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OTOÑO FELIZ DE CASTRO

Fidel Castro ha entrado al otoño de su vida con celebraciones felices en el ámbito internacional. Macondianamente, han venido sucediéndose las que se iniciaron en Colombia, cuando el presidente Gaviria le ofreció como tribuna nuestro Palacio Presidencial para presentarlo a la comunidad americana primero, y luego, el rostrum de Cartagena para su discurso de introducción en la comunidad.

Vino luego el éxito sin precedentes de su traje de civil en la conferencia de Copenhague, que tuvo como consecuencia la invitación de los esposos Mitterrand al Elíseo y la de Felipe González a Madrid. Pero donde se llega a lo inesperado es en el mismo Washington, cuando el presidente Clinton arregla con los representantes del actual gobierno cubano la suerte de los sobrevivientes que alcancen a salvarse en la tremenda aventura de buscar la tierra libre de la Florida.
El presidente Clinton ha dispuesto de estos náufragos como de una mercancía de contrabando y los devuelve a Cuba, poniéndoles otra vez en manos de Castro, con la sola condición de que no va a ejercer sobre ellos venganza o castigo particular. Este tratamiento de los fugitivos, aunque inhumano, económicamente resuelve un problema personal del Presidente que ya había decidido enviarlos a un campo de concentración, con un costo para el tesoro norteamericano de un millón de dólares diarios para sostener a los 23 mil en la base de Guantánamo.
Así se puso punto final a una tradición tan vieja como la historia de los Estados Unidos, nación de refugiados políticos. Venciendo todo escrúpulo histórico o moral, el Presidente olvidó la propia historia de Miami, donde los dos millones de cubanos ya incorporados a la población de la ciudad han contribuido a que ella sea lo que es hoy, trabajando hombro a hombro con cuantos la están creando.
Los balseros, por cruzar el mar en una embarcación improvisada, donde el primer riesgo está en escapar a los disparos de los centinelas puestos por el dictador, se juegan la vida y lo entregan todo, buscando su liberación en la tierra donde ya millones de compatriotas se han establecido y están listos a ayudarlos. Saben que se embarcan contrariando los reglamentos de Estados Unidos. Saben que no tienen pasaporte. Pero saben también que es más incierto su futuro viviendo en La Habana de Castro.
Tiene toda la razón el Presidente cuando encuentra irregular que una persona se dirija a su país sin los documentos que exige la inmigración. Pero donde se aparta de la tradición norteamericana es cuando no toma en cuenta el rigor de una dictadura que ha llevado a la desesperación a los fugitivos hasta el extremo de arriesgar la vida por buscar una tierra donde puedan trabajar libremente.
La condición que ha puesto el Presidente de Estados Unidos a los negociantes cubanos, sobra. Para el dictador es suficiente la humillación de ver a los fugitivos regresar vencidos, habiendo perdido todos sus ahorros para tener que empezar en las condiciones más precarias.
El interrogante que se impone en este caso es muy simple: Puede negociarse la suerte de los náufragos cubanos como se está haciendo entre el presidente Clinton y Castro fuera de toda intervención internacional? Los cubanos se embarcaron en uso de un derecho que no está reconocido por ningún tratado ni convenio, ni ninguna ley de derecho internacional, pero que tiene un valor positivo en la vida doméstica. Hay dos millones de cubanos que son hoy americanos del norte. Hay una Habana chiquita en Miami integrada por gentes que llegaron como estos que hoy devuelve el Presidente. Ellos son de la misma sangre de los que arriesgan la vida por llegar a la otra orilla. Han ofrecido ayudarlos, iniciarlos, introducirlos al trabajo. Ninguno va a pedir limosna.
El cubano llega, entra a trabajar, a estudiar, va a los partidos de fútbol, va a los parques los domingos, le da una vida sonriente y alegre a Miami. Devolverlo a la Cuba de Castro es un refinamiento de crueldad que debe estudiarse con cuidado. Yo no veo cómo es posible negociar este asunto sin que haya una participación de alguna comunidad humanitaria que tenga la sensibilidad suficiente de tratarlo a la luz de la historia de Estados Unidos, de la historia de Miami. El Presidente puede juzgarlo por su propia familia, o por los familiares de sus colaboradores: con seguridad encontrará, a la vuelta de dos o tres generaciones, gentes como las que han ido a buscar las playas de la Florida. No es sino trazar la biografía de los que entraron a la Unión desde el primer día.
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