que ni siquiera habían comenzado a regir todavía y con una Fiscalía que apenas estaba naciendo.
¿No se cometieron errores?
Sin duda. En la política penitenciaria uno identifica errores que fueron más de política de Estado, pero nunca el resultado de ningún otro tipo de conducta. Afortunadamente ese debate político no terminó en nada porque quedó en cabeza de varias personas de muy dudosa reputación que después fueron todos incriminados penalmente: se trataba de los defensores de Pablo Escobar en el Congreso.
Usted se acabó yendo a Harvard…
Sí, unos meses más tarde. Llegué a Boston como en abril de 1993, primero para hacer una maestría y después a seguir con el doctorado, pero nunca lo terminé.
¿Por qué?
Porque al cabo de mi primer año llegó quien era en ese momento el presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, Enrique Iglesias, al que yo había visitado en Washington como ministro. En esa cita le había dicho que el BID tenía que comenzar a prestarle dinero a la Justicia porque se trata de un sector social y el desarrollo económico dependía de eso. Le serví como chaperón en la universidad y al final del día me dijo que pusiéramos en práctica la idea que le había mencionado, empezando con una gran reu-
nión de ministros de Justicia. Eso implicó que me quedara 17 años en el BID. Y no hubo doctorado, aunque dos maestrías sí.
De todas maneras usted sale “castigado” de ese proceso de Escobar, sancionado por la Procuraduría…
Fue un proceso disciplinario que después fue reversado, con lo cual quedó limpia mi hoja de vida como servidor público. Pero sí, fue muy duro porque además mucha gente quería limpiar sus culpas con el eslabón más débil de la cadena, que era yo, porque había sido ministro a los 28 años. Después entendí que esas son cosas que suceden en política y gracias a Dios no pasó a mayores.
¿Salió amargado?
Muy desmoralizado, por supuesto. Del país, de la acción pública, después de lo que fue todo ese cúmulo de ilusiones.
Y por ver que su papá tenía razón…
Exactamente, pero mi mamá a la postre se impuso también, porque, como dicen, no hay mal que por bien no venga. Eso me permitió dar otro paso hacia adelante, que fue salir y conocer de muchos temas. Estuve en la sede del Banco Interamericano en Washington siete años, otros tantos en París como subdirector de la oficina que tiene el BID y algo más de dos años en Brasil como jefe de la representación.
¿Siempre en temas de justicia?
En la primera parte. Y es curioso: cuando llegué al BID la persona que tenía redactado un documento sobre temas de reforma judicial era Néstor Humberto Martínez, que era el subgerente jurídico allá. A las pocas semanas lo nombran ministro de Justicia de Samper y me quedo yo con el encargo de desarrollar los programas del Banco.
¿Pensó a lo largo de ese periodo devolverse a Colombia?
Siempre lo tuve en mente. Tal vez por eso nunca compré casa, siempre pagué arriendo. Pero cada vez el tema del Banco me amarraba más.
¿Qué quiere decir?
Cuando me fui a París en el 2003 más del 35 % de la cartera del BID era para temas de modernización del Estado, que era la línea que nosotros habíamos inaugurado. Además, las cosas en Colombia no iban tan bien. Durante el Proceso 8.000 me tildaron de conspirador y con Pastrana no tenía cercanía. Cuando llegó Uribe me estaba yendo a Francia, además estaba recién casado.
¿En algún momento se le pasó por la cabeza montar una oficina?
Nunca, ni tampoco trabajé jamás en un bufete. Por eso algún contradictor decía, cuando ya el presidente Santos me nombra director de la Agencia de Defensa Jurídica del Estado en 2012: “¿Cómo van a nombrar a ese tipo que no sabe amarrar ni desamarrar un expediente?”. En eso tenía razón.
¿Y por qué volvió?
Los ciclos se cumplen. Y la verdad es que los vínculos con Colombia siempre estuvieron ahí, en programas que impulsamos desde el Banco para la Fiscalía y la Contraloría. Había conocido a Fernando Hinestroza en París y me dijo que quería que fuera miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia. Recibí la carta de aceptación justo el día en que me enteré de su muerte y la interpreté como una señal de que era hora de volver. Ahí apareció la oportunidad que mencioné y decidí venirme.
¿Le costó trabajo?
La verdad, no mucho, porque independientemente de que no hubiera planes específicos de regreso, la conexión siempre seguía, por los amigos y la familia.
¿Y a su familia?
Nos acostumbramos rápidamente. El tema eran las niñas, porque soy padre un poco tardío y ellas estaban pequeñas. Pero aquí estamos mucho más acompañados.
Después de eso viene el Ministerio del Interior…
Que me dio una inmersión absoluta en toda la realidad colombiana y el manejo, por supuesto, de la política. Fue duro, pero no tan traumático. Sacamos una buena agenda legislativa en ese año, el 2013.
¿Y no le pareció que el país era el mismo de antes?
Con algunas prácticas negativas más sofisticadas, esa es la gran diferencia. Ahí comenzó una defensa de la institucionalidad.
¿Fue una reivindicación volver a ser ministro?
Sin duda alguna. Como volver por la puerta grande, esa es la verdad.
También fue embajador de Colombia en España.

También fue embajador de Colombia en España.

Foto:Ricardo Pinzón

¿Aspiraba a quedarse más en el ministerio?
Una de las grandes paradojas de mi vida profesional es que me han tocado los ministerios más débiles que existen dentro del ordenamiento institucional, porque la debilidad del Ministerio del Interior es casi peor que la del Ministerio de Justicia. Está completamente desmantelado y habrá que reformarlo porque tiene todo lo malo del manejo del Congreso, recibe poco presupuesto y su fortaleza institucional es nula. Es un ministerio con pies de barro.
¿Podría decirse que sale a regañadientes para la embajada en España?
No. El presidente Santos siempre pensó, y yo creo que tenía razón, que debía ser ministro de Justicia de este Gobierno porque ese es a la vez mi karma y mi compromiso con la vida. Pero cuando me lo ofreció le dije que no quería sentir que me estaba devolviendo en el tiempo. Preferí la embajada.
Donde fue muy feliz…
Así es.
¿Por qué?
Porque conocía bien España. Desde que estuve en París hice grandes amistades que después me sirvieron mucho. Entonces la curva de aprendizaje fue muy rápida. Hicimos muchas cosas y estoy muy orgulloso de esa gestión.
Cuando le dijeron que se tenía que devolver, a usted no le gustó nada…
Sí, realmente ahí hubo divergencias, tengo que reconocerlo así. Tomé la determinación de devolverme a hacer práctica privada, lo que nunca había experimentado.
¿Adónde?
A la Cámara de Comercio, pues pensé que podía ser un buen árbitro. Pero esa condición duró cuatro meses, hasta que se abrió la posibilidad de la Procuraduría, que yo no tenía en el radar.
¿Cómo fue eso?
Estábamos en la celebración de los 25 años de la Constitución el 4 de julio de 2016 y María Victoria Calle me invitó, pero advirtió que no tenía espacio en la agenda para que hablara. De todos modos asistí feliz. Fue en Rionegro y un par de días antes se abrió un cupo y me dieron 12 minutos para que contara sobre el proceso: hice una radiografía, sosteniendo, además, por qué no era viable ni oportuna una Constituyente. Cuando bajé del atril se me acercó el presidente del Consejo de Estado y me dijo: “Lo que usted acaba de decir lo compartimos todos. ¿No ha pensado en ser candidato a la Procuraduría?”. Eso no se me había pasado jamás por la mente, pero jamás jamás.
¿Qué respondió?
Tenía muchas dudas, pues apenas conocía a un par de consejeros de Estado de los 28 que podían intervenir para postularme. Finalmente llegué a la convicción de arriesgarme y me fue muy bien en esa ronda, pues saqué como 23 de 25 o 26 votos. Después comenzó ya la fase del Senado de la República, en la cual el mensaje fue que lo único que podía ofrecer era sensatez, equilibrio, ponderación. Insistí en que no pertenezco a ningún grupo político y que no era ni siquiera el candidato del presidente. Al final se produjo esa votación. Creo que para mí fue uno de los días más importantes de mi vida, porque logramos un consenso en un país tan fracturado.
¿Al llegar a la Procuraduría encontró una foto tan deprimente como parece?
Sí lo es. Tuve el bautizo de fuego con Odebrecht y realmente nos toca actuar al día siguiente, inmediatamente. Digamos que cada olla que uno destapa tiene connotaciones más complicadas que la anterior. Pero hay buenas coincidencias también: el día de mi posesión se configura esa historia de los tres mosqueteros, que simplemente dice que hay tres personas, fiscal, contralor y procurador, que van en la misma dirección. Esa ha sido la historia hasta este momento.
No es una lucha fácil…
Esta pelea es de mucha soledad porque a veces uno termina el día y dice: “Tocó tomar estas decisiones”. Entonces uno se pregunta dónde está el respaldo ciudadano. Hay que ganárselo, claro, pero no es fácil. La característica fundamental de nuestro país, y es muy triste decirlo, es una desconfianza tremenda con las instituciones, con los organismos de control. Nuestro gran reto es recuperar esa confianza con resultados, por supuesto.
Cuando se destapan los escándalos, aumenta la percepción de corrupción. ¿Es eso síntoma de la cura o de la enfermedad?
De ambos. La gente piensa que la sociedad es mucho más corrupta en la medida en que se descubren las cosas. Yo he insistido mucho en que el estruendo del conflicto armado, el humo de la guerra, no nos dejó ver la corrupción.
Su argumento es que ese cáncer estaba ahí, no que es peor.
Ahí estaba, sin duda. Lo que pasa es que hemos corrido la cortina, como también se corrió la cortina sobre muchos pendientes que tenemos que solucionar. Lo que uno se pregunta acá es cómo tender puentes de aquí en adelante para que las políticas de Estado que tenemos que construir se definan, al estilo de lo que pasó en el consenso de la Constituyente. La pregunta es qué es lo que necesitamos para que haya un factor de cohesión y no sigamos profundizando la brecha entre posiciones tan radicales.
¿Qué responde cuando alguien le dice que está demostrado que en Colombia el crimen sí paga?
Estamos tratando de demostrar exactamente lo contrario. Somos una piedra en el zapato, pero contra los corruptos. ¿Qué hace uno si en una función preventiva de la Procuraduría uno se encuentra una contratación que va para el precipicio? ¿Dejarla pasar?
Eso no está exento de riesgos…
Por supuesto que uno no puede llegar al fundamentalismo de parar todo, y ahí viene el fenómeno patológico del síndrome de las “ías”. Pero hay que actuar porque lo demás es llegar a la autopsia. Estamos enfocados en hacer mucha medicina preventiva.
¿Cómo se arregla esto?
Con el funcionamiento de la justicia. Seguimos en las mismas desde hace 28 años, pero creo que si esta demuestra eficacia, si logramos superar este difícil momento que estamos viviendo, vamos a salir adelante.
Trabajó por más de una década en el Banco Interamericano de de Desarrollo en Washington.

Trabajó por más de una década en el Banco Interamericano de de Desarrollo en Washington.

Foto:Ricardo Pinzón

¿Cómo se compara el Fernando Carrillo, un poco quijotesco, de hace 28 años, con el de ahora?
Que uno incorpora la sabiduría elemental de Sancho Panza, la misma que le dan a uno los años. Llevo mucho metido en este rollo de la lucha por la consolidación de los sistemas de justicia. Todo ese entusiasmo, que es un motor, tiene que quedar de alguna manera equilibrado con la capacidad de tomar decisiones con tranquilidad y mesura. A veces uno con tanto entusiasmo juvenil va con una intuición y una energía válidas, pero la experiencia es la que da esa capacidad de estar siempre en el centro de la balanza.
¿Ese propósito de hacer que la justicia funcione es conseguible?
Lo hemos conseguido a medias, como cuando se levantó la Fiscalía contra el narcotráfico, como cuando se ha levantado esta Corte que ha demostrado mucha entereza y mucha firmeza contra el crimen organizado o contra los paramilitares. Sigo creyendo en la posibilidad de recuperar esos pasos perdidos.
Da la impresión de que hay tantas recetas que nadie sabe cómo…
Esto pasa por tener una política de Estado de justicia, de tener la capacidad de poner de acuerdo a tirios y troyanos sin meterse en grandes cirugías constitucionales. La gran dimensión de la justicia, que además es complemento de todas las reformas que se hicieron, es la justicia territorial: la presencia del Estado en ese país que nunca la tuvo.
¿Qué concepto tiene del servidor público?
Hay de todo, pero sigo creyendo que la mayoría son buenos. Lo que pasa es que el daño que tiene la minoría, en términos de capacidad de infringirles daño a las instituciones, es muy grande. En la Corte Suprema fueron uno o dos magistrados los que le propinaron ese daño tan grande, el peor golpe que ha tenido la historia de la justicia en este país, pero no más. Por eso hemos insistido tanto en la recuperación de la ética, no basada en los valores religiosos, sino en los constitucionales.
¿Cuál es la importancia de la Procuraduría?
Es la institución más antigua de control, eso a la gente se le olvida. Nació en 1830 como una especie de magistratura moral. No depende del Gobierno, cada vez es más independiente y cumple un papel clave en la lucha contra la corrupción. Estoy convencido de que tiene potestades cuasi judiciales o judiciales, y como nos dijo el Consejo de Estado, conservamos la plenitud de nuestras competencias disciplinarias, de suspensión, de destitución y de inhabilidades, siempre y cuando se trate de actos o hechos de corrupción, que es nuestro desafío. Y no solo nos enfocamos en funcionarios, sino en cualquier particular que maneje recursos públicos.
¿Qué tan optimista es frente a Colombia?
Sigo siendo optimista, sobre todo en este momento que estamos viendo un renacer de la ciudadanía, no solo por la indignación frente a hechos conocidos, sino porque se nota el respaldo a las acciones de los organismos de control. Lo hemos hablado con el fiscal y con el contralor, la gente en la calle le dice a uno: “Sigan adelante, hay que acabar con estos males”. Ahora que se cumple ese ciclo de 28 años se debe castigar la corrupción con el voto. Si en 1990 logramos volver realidad la utopía de la séptima papeleta, hoy en día hay otro tipo de quijotadas, que tienen que ver más con la cultura de la política de los colombianos, pero que son posibles.
POR RICARDO ÁVILA
FOTOGRAFÍA RICARDO PINZÓN
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 72 - MARZO 2018
La dimensión de Carrillo 
Por: Ricardo Ávila

La dimensión de Carrillo Por: Ricardo Ávila

Foto:Revista BOCAS

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