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SÍMBOLO DEL CASTIGO

El sida hace parte de aquellas enfermedades que han dejado de ser patologías exclusivamente biológicas y se transforman en enfermedades culturales. Cuando este hecho acontece, aparecen las significaciones y las simbolizaciones paracientíficas de la enfermedad y comienza a ser percibida por los individuos como una representación imaginaria, que está configurada por las clasificaciones mentales colectivas, que definen los parámetros de lo moral, lo inmoral, lo verdadero, lo justo, lo terrible, lo religioso, lo obsceno, lo sagrado, lo profano, etc. El sida, entendido como una enfermedad cultural, produce múltiples metáforas políticas, psicológicas y sociológicas, que son las que generan y perpetúan la discriminación contra los infectados y los enfermos.

En un lúcido ensayo escrito a finales de los setenta, Susan Sontag analiza otras enfermedades con simbolismos culturales como la tuberculosis, la sífilis y el cáncer y muestra que cualquier enfermedad cuyos orígenes no sean muy bien comprendidos y cuyo tratamiento médico sea ineficaz, se transforma en una enfermedad metafórica, que alberga las proyecciones psíquicas de esperanza, odio y temor, que todas las personas sienten ante la muerte y lo desconocido.
Si la tuberculosis significó la metáfora del alma enferma por amor, la enfermedad de los poetas y los románticos; la enfermedad de los apasionados, que morían enamorados hasta el paroxismo, de una mujer o un hombre que les era imposible, y cuya agonía era valiente y digna, donde sus rostros reflejaban hasta el último aliento, la belleza alabastrina descrita por los clínicos franceses. Por el contrario, el cáncer simboliza una enfermedad del cuerpo, de seres inhibidos y mezquinos, incapaces de amar o expresar sentimientos generosos, que al interiorizar sus amarguras corporalizan las células tumorales. El cáncer, visto como una enfermedad de pequeños burgueses, minusválidos para el amor, ha venido estructurando la metáfora social de las enfermedades neoplásicas Pero si el cáncer es la enfermedad de un cuerpo que no fue capaz de amar, el sida se ha constituido a nivel metafórico en otra enfermedad del cuerpo, producida por la falsificación del amor auténtico, por la depravación del sexo oscurecido por el desamor.
El sida ha heredado el simbolismo vergonzoso de la sífilis y una de sus metáforas sociales se condensa en la representación de una sexualidad prohibida, impura, que se ha alejado de los límites morales y ha querido penetrar en las dimensiones desconocidas del sexo animal, libre de los prejuicios erotófobos de la cultura y el pensamiento judeo-cristiano de Occidente. La homosexualidad, el incesto, la orgía, el sado-masoquismo, la zoofilia, etc., se asocian a la enfermedad del sida, y por ello su metáfora de perversión estimula a muchas explicaciones atávicas dadas en relación con las conductas sexuales minoritarias. Se recuerda, por ejemplo, el episodio bíblico de Sodoma, donde se atribuye a las conductas homosexuales de sus habitantes, la destrucción de la ciudad, por la ira de Dios.
El enfermo de sida es sospechoso de ser un individuo degenerado, que tiene ocultas tendencias hacia aberraciones sexuales insospechadas, y por ello su cuerpo es percibido con asco y repugnancia, sus secreciones y sus humores son sentidos como sucios; su piel, su rostro y su aliento se convierten en fómites de contaminación viral y moral. Es decir, el cuerpo del enfermo de sida se transforma en un símbolo de suciedad y transgresión al orden moral, en un objeto contaminado e impuro, que permite unir en un plano inconsciente el símbolo de la suciedad con el símbolo de la inmoralidad.
Culpable y pecador
La antropóloga Mary Douglas ha estudiado de manera profunda este nexo, en apariencia inexistente, entre las concepciones sobre la higiene dictadas por la medicina científica contemporánea y su relación con los ritos arcaicos de comunidades no occidentales, que asocian la impureza moral y la desobediencia a los mandatos de los dioses, con la presencia de la suciedad. Lo sucio no solo significa el potencial peligro de enfermarse a través de los gérmenes patógenos, sino también representa la ruptura del orden moral y político; la aparición del desorden y lo caótico, que siempre es interpretado como un peligroso germen de revolución contra el sistema dominante. De allí que el cuerpo del enfermo de sida se perciba como sucio y a la vez pecaminoso; los signos físicos de la enfermedad adquieren una connotación moralista, que justifica como lección espiritual la presencia de la deformación y el dolor físico y el sufrimiento psíquico, en un cuerpo considerado como culpable y pecador.
Pero al lado de estas representaciones imaginarias con los enfermos de sida, que se cree son merecedores de su sufrimiento, por ser homosexuales, drogadictos y pecadores, se encuentran los otros enfermos de sida que han adquirido la enfermedad de manera accidental: los niños que han recibido el virus de sus madres, los hemofílicos que han adquirido la infección por la transfusión de sangre contaminada, los individuos infectados con agujas o secreciones sin estar realizando actividades sexuales ni actos de drogadicción. Todos estos enfermos de sida pasan a representar las víctimas inocentes de una enfermedad creada para castigar a los pecadores.
Esta diferencia cultural es muy notoria: los enfermos de sida son divididos en dos clases morales muy definidas: el grupo de los culpables y el grupo de los inocentes. El grupo de los culpables estimula el odio y la sed de venganza de los individuos sanos. Y el grupo de los inocentes genera lástima, compasión y también angustia, en los ciudadanos. Este sentimiento de angustia se alimenta de una gran duda: si el sida es una enfermedad que sólo debe dar a los pervertidos, por qué razón ha atacado a los inocentes, a los individuos normales. Detrás de esta duda, la enfermedad se abre por primera vez a la posibilidad de que pueda presentarse en cualquier persona, que nadie está completamente a salvo de ella, así su moralidad sea irreprochable. La metáfora del mal y el castigo divino no puede ser simbolizada en este subgrupo de enfermos de sida sin conductas sexuales o sociales de riesgo, que parecieran haber sido infectados por el azar (...)
Apocalipsis y mutación
El sida, al igual que la peste bubónica (que como se ha visto fue un factor cultural importante para la transición de las ideas del medioevo al espíritu del renacimiento), ha sido simbolizada también como un elemento apocalíptico (no solo en un sentido religioso) de tipo cultural, que ayuda a estimular en la gente de la época moderna la percepción emocional de que un mundo viejo y decadente está agonizando y otro mundo o estado existencial desconocido está a punto de nacer. El paso de la modernidad a la denominada posmodernidad de la civilización occidental, en donde la credibilidad en el discurso ténico-racional y político se viene derrumbando y en su lugar aparecen entremezcladas las fuerzas contradictorias de lo lúdico, el nihilismo, la sensación de vacuidad o la esperanza en una nueva edad de oro, fortalece la imagen simbólica del sida como un signo apocalíptico que anuncia no solo la destrucción física del mundo, sino de manera paralela la metamorfosis psíquica de la humanidad y la aniquilación histórica de Occidente, que comienza a presentir el futuro con la imagen de un gran espacio vacío (un cementerio ideológico) donde la civilización moderna ha perecido a manos de sí misma.
De otro lado, a la enfermedad cultural del sida también se le han construido metáforas profanas que no poseen ninguna connotación religiosa. La más significativa es quizá la sugerida por el filósofo francés Jean Baudillard, que hace caer en la cuenta que el virus del sida está simbólicamente emparentado con los virus de las redes de las computadoras y los ordenadores. La enfermedad se convierte en una entidad patológica de cuerpos cibernetizados, que han superado las enfermedades humanas (las infecciones bacterianas y parasitarias, por ejemplo) y comienzan a presentar enfermedades de máquinas. La metáfora es tan intensa, que los ingenieros de sistemas que diseñan los virus para las computadoras han inventado un programa de gran poder de destrucción, denominado el programa sida , que tiene la peculiaridad de permanecer oculto en los sistemas electrónicos de las redes computacionales durante muchos años, sin ser detectado por los mecanismos antivirus y cuando se activa destruye toda la información, sin que exista un antídoto electrónico que lo detecte y lo controle antes de que se haga patológico.
Las conexiones de esta metáfora viral son sorprendentes y nos pueden llevar a reflexiones conceptuales tan extrañas como comprender que el virus es patogénico en la medida que impide la comunicación de las redes y de las células; es en cierta forma una enfermedad que nace de la falsificación del lenguaje genético, que altera la memoria mitocondrial y falsifica los códigos lingísticos de la vida, al igual que los virus del computador destruyen la información al modificar las impresiones electrónicas de las letras.
Otra metáfora cultural del sida es la metáfora de la guerra, heredada de la manera como la enfermedad del cáncer fue percibida por el mismo lenguaje de la medicina, desde finales del siglo XIX. El sida, comprendido como un enemigo de la humanidad, que libra una guerra por la posesión de los territorios intracelulares de los cuerpos humanos, estimula una forma peculiar de acción científica y política. Los investigadores anuncian al mundo que una droga experimental ha logrado paralizar las armas patogénicas del virus; igualmente se dice que el virus destruye los sistemas de defensa inmunológica del organismo humano; el virus ataca los linfocitos Cd4; las tácticas terapéuticas de algunas vacunas experimentales impiden que el virus haga contacto con las células blanco , etc. Esta terminología bélica le da cierta identidad ontológica al retrovirus, como si fuese un enemigo consciente que estuviese empleando toda su inteligencia para destruir al ser humano, mediante una táctica de simulación y mimetismo genético, que nos haría recordar al guerra de guerrillas del ejército del Vietcong contra el ejército norteamericano.
Esta metáfora de guerra contra el sida, impulsa a dirigir las fuerzas científicas hacia la destrucción del virus-enemigo, sin pretender comprender la enfermedad, como la resultante de una interacción ecológica, cultural y antropológica, fuera de biomédica y microbiológica. Esta metáfora de guerra contra el sida refuerza las acciones que sólo entienden el triunfo sobre la enfermedad, como el momento donde el virus sea destruido, sin tener en cuenta que el virus por sí solo, probablemente no podía haber causado la enfermedad.
Intolerancia en Colombia
Otras metáforas del sida provienen de los infectados y enfermos del sida y de las organizaciones internacionales de homosexuales y drogadictos. También el sida ha heredado la metáfora del cáncer, que hace que las minorías afectadas por la enfermedad piensen que la cura del cáncer, como la cura del sida, ya está, pero fuerzas muy poderosas impiden que la humanidad conozca la verdad de la cura contra el cáncer y el sida. Esta metáfora paranoide de los enfermos, los hace vulnerables a creer en terapias alternativas de origen mágico que garantizan la curación de la enfermedad. En el fondo de esta creencia de muchos infectados y enfermos, se encuentra implícita la negación psicológica de la enfermedad y sus implicaciones sobre la existencia de los individuos y además aparece la otra manera de comprender la enfermedad cultural: como el producto de la maldad de algunos seres humanos que le envían la enfermedad a los otros, o le impiden recibir la curación y se la esconden.
Como hemos visto, la discriminación hacia los infectados por el VIH y los enfermos de sida, motivada por el pánico patológico de los individuos sanos a ser contagiados, no es solamente el producto de la falta de educación ante la enfermedad biológica, sino las nefastas influencias de la enfermedad cultural, cuyas representaciones imaginarias han suplantado en la colectividad la simple existencia de una enfermedad, que no tiene por qué significar símbolos religiosos, políticos o morales.
Mientras las campañas educativas, que buscan combatir la tercera epidemia del sida, no estén enfocadas a concienciar a la población de que el sida cultural es sólo la falsificación del sida biológico, no tendrán mucho efecto las simples explicaciones que insisten en que los enfermos de sida no transmiten la infección de manera casual, o que darle la mano o un abrazo a un enfermo de sida no genera ningún riesgo de contagio, o que un enfermo de sida es como cualquier otro enfermo: un ser humano que presenta una alteración en las funciones de sus órganos, sin que esa alteración signifique nada distinto al daño biológico.
Los mismos médicos debemos tratar de reflexionar sobre todas estas imágenes metafóricas del sida, que muchas veces contribuyen si no las identificamos, a incrementar nuestros miedos inconscientes e irracionales ante los enfermos por el VIH, bajo justificaciones seudocientíficas, que contribuyen a perpetuar la cuarta epidemia del sida.
Por último, es interesante recordar un estudio hecho en 53 países entre 1983 y 1988 y donde se trató de identificar qué tanta discriminación existía en las distintas sociedades ante los enfermos del sida. Se realizaron miles de encuestas y algunas de las conclusiones son las siguientes: 1. A la pregunta de si rechazarían trabajar con un individuo infectado por el VIH o con sida, el país cuya población mostró mayor tendencia a la discriminación fue el Japón, con un 68 por ciento de respuestas afirmativas; el segundo fue Colombia con un 54 por ciento de respuestas afirmativas; el tercer país fue Nigeria con el 52 por ciento; el cuarto país fue Estados Unidos con el 25 por ciento, y el quinto fue Canadá con el 22 por ciento. 2. A la pregunta de si creían que los enfermos de sida no merecían ninguna compasión, el país que mostró el mayor porcentaje de respuestas afirmativas, que implican un rechazo absoluto a dichos enfermos fue para preocupación de todos nosotros Colombia con el 29 por ciento; le siguió Japón con el 22 por ciento; luego Nigeria con el 11 por ciento; en cuarto lugar Alemania con el 10 por ciento; en quinto lugar Gran Bretaña con el 9 por ciento y en sexto lugar Estados Unidos con el 8 por ciento.
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