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De sur a sur Políticos con patrocinio

LUIOCH
"El Ranchería es el único río de los wayús. La única corriente de agua que
atraviesa este territorio ancestral dando vida a nuestra vida." Así se lee en
la carta que le dirige Vicenta Siosi Pino, mujer wayú del clan Apshana, al
presidente Santos. En una prosa tranquila, le habla sobre la vida de su gente
en el desierto y se pregunta: "¿Cómo será la vida del wayú sin el río
Ranchería? En 30 años de explotación del mineral, las regalías a La Guajira le
han servido para nada. Todavía ninguna población del departamento tiene un
acueducto eficiente. ¿Por qué cambiaríamos nuestro único río por regalías?".
Todas estas cuestiones cobran importancia nacional mientras presenciamos cómo
la "locomotora mineroenergética" embiste algunas regiones amenazando la
viabilidad misma de la vida. ¿Por qué las autoridades no cumplen con el deber
de controlar, y con su omisión han avalado durante años las malas prácticas,
por ejemplo, de la Drummond? A pesar de las reiteradas acusaciones que
vinculan a algunas compañías con la financiación de grupos armados al margen
de la ley e, incluso, con el asesinato de sindicalistas y líderes
comunitarios, ¿se les premia con la renovación de las licencias? ¿Qué
coherencia hay entre la realidad y el discurso de la verdad, la justicia y la
reparación? ¿Y con el de la defensa del interés nacional?
La cuestión no es mínima. El presidente Santos aseguró hace poco en un debate
radial en Hora 20, cuando se le preguntó por el asunto, que su gobierno no
había otorgado títulos mineros, entre otras razones, porque "todo estaba
titulado". Más duda siembra Gabriel Silva, en su columna de la semana pasada
en estas páginas, al afirmar: "La Drummond finalmente confesó que vertió
toneladas de carbón al mar. Sería bueno que también le contara al país si los
apoyos que le dan a Álvaro Uribe son por los millones de dólares de descuentos
tributarios que obtuvieron durante su mandato". Silencio tuitero.
Ciertamente, las compañías dedicadas a la exploración mineroenergética tienen
un enorme poder, extraordinario quizás: poder para transformar positivamente y
convertirse en fuentes magníficas de desarrollo local, de iniciativas
solidarias y de empoderamiento de comunidades, o, por el contrario, de
destrucción del medio ambiente, de corrupción de funcionarios y de saqueo
descarado. En eso, la discusión debe alejarse del dogmatismo. No se trata de
obstaculizar una actividad económica fundamental para el desarrollo, sino de
aprovechar los recursos de manera sostenible y con una clara visión de los
desafíos que nos plantea el cambio climático.
La reflexión es profunda y debe leerse a tenor de la fragilidad humana y su
estrecha dependencia de bienes sensibles o no renovables, como el agua fresca,
el aire limpio, las necesidades básicas de alimentación, consagrados como
derechos en un número abundante de normas constitucionales y leyes, así como
de instrumentos legales internacionales, tanto declaraciones no vinculantes
como tratados de los que se derivan la "obligación de respetar" y el deber de
no obstaculizar indebidamente el ejercicio de las actividades de alimentación
y acceso al agua, y la "obligación de protegerlos" de terceros (individuos,
grupos armados, empresas, etc.) que puedan eventualmente privar a los
titulares de su disfrute.
Quisiera apostar por la gestión del ministro de Ambiente, Juan Gabriel Uribe,
a quien conozco como una persona culta y decente, pero ¿cuál es su poder real
cuando las entidades autónomas regionales encargadas del trámite de los
permisos están plagadas de "recomendados", situados allí por clanes políticos
con agenda propia? La confianza inversionista no puede leerse como una
invitación al saqueo, ni como la oportunidad para algunos políticos de
montarle patrocinio a su ambición desmedida.
@nataliaspringer
Natalia Springer
LUIOCH
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